MIÉRCOLES, 22 DE OCTUBRE DE 2014
OPINION
Símbolos de una elección cultural
Por Diego Fischerman
Todo premio, tal como señaló Emanuel Respighi en su columna de ayer, habla más de quien lo da que de quien lo recibe. Al igual que en las listas de los diez discos o libros o películas preferidas, no se trata tanto de decir que La metamorfosis, El ciudadano, Kind of Blue o Revolver son buenos como de señalar que uno los conoce y es suficientemente sensible como para elegirlos. Es obvio, ese señalamiento sólo es percibido por otros que también los conocen y los elegirían, y lo que se comunica, entonces, es la compartida pertenencia a un grupo preciso y a un determinado sistema de valores: a una cultura.
Cuando quien premia es el Estado, no se trata de algo demasiado diferente. También hay un mensaje que se comunica. A propios y ajenos. Y, conscientemente o no, se propone un modelo a la sociedad. La reciente declaración como “Personalidad Destacada de la Cultura” de Marcelo Tinelli, en sintonía con los reconocimientos oficiales de la Ciudad de Buenos Aires a Violetta o Tan Biónica, eligen, en todo caso, adscribirse a una concepción de cultura más ligada a su uso antropológico que a su acepción corriente como “arte”. Si bien la idea de “arte” es tan conflictiva como la de “cultura”, existe un cierto acuerdo –por lo menos en una cultura, la de los grupos urbanos ilustrados– acerca de lo que significa. Puede o no rozarse –y hasta superponerse– con el entretenimiento, pero será condición necesaria (y suficiente) que establezca alguna clase de tensión con su lenguaje y posea un cierto espesor, una particular tridimensionalidad. El cine, para ser cine-arte, deberá presentar personajes complejos, además de un tratamiento de la imagen que aporte algún grado de originalidad. Algo equivalente sucede con la literatura y, aunque en ese terreno las distinciones son aún más traumáticas, con la música. Queda claro, en todo caso, que para un cierto uso bastante extendido de la palabra “arte” y, por consiguiente, de la que en el sentido común (y en los medios de comunicación) ocupa frecuentemente su lugar, “cultura”, ni Marcelo Tinelli ni Violetta ni Tan Biónica pertenecen a esa categoría. ¿Qué es entonces lo que el Gobierno de la Ciudad busca comunicar?
Es claro que la gestión de Macri no pretende hacer gala de ignorancia. No hay, en sus elecciones de personalidades destacadas, ninguna clase de desconocimiento. Los funcionarios podrán no saber al dedillo los nombres de los poetas, músicos, novelistas, autores teatrales o pintores argentinos más destacados de la actualidad (aunque sí, probablemente, de actores y directores de cine), pero seguramente sabrían cómo averiguarlo si decidieran dirigir hacia allí su mirada. De lo que se trata es de otra cosa. Y es que estos reconocimientos no sólo vienen a decir qué es cultura sino, con la fuerza que da oponerse a una cierta tradición, qué cosa no lo es. Delatando un aspecto confrontativo, que es una de las características esenciales del macrismo –y en la que no se repara lo suficiente–, en la asignación de la condición de “culturales” a estos personajes –y en su consecuente negación a otros como Ricardo Piglia, Martha Argerich, Mauricio Kartun o Jacques Bedel, por poner sólo algunos ejemplos que no entrarían en conflicto con lo que la Ciudad de Buenos Aires siempre llamó cultura– hay un fuerte desafío. Si de lucha de clases se trata, aquí se articula una de clases culturales. Y, finalmente, una lucha territorial librada, también, en el terreno estético.
¿De quién es Buenos Aires? ¿De los anteojudos con libros bajo el brazo que iban de La Paz al Lorraine, o al otrora pujante Teatro San Martín, o de los que miran a Tinelli? ¿De los que festejaban con vino, empanadas y folklore o de los que bailotean con globos amarillos? ¿De los que hacían cola para ver películas de Allen, Bergman o Tarkovski o de los que llevan su viandita veggie y la botellita de agua mineral en las canastas de bicicletas que circulan por las incomprensibles bicisendas cuánticas diseñadas por el gobierno municipal? Por supuesto que la oposición es falsa, que el mundo no se divide de esa manera y que hay un posible público de Tarkovski al que le gusta andar en bicicleta y, seguramente, muchos partidarios del PRO que no cuentan a Tinelli entre sus preferencias. Pero la disyuntiva, con todo su esquematismo y, también, con toda su bravuconería, es alimentada desde el Estado.
Tinelli como “Personalidad Destacada de la Cultura” es mucho más que un simple acto de reconocimiento a la “cultura real”. Se trata ni más ni menos que de la elección de alguien con un valor simbólico extremo; precisamente aquel elegido frecuentemente por el mundo de esa cultura razonablemente consensuada durante años como ejemplo del “mal cultural”. “Tinellización” era la palabra esgrimida desde “la cultura” para representar la grosería, el machismo elevado al rango de principio constructivo, la humillación del otro como recurso humorístico, el “muchachismo”, como lo definió María Elena Walsh hace años, en una charla con este diario, asegurando que la continuación del “país jardín de infantes” era el país “secundaria de varones” que Tinelli había legalizado con sus “joditas”. Elegir a Tinelli, entonces, es decir: “La cultura no es más de ustedes”. Es comunicarle a todo un sector, con el que la ciudad se identificó durante años, que Buenos Aires ya no le pertenece. Que la ciudad real es otra, más interesada en los chistes gruesos y el erotismo berreta que en el cine iraní –y en Violetta y Tinelli que en Argerich o Manolo Juárez– y que ha llegado un gobierno para reconocerlo.
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