"Siempre me ha costado reflexionar sobre mi poesía o sobre el oficio de poeta. Las pocas veces que lo intenté, al leerme, me sentí como un tipo ridículo que mete la pata hasta el cogote, nunca dije lo que de verdad quería decir. Pequé por exceso o por mesura. Tal vez eso sea lo que el espejo nos devuelve -acierto más, acierto menos- de nuestro trabajo: jóvenes ridículos y mal vestidos, poetas mendicantes, viejos detectives latinoamericanos que se pierden en una investigación
vana y peligrosa. El oficio carece de consuelo, como no sea el que malignamente nos ofrece Boecio. Lo sabía Garcilaso, que escribió: 'La mar en medio de tierras he dejado/ de cuanto bien, cuidado, yo tenía; / yéndome dejando cada día, / gentes, costumbres, lenguas he pasado. Garcilaso, muerto a los 33 años de una herida en la cabeza'. La mujer que amaba, doña Isabel Freyre, fue más lista: se casó con un comerciante rico, Fonseca, llamado 'El Gordo'. Y la lista es interminable. Además, según me dicen, cada día se lee menos poesía. Como en los tiempos antiguos en que a los poetas sólo los leían los poetas. Así, pues, no es que optemos por la humildad sino que no nos queda otro remedio". (Bolaño, Roberto. Los perros románticos.)
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