:: LECTURAS ::
Los lugares comunes
07-10-2014 | Marina Mariasch, Santiago Llach
La poesía es escribir en público como si fuera escribir en secreto; hacer entrar al lector en la cabeza de uno. Lugares comunes y lugares extraños. Cosas, personas y lugares propios, adoptivos, deseados: jugando con sus nombres, se nos va la poesía.
Por Santiago Llach.
Cuando le conté a mi amigo Omar que iba a presentar el libro de mi ex mujer, me dijo: ¡Qué neoyorquino todo! Yo tan neoyorquino no soy, así que, si me quiebro mientras leo, sean tolerantes.
Qué lindos son, a veces, los lugares comunes. Poesía reunida, por ejemplo: el nombre común de una especie de género, de un gesto. La poesía, por definición casi, es lo que viene cortado, lo que aparece en destellos, lo que contrasta. Este nombre, poesía reunida, es equívoco: porque da por supuesto que lo que se está haciendo es volver a unir, que esto que está acá ya estuvo unido, alguna vez. Como una cifra, como eso que quería Platón: conocer es recordar lo que supimos antes de atravesar el río Leteo, que nos separaba de la casa oscura de los muertos y que volvíamos a cruzar al reencarnar, al nacer. La poesía, podemos decir siguiendo esta idea de reunión, es aquello que transforma la profecía en melancolía. Marina dice, invirtiendo, como hace todo a lo largo de este libro, la sintaxis normal, y cortando el verso para romper la unidad sintáctica, encabalgando –como aprendimos a decir en la facultad y en los talleres–: “Los veinte no, pero los treinta / pasaron rápido”, y repone una experiencia que yo, lector de su generación, viví tal cual.
Marina Mariasch, bueno: su nombre lacaniano, ya un juego de palabras de dos veinteañeros viviendo su juventud maravillosa, sus padres: Marina es poeta de iluminaciones vibrantes.
Lorrie Moore, que fue nuestro faro secreto, una escritora increíble que Marina y yo descubrimos juntos en el tres ambientes de la calle Cerviño y Sinclair, mientras se caía la convertibilidad y empezábamos a criar juntos dos hijos, tiene esto:
“Básicamente, me di cuenta de que estaba viviendo esa etapa horrible de la vida que va de los veintiséis a los treinta y siete llamada estupidez. Es la época en la que no sabés nada, ni siquiera lo que sabías cuando eras más joven, y ni siquiera tenés una filosofía acerca de las cosas que no sabés, como la tenías a los veinte o la tendrás a los treinta y ocho.”
Lorrie nos enseñó todo, pero nosotros teníamos otra teoría: sólo aprende de verdad el que vive la vida. Allá fuimos, y Marina le dio nombre a mis experiencias, mientras jugaba con las palabras: slapsticks sofisticados, crudos y banales que ofrecen el relato de una vida. El relato al revés, porque los libros, en esta edición de Blatt&Ríos, están ordenados en sentido inverso, algo que yo, fan desde aquel coming attractions del 97, agradezco, ya contaré por qué. Juega, corta, invierte, Marina.
A veces la poesía es retocar una sola letra, un solo sonido. Es lo que hace Marina en el título del libro: agarra el motto de la contracultura de los años sesenta, “paz y amor”, slogan de los baby boomers, nuestros padres, cambia la “y” por una “o”, y asienta así una especie de manifiesto generacional, es decir, procesa lo heredado, lo transforma, “paz o amor”, y retoma el viejo tópico de lo amoroso como tragedia. Cursa en el título, que es el de su último libro inédito, incluido en el libro, y también el de toda su poesía reunida, una perspectiva, una poética: vivimos sumidos en el quilombo, y tenemos que elegir.
El libro, ya lo dije, está ordenado según una cronología invertida; es un viaje desde el presente al pasado, un recorrido hacia atrás.
El primer libro, Paz o amor, inédito, recoge poemas escritos entre 2009 y 2014. Es poesía saturada, ciudadana, gimnasia ornamental de la vida sentimental en tiempos digitales y politizados. Paz o amor, dice Marina, un poco lastimada –quién no llega a esta mitad de la vida un poco rengo, con sus medallas al mérito colgando del pecho. Paz o amor es un observatorio agudo, escaleno sobre la vida, con la sintaxis dada vuelta. Paz o amor es una versión men’s lady, encabalgada y en segunda persona de la poesía amorosa clásica. Esa segunda persona, acentuada por el voseo porteño, la convierte en rap. El viejo y querido verbo ir, tan porteño en la segunda y la primera persona del presente del indicativo: “Vas bajando en mi bandeja de entrada”, “te vas perdiendo en el montón”, “voy a tener que elegir entre decir la verdad y tener novio me parece”, ataca, e ironiza sobre los modos de financiación de los chicos sensibles, los chicos que ama, en “conicex”, una actuación cultivada del reproche. En su poesía siempre hay un “él”, un “él” cacheado, suturado, variable, ofrecido en su debilidad y su maldad: Weber, sanmartín, novio, amigo, amante, hijo, padre, presencias obispales; y volando alrededor la comunidad de las abejas femeninas, amigas y enemigas. Un poeta es policía malo y policía bueno: va y viene entre lo banal y lo sublime. Cada tanto Marina, oracular, esteparia, rusa, riega un verso iluminado, que se eleva y eleva su flow: “no puedo amar a alguien a quien no le conozco los miedos”, dice. Instruida en el arte de amar, corta el verso en la doblez de las relaciones y manda rima interna, el guiño musical que libera a la poesía de la mera escritura:
“yo: arriba
a las 7, me mato
de hambre mando mil mails”
La poesía se entiende in the long run, mientras la prosa y su arquitectura civil a veces dura menos que lo que cree, es más presa de un orden que desconoce.
El segundo libro en este orden inverso es del 2009, y se llama El zig zag de las instituciones. Es la balada del divorcio, de la maternidad en solitario, de la tragedia; el libro de las “batallas perdidas”. Se escribe mientras se consolida un régimen político a la vez familiar y extraño. Es la canción de cuna, dice Marina, de la separación, “un cabezazo contra el bloque del pasado”. El libro son ochenta páginas de imágenes poéticas, sinestésicas y desplazamientos de significado: “una calabaza hueca, piel de ciruela, dientes de piedra” o “la comisaría de mis lóbulos frontales”. La vida, de repente, es todo este tiempo en que vimos y leímos “novelas buenas y películas malas”.
Zig zag, y un poco todos estos poemas reunidos, son anotaciones en crudo al borde de las obras incompletas que forjaron nuestra sensibilidad: George Harrison, Banana Yoshimoto, Marx, Proust, Aimee Mann, los hermanos poetas y tantos otros. Marina lee como famélica, con violencia, con entrenamiento tribal. En Zig zag es el tránsito como artista, como idiota de la familia, es decir, como alguien que llega siempre un poco tarde al aprendizaje, a través de la herencia cultural de este país inmigrado y entremezclado, de la condición de hija de quienes quisieron cambiarlo todo. Paz o amor tira los lineamientos de lo que yo llamaría el Consenso de Abbey Road: pese a lo que sugiere el desviacionismo tardío de John Lennon, los Beatles (la banda más citada, por robo, en Paz o amor) no narraron la revolución sino la evolución, o mejor dicho renarraron nuestros mitos básicos, fueron nuestros hermanos Grimm: paz, miedo, amor y fantasía. Fuimos educados por las parábolas de los Beatles, la base laica de guitarra, bajo y batería y las excursiones mentales y espirituales, de Rubber Soul aLet It Be, buscando reparar lo que habían roto: ellos, buenos clásicos, plantaron en nosotros la bandera del paso del tiempo. Zig zag es también el libro de la “pura sensación”: el melón dulce, el aura de un chico de barba roja con una remera que dice Skandinav. Es eso y es el libro de la teoría, aquel en el que, en ramalazos de una inteligencia de loba feroz, cortada, aparece esa filosofía sobre las cosas de las que no sabemos nada de la que hablaba Lorrie Moore: un libro que observa, con delectación y sabiduría, “el desarreglo de las emociones confusas”. Es el libro en el que empieza a haber un pasado: “la felicidad”, dice Marina que dice alguien, “es una imagen que se representa en el presente con materiales del pasado”. Me gusta un verso al final del libro que es otra manera de definir a su poesía: “frases inocentes que me parten como rayos”. Pero, en lo roto que hay en ese libro, Marina se permite la ternura total de ese poema en prosa en el que le dice a su hija “frutilla, panadero, ovejita, cruel, tenés un imán” y le dice, también, “me enamoré de vos hasta lo prohibido”. Y cierra, el libro, con el deseo de que “la tragedia se convierta en calabaza”.
Después viene Tigre y león, de 2005, libro de la maternidad y el matrimonio. En su momento, creo, no lo entendí bien. Acá Marina se da el lujo de dedicarle sus versos de adulta, que por momentos se vuelven infantiles, a su hijo: una biblia chiquita que registra los pasos de aquel deambulador, un libro limpio de adornos ideológicos, un libro ilustrado sobre la vida tal cual es. Es el libro en que, como en uno de sus versos, la perra lame a sus cachorros, para refrescarlos. Un libro en el que la madre le descubre al hijo el mundo “como un campo enorme lleno de misterios maravillosos”: el libro de la inocencia perdida, la inocencia hacia la que vamos. El libro, también, de cuando fuimos, Marina y yo, catchers entre el centeno de nuestros hijos (el libro termina con una versión en verso de esa querida escena de Salinger). Le quiero decir, a la Marina de entonces, lo que dice Richard Ford al final de Canadá: “Lo que sé es que vas a tener una oportunidad mejor en la vida –de sobrevivirla– si tolerás bien la pérdida; si te las arreglás para no ser un cínico en todo aquello que ella implica; si te supeditás, como sugirió Ruskin, al mantenimiento de las proporciones, a enlazar las cosas desiguales en un todo capaz de preservar lo bueno, aun cuando haya que admitir que lo bueno no es a menudo fácil de encontrar. Lo intentamos, como dijo mi hermana. Lo intentamos. Todos nosotros. Lo intentamos.”
Té verde, un libro chiquito de 2005, es una especie de anuncio tardío, en esta lectura históricamente invertida, de un bonus track que trae esta poesía reunida: trae, metida entre los poemas, a una prosista delicada, finita, cruda y culta a la que conocí cuando nos mudábamos a la casa de French. Té verde es una especie de mini esquema (a la manera de lo que después haría un amigo de esa época, Zambra) de una novela social del mundo de la clase media con inquietudes de Buenos Aires: ¡qué bueno sería que Marina la escriba un día de estos! Todavía queda un rato, hay tiempo…
Después viene xxx, de 2001, un libro que yo vi escribir materialmente, en Cerviño y en Palpa. Es además un libro que edité, un libro donde yo también metí mano, y ahora, cuando vuelvo a leerlo después de mucho tiempo, veo que me lo sé de memoria. Es, un poco, el primer libro del adiós a la juventud (hay un momento a partir del cual lo único que se escribe son poemas de adiós a la juventud). Asoman en xxx esas ráfagas que mezclan lo doméstico y la calle, la clase, todo con una música perfecta: perdón el españolismo deportivo, pero Marina es el puto amo del corte de verso. Confieso que en ese momento el libro era lo que menos me gustaba de lo que había escrito Marina: pero hoy veo que está impecable y resiste.
Al final hay un poema que es un texto mío, cortado, en el que, la tarde en que la conocí, escribí en el bar Van Gogh de Cabildo todo lo que pensaba de su poesía.
Y este camino de ladrillos amarillos que es Paz o amor me va llevando a Oz, a ese mundo imaginario que se va a demostrar truco de magia sólo para devolvernos a Kansas, a Belgrano, donde empezó esta gira mágica, este caleidoscopio sentimental. Voy llegando a coming attractions, el primer libro de Marina, del 97, mi libro-magdalena de proust, souvenir fetiche de una época en que fuimos jóvenes y hermosos. Leí, en el año 96, un adelanto del libro en la revista Diario de Poesía, cuando todavía no conocía a Marina. Cuando sos un joven aspirante a escritor, la biblioteca amada te empuja a escribir pero también te traba, te inhibe, te parece que está demasiado lejos, solemne y en tapa dura o plastificada en cuatro colores. La llave que te da el impulso final para escribir, el permiso, que te dice que la literatura es libertad, que podés decir lo que quieras, que en vos también está la poesía, son tus contemporáneos. En mi caso, fueron varios pero sobre todo tres, todos por la misma época, mis veintipocos: Fabián Casas, mi tocayo Santiago Vega alias Washington Cucurto (no conocía a ninguno de los dos y mucho tiempo después serían grandes amigos) y Marina. Ellos fueron mis maestros, los que me eligieron, con sus versos, para jugar en su equipo.
Una chica de imaginación cuántica frente a la barrera baja de Monroe: la escena, y la carga que sugería, era lo más cerca que había estado de mí un texto literario.
coming attractions fue literalmente eso: el libro de las atracciones por venir, una profecía hecha con aquella sabiduría intuitiva de la juventud de todo lo que estaba por delante. Todos los libros que vinieron después son de alguna manera la remake de este, un libro sobre la imaginación de una chica de veinte, en el que un tornado arrasa la casa de las Barbies, el libro de una sensibilidad posadolescente arrojada, de un golpe, al drama de la vida adulta: ahí estamos, casi, todavía.
La poesía es escribir en público como si fuera escribir en secreto; hacer entrar al lector en la cabeza de uno. Lugares comunes y lugares extraños. Cosas, personas y lugares propios, adoptivos, deseados: jugando con sus nombres, se nos va la poesía.
Gracias, Merin, por este, el libro de nuestros lugares comunes: ¡tu vida tiene tantos poemas hermosos!
Me gustaría terminar leyendo uno, el más citado en mi corazón de todos los que escribió esa chica de la que una tarde de diciembre del 97, en un PH de la calle Palpa, me enamoré para siempre:
dinner
Voy caminando por la calle a la noche
y siento el olor de las milanesas
que viene de las casas
Y miro adentro para ver cómo cocinan
o se sientan a la mesa.
En una casa hay una araña
con una sola lamparita encendida.
Miro las plantas de las casas
tratando de imaginar
a los que se sientan
a cenar supremas o en otra
hay filet de merluza, parece.
La luz sale por la parte más alta
de las ventanas, donde las cortinas no llegan
a tapar a los que cenan.
Camino y algunos hombres
con bebés en la mano
me dicen piropos
aunque yo espíe sus quizás casas
y no toleren verme llorar.
Una vez, alguien me dijo
que el Tang tiene mucha proteína
—como la gelatina—
Desde entonces tomo todo
lo que se parece al Tang
para hacerme más fuerte.
Leído el 19 de septiembre de 2014 en la presentación de Paz o amor, de Marina Mariasch, Blatt & Ríos, 2014.
Tomado del blog de Eterna Cadencia
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