:: DESGRABACIONES ::
“Nada genera más narración que los
detalles”
22-10-2014 | Leopoldo Brizuela
Leopoldo Brizuela participó en una entrevista pública donde habló del oficio del escritor.
Entrevista de Nacho Damiano. Foto: Alejandra López.
Como parte del ciclo “Secretos del oficio” —que se da en el marco de los Jueves de Eterna Cadencia—, Leopoldo Brizuela (Inglaterra, una fábula, Los que llegamos más lejos, Una misma noche, entre otros títulos) participó de una entrevista pública a cargo de Nacho Damiano invitado a contar cómo trabaja sus ficciones. En este encuentro, Brizuela habló la construcción de personajes, el proceso de estructuración de una novela, cuáles son sus lecturas inspiradoras, los premios literarios, los talleres y la disciplina. Por supuesto, también habló de sus novelas y de lo que está escribiendo ahora.
Nacho Damiano: Muchas gracias por venir a todos, en especial a vos, Leopoldo, por haber tenido la amabilidad de aceptar la invitación. La idea de esta mesa es reflexionar acerca del oficio del escritor, conocer el modo en el que Leopoldo Brizuela trabaja sus textos, sus ideas, su literatura. Vamos a arrancar con una pequeña cita de la novela Una misma noche. El protagonista (que es un escritor cuyas iniciales coinciden con las de Leopoldo), en determinado momento dice: «Pero yo estoy a tiempo de entenderlo, me digo, si escribo». ¿Vos también pensás así? ¿Hay una zona de tu experiencia a la que sólo sos capaz de acceder mediante la escritura?
Leopoldo Brizuela: Sí, totalmente. Creo que la narrativa en general no es una manera de contar lo que ya sabés sino de ir descubriendo cosas. A mí me parece que ese es el gran momento en el que “pasa” la literatura, cuando además de escribir, además de trabajar con oficio (estoy de acuerdo con esa premisa), te animás a descubrir cosas y a que la historia vaya a lugares que te descubran cosas a vos. Es el momento de iluminación que uno busca.
—Con ese razonamiento, la literatura es algo que “sucede” más allá de vos, algo que si bien tenés que trabajar, te excede.
—Cuando escribís realmente, es así, y esa es la gran felicidad, cuando lográs convertirte en una antena por la que pasan cosas sin que siquiera te des cuenta (por suerte). El tema es que pasa muy pocas veces, y en las obras de grandes escritores se notan los momentos en los que de golpe se colocaron en el lugar exacto donde pasaba eso. Porque además, ya que estamos hablando de oficio, yo tengo una teoría muy simple: creo que escribir correctamente, si tenés alguna mínima habilidad o talento, es bastante fácil. Si le sacás el aura y lo convertís en un procedimiento (como podría ser un guionista de telenovelas), vas a lo seguro: en el primer capítulo los novios se conocen, en el segundo van a la cama, en el tercero se traicionan, y ya armaste una historia, eso más o menos lo puede hacer cualquier persona que sepa escribir aceptablemente bien. Pero la literatura es otra cosa. Y, ¿qué es la literatura? ¿Cuándo empieza? Cuando uno se anima a trabajar ese otro lado, ese lado oscuro, no en términos de siniestro sino en términos de desconocido, de aquello que uno no maneja. Que no sólo es oscuro cuando uno lo está trabajando sino que muy frecuentemente uno lo sigue desconociendo al publicarlo.
—¿Se te van revelando nuevos sentidos de las cosas que escribiste y en algunos casos hasta publicaste hace tiempo?
—Sí, claro. Cuando empezás a escribir, vos creés que estás escribiendo algo, cuando vas por la mitad te das cuenta no sólo de que estás escribiendo otra cosa sino que además eso que creías que te importaba, que fue lo que te motivó a empezar, ya no te importa. Y cuando terminás, no sólo el texto es otro sino que vos también ya sos otro, hay una experiencia en el medio. Pero después hay otra instancia: las miradas de los lectores, es en ese momento cuando te vas dando cuenta de lo que hiciste. Pero sí, creo que la literatura pasa cuando el escritor se anima a meterse en el lado oscuro, cuando empieza a decir cosas que no sabía que iba a decir. Además, claro, la literatura tiene diferentes modos de integrarse a la vida de uno a lo largo del tiempo, llega un momento en que la relación con la literatura es absolutamente viciosa, uno puede decir que es una costumbre que no puede abandonar, pero eso también es una forma elegante de decir que es un vicio.
—¿Ves a la literatura como algo pernicioso, como algo nocivo?
—No, tampoco es para tanto. Para mí es algo necesario, que además me provoca una gran felicidad, no sólo el hecho mismo de escribir, también el hecho de estar con escritores, el hecho de leer. Gracias a la literatura he hecho un montón de cosas que no hubiera podido hacer de otro modo: viajes, gente, puertas que se abrieron. La imagen del escritor como alguien que se dedica a la literatura nada más y posterga su vida es una imagen bastante chota, bastante cuestionable.
—Vuelvo al tema del oficio. Hace un momento hablabas del escritor como un medio, una antena por la que se manifiesta el hecho literario. En la novelística lo entiendo mucho más, pero en la cuentística, ¿también lo ves de esa manera o el cuento sí sería algo más racional, más premeditado, menos sorpresivo?
—Bueno, nada es totalmente racional ni irracional, pero ¿de dónde sale determinada imagen o determinada idea para escribir un cuento? Además, claro, en el cuento también se va eligiendo, no lo escribís de manera automática. Hay una cosa muy interesante, que me parece la clave de escribir, especialmente narrativa larga pero también se daría en el cuento, que es aprender a preguntarle a lo que ya escribiste. Cuando ya tenés un primer capítulo o incluso menos, pongamos un párrafo, ya no tenés simplemente la idea de cómo va a ser tu texto sino que tenés esa idea más un capítulo o un párrafo, algo que no estaba y que incluso hasta quizás ya traicionó a la idea inicial. No sólo tenés un tono, por ejemplo, sino que ya hay cosas concretas: tenés una mesa, tenés un sillón, tenés una persona haciendo algo. El trabajo del escritor es aprender a preguntarle a ese organismo que ya existe a dónde va, no sólo como una simple cuestión de argumento, sino especialmente de forma. Por ejemplo, el primer capítulo tiene determinadas características, ¿el segundo va a tener el mismo tono? ¿Va a trabajar con diálogos o con descripciones de cosas concretas? En esto se asemeja mucho a la escritura de poemas, lo que de algún modo determina la forma de cada nuevo verso es el verso anterior. Esa idea de preguntarle al texto ¿y ahora cómo sigo? creo te lleva toda la vida.
—¿Cómo es en tu caso ese proceso de relectura para preguntarle al texto cómo seguir?
—Releo todo el tiempo, rápido, salteando. Ahí también hay algo del ámbito del inconsciente, porque vas viendo lo que escribiste y de golpe algo de lo que leés te tira una imagen de lo que va a ser lo que viene. Es casi físico, porque el lector tiene una imagen temporal de la novela, pero yo como escritor tengo una imagen espacial, por lo menos mientras estoy escribiendo, mientras dura el proceso.
—Aclaro para que se entienda mejor que Leopoldo escribe a mano, por lo que la cuestión de lo “espacial” es literal, puede ver el volumen de lo producido, no es un Word que siempre es más o menos similar.
—Claro. Eso es interesante porque es uno de los principales problemas que tengo con el libro electrónico: me cuesta volver atrás, no sé bien por qué parte del libro voy, etc. Alice Munro decía que la escritura es como una casa. La primera vez, no, en la primera escritura es un camino, pero una vez que ya está la primera versión, el texto es como una casa en la que vos podés pasar de un cuarto al otro depende de lo que quieras corregir. Yo necesito ver la estructura armada, necesito ver el plano de la casa, eso es lo más importante.
—Vos tendés a ver la literatura en términos visuales, ¿no? ¿Son como “imágenes” que se te representan?
—Yo creo que sí. O anécdotas, pero incluso las anécdotas siempre tienen una imagen que las resume y que no sabés bien por qué te atraen. Quizás estoy teorizando demasiado, es el problema de hablar sobre literatura, después me termino contradiciendo a mí mismo. Pero corramos ese riesgo: primero tengo una imagen que luego se une a otras y conforman una historia. Pero, por qué esas imágenes me atraen, no lo sé, es el enigma que se descifra en el proceso de escritura de la novela, y no hay felicidad mayor que ver por qué se atraían. Recién hablaste sobre mi última novela que esLa última noche, en ese caso empecé con una imagen que podríamos llamar “real” que era un chico tocando el piano con la policía al lado durante un allanamiento. Cuando se me apareció no entendía ni por qué se había manifestado ni qué quería decir con eso, ninguna explicación de las que encontraba me satisfacía. Cuando me senté a escribir, me pregunté: ¿será para tanto? ¿Qué hago con esta imagen del chico con el piano? ¿No se me caerá por la mitad la novela? ¿Hasta cuándo me va a interesar? Y cuando vas descubriendo que hay más y que hay más y que hay más y que lo que vos creías que había en realidad no era tan así, ahí es donde aparece la riqueza de la novela.
—¿Y cómo detectás qué imágenes son buenas para escribirlas y cuáles mejor descartarlas?
—A veces lo que me pasa es que se me ocurren ideas para otros escritores: “este es un lindo cuento para Luisa Valenzuela”, por lo que me transformo en uno más de los que te dicen “si supieras mi historia, ¿sabés la novela que escribirías?”. Pero insisto en que creo que es la imagen lo que se te clava en la mente. Las historias están ahí, en algún momento se vuelve imposible no contarlas, es como una necesidad. Yo creo en eso de que nadie debería escribir si no siente la necesidad de hacerlo.
—Cambiemos completamente de tema: ¿cuándo supiste que ibas a ser escritor? ¿Cuándo te diste cuenta de que no era sólo leer lo que te interesaba sino que también querías escribir? Vos publicaste muy joven, a los veintiún años.
—Me dí cuenta muy temprano, prácticamente al mismo tiempo que me dí cuenta de que me gustaba leer, escribo desde los doce. Pablo De Santis, que tiene mi misma edad, también empezó a los doce. Creo que tiene que ver con una cuestión generacional, con la época, también con las personalidades, claro, en algún punto somos bastante parecidos. La verdad es que no sé por qué ni cómo lo hacía, no había escritores ni en mi familia ni en mi medio. Además, me van a matar, pero creo que en aquella época un escritor de La Plata no era un escritor como los de Buenos Aires, era un abogado que escribía unos sonetos y tenía un par de libros, no era como ahora. Un verano una tía mía vino a veranear con nosotros y llevó un best seller, una novela de playa, me acuerdo de que era de Silvina Bullrich. Como estaba aburrido, me puse a leerla y me entretuvo, me pareció una linda historia. En ese mismo veraneo me compré un cuaderno y empecé a escribir. Cuando volví a La Plata, por primera vez entré a una librería por voluntad propia y me pregunté “¿qué conozco de todo esto?”. Encontré El diario de Ana Frank, que lo había escuchado nombrar en la televisión, lo compré y me enganchó muchísimo. Ese libro tuvo mucha más importancia de la que creo porque descubrí que Ana Frank quería ser una escritora (hubiera sido una gran escritora), y que tenía mi edad. La pasión con la que está escrito ese diario me animó mucho. Después conocí a María Elena Walsh, que también había publicado a los diecisiete, lo que hizo que tengamos de entrada un gran enganche, yo pensaba “ella me va a entender”. Esas ganas de escapar de la realidad, de hacer otra cosa diferente a la que estaba planeada para mí.
—¿Qué estaba planeado para vos? ¿”Una carrera con futuro”?
—Claro, lo de todo el mundo. Ahora que lo veo a lo lejos me doy cuenta de que ni siquiera lo pensaba en estos términos, pero la vida que veía alrededor me espantaba. Alice Munro dice que hay una versión sobre los escritores muy heroica: “voy a llevar adelante mi carrera literaria contra todo y contra todos”, pero en realidad lo único que uno tiene es un gran miedo de tener la vida que tienen todos, que parece terrible.
—La última antes de pasar a las cuestiones específicas del oficio: ¿qué rol ocupa el lector en el momento en el que estás escribiendo?
—Ninguno. Y me parece una obligación que sea así. Creo que la escritura es el lugar en el que uno habla con uno mismo, especialmente ahora, que la intimidad está tan amenazada y tan acosada. Hannah Arendt tiene una idea muy linda: dice que la acción puramente más humana sería el diálogo del yo con el yo. Y cuando escribo hablo de cosas de las que no puedo hablar en ningún otro lugar, si no, ¿para qué escribir? Eso es lo que me preocupa conservar, aislándome de cualquier tipo de demanda concreta. Mi sensación es que se ha perdido de vista la posibilidad de escribir así, hay como una idea de que tenés que escribir siempre para algo: para publicar, para que lo lea tal…Por supuesto, como dice Gamerro, lo que existe es el lector como instancia, como figura del texto, así como existe el narrador existe el lector, pero como una instancia más. También, claro, desde el momento en el que estás poniendo algo al principio y otra cosa al final, estás pensando en la persona que lo va a leer, pero de ahí a personificar un lector, no. Es más, me aterra esa idea, la opinión del otro tiene mucha importancia para mí, nunca muestro nada de lo que estoy escribiendo, y las veces que tuve que hacerlo por obligaciones contractuales me perturbó mucho. No me llevo bien con la idea de que alguien me haya leído, me genera una sensación parecida al pánico.
—Y, en un punto es lógico, si concebís a la escritura como el espacio más absoluto de intimidad, en el que decís cosas que no dirías en ningún otro ámbito, es comprensible que te dé pánico que lo lean.
—Además, lo que hablábamos antes: haber escrito algo que ni vos sabías que pensabas o que sentías, te da la sensación de que un desconocido sabe más de vos que vos mismo. Y tiene que ver con mandatos personales de no exponer, de guardar. En algún punto yo hago todo lo contrario de lo que quería mi familia o mi medio, que era que yo mantuviera en secreto un montón de cosas. Entonces cuando termino de escribir, me leo y me da la sensación de “ay Dios mío”.
—Además sos un autor bastante autorreferencial.
—Lo que pasa también es que cuando uno inventa es cuando más se expone, el estilo te expone mucho. Además, muy poca gente lo ve porque la vulgata crítica dice que asumir riesgos tiene que ver con hacer determinados “experimentos literarios”, pero para mí el verdadero riesgo es decir lo que tenés que decir, hacer el libro que podés hacer. No el libro que te gustaría, ni el mejor libro de todos, sino ser fiel al propio deseo y que salga el mejor libro posible, ese es un riesgo muy grande y da un miedo espantoso. Pero también hay una satisfacción en esa idea de ser fiel a uno mismo. Algo que tiene que ver un poco con lo que te decía de la visión espacial de la literatura me pasó un día en el que ya había publicado varios libros y los ví todos juntos en mi biblioteca y me dio la sensación física de similitud, hasta eran todos de color parecido, eran como una misma cosa. Fue una enorme satisfacción, porque no sé si será bueno o no lo que escribo, pero siento que es lo que yo tenía que escribir, lo que yo tenía que hacer.
—Como algo relacionado a lo genuino, a una especie de coherencia que atravesaría toda tu obra.
—Sí, supongo que es la sensación de que vienen todos del mismo deseo. Yo creo que el lector ve mucho más las diferencias entre los libros, pero un autor ve más que nada las similitudes. Y está bien, porque cada libro sería un paso más allá dentro de un mismo camino, es lógico que pase eso. Pero sí, siento que hay una coherencia en el tono, en la voz, que es lo que más cuesta mantener. Es la pelea por la necesidad de mantener el propio lugar frente a la crítica, a la academia, a la industria cultural.
—Ahora noto que quizás se esté dando lo opuesto, como si en la generación posterior a la tuya hubiera cierta búsqueda que apunta a que cada libro sea absolutamente novedoso, que plantee una ruptura con lo anterior.
—Yo no es que lo busque, pero cuando no hago lo que tengo que hacer me doy cuenta porque se me cae. Nadie te pide que escribas —qué novedad—, entonces de ahí viene el gran desprestigio de la literatura. Que un chico de doce años quiera ser escritor es una pretensión absolutamente infundada, pero vos partís de ahí, ¿qué le vas a hacer? A todo el mundo le parece absolutamente ridículo precisamente porque no esperan eso de vos eso, a lo sumo esperan que estudies literatura para que tengas un sueldo y vivas “de algo digno”, pero nadie quiere que seas escritor. Ese desprestigio se veía muchísimo más en los 90.
—Bueno, hablemos un poco del oficio en el sentido más duro de la palabra. Mencionaste que tenés unas notas dispersas, y que el trabajo, por lo menos al principio, consiste en unirlas de alguna manera.
—En algún momento se me unen solas. Con esas notas empiezo a escribir, e inmediatamente genero notas nuevas, porque se me empiezan a ocurrir cosas de lo que va a pasar después. Lo que hablábamos de preguntarle al texto, ¿no? Tengo un cuaderno que podríamos llamar “principal”, en el que escribo el texto y aparte una libretita con notas. Otro motivo por el cual elijo la escritura manuscrita es que como lo primero que tengo es una versión completa en el cuaderno, me resulta absolutamente fascinante y productivo pasar el texto a computadora: es un proceso muy rico, porque reescribo con una distancia que me permite un montón de cosas, es mucho más que una corrección. Y después empiezo a investigar.
—Al tener una primera versión completa, en la instancia de pasar a la computadora podés ver bien claro cómo funciona toda la estructura.
—Claro. Hago una primera versión a mano, muy rápido, porque lo que más me importa es tener la estructura y no perder el aliento. Una vez leí que Guillermo Martínez decía que él trabaja de una manera en la que yo no podría, me daría tanta ansiedad que me generaría angustia: él no escribe la siguiente oración si la que está escribiendo no es perfecta, no es la definitiva. Yo primero escribo una primera versión absolutamente ilegible a la que incluso le faltan palabras, porque quiero tener el armado, quiero tener el aliento, la atmósfera. Después que tengo eso, voy pasando “de cuarto en cuarto” por la novela y voy corrigiendo. En la instancia de pasado a la computadora se me van ocurriendo cosas, y después investigo un montón. No en el sentido en el que investiga un historiador, sino cosas que a mí me disparen ideas, por ejemplo, ahora estoy trabajando en una novela que transcurre en septiembre, entonces estoy investigando (“mirando” en realidad, “percibiendo” podríamos decir) cómo es septiembre. No por un afán de realismo sino porque me inspira muchísimo: si yo ya conozco determinado personaje, cómo actúa, cómo piensa, si además sé cómo es el clima en el momento en el que transcurre, también puedo saber cómo se viste (por darte un ejemplo). Y eso va generando narración, nada genera más narración que los detalles concretos. Si intentás escribir una novela sobre el amor no te vas a imaginar nada, ahora si vos pensás no sé, te tiro un lugar un común, en un relato sobre pañuelos, algo vas a escribir. En el tipo de narración que hago yo lo que me impulsa a seguir son las impresiones de los sentidos, lo que se ve, lo que se palpa.
—Tengo otra cita, que me parece un buen disparador y si no me equivoco tiene relación con esto de los detalles. El narrador de Una misma noche dice: “Y comprendo que la escritura es una manera única de iluminar la conexión entre el pasado y el presente. Y eso me orienta a empezar, no como quien informa sino como quien descubre”.
—Sí, estoy de acuerdo, tiene que ver con los detalles. Lo puedo explicar con el origen de Una misma noche. Yo estaba leyendo una novela muy buena, escrita con mucha habilidad, de una escritora que se llama Marcela Solá. La narración transcurre en la dictadura, y la protagonista, que tiene una hermana desaparecida, urde un plan muy extraño que consiste en dar un concierto en el Colón (ella vive en Europa) con la secreta ilusión de encontrar el momento de quedarse a solas con algún militar. Luego de sufrir muchísimas críticas de su entorno porque piensan que es algún tipo de colaboracionista, finalmente lo logra. Pero cuando tiene que empezar a tocar, no puede, la tensión es tanta que se desmaya. Cuando leí ese pasaje (que me pareció terriblemente conmovedor), de golpe me acordé de que cuando yo tenía doce años, en La Plata (no tengo ni que explicar lo tremendo que era La Plata en esa época) entraron en mi casa para hacer un operativo rastrillo. Yo estaba practicando porque tenía un examen de piano, retuvieron a mi vieja en la vereda y a mi papá lo hicieron ir por todos los cuartos de mi casa para ver si había alguien. Y yo me quedé con un tipo que tenía un arma de gran porte, y seguí tocando el piano, era algo muy absurdo. Lo último que me acordaba era que cuando terminé la pieza que estaba practicando, el tipo me dijo “qué lindo pibe, eh”. Bueno, ese recuerdo estaba totalmente borrado, pero cuando me vino a la cabeza, empecé a rearmar todo y a tomar notas y esas notas eran acerca de los detalles: me acordaba que los tipos tenían un Torino naranja y no un Falcon verde, que eran muy elegantes, que tenían una especie de sobretodos de esos té con leche. Y la ropa me dio otra pista: si estaban tan abrigados, el hecho tiene que haber sucedido o a fines del invierno del ’76 o principios del otoño del ’77, ya tenía una fecha. Como me acordaba que estaba preparando el examen de piano, subí al altillo de mi casa y busqué los libros con los que estudiaba: los encontré y me acordé de que estaba preparando una pieza de Bach. Dos segundos después fui a YouTube, busqué la pieza y ahora también sabía cuánto dura. Entonces, la conexión con el narrador se transformó en algo impresionante, mucho más poderosa que la que provoca contar algo verbalmente. Y ahí me propuse lo que finalmente creo que más o menos me salió que es que después de cuarenta años de escuchar cosas sobre la dictadura, de escuchar testimonios terribles (muchísimo peores de lo que me pasó a mí, claro), me dije: “¿de qué me acuerdo yo? ¿Qué me pasó a mí?”. Y ahí, meterme en la cabeza de un pibe de doce años, ¿qué percibe? ¿Qué entiende de lo que está pasando?
—Me imagino que ese trabajo es aún más difícil porque tenés que retrotraerte a tu mentalidad de aquella época, a lo que sabías o percibías entonces.
—Claro. Ése es el verdadero trabajo. Además, me hizo darme cuenta de otra cosa que me fascinó: yo conocí la palabra “desaparecido” en 1980, cuando fui a Inglaterra, acá no existía la entidad del desaparecido. Pero sin embargo, yo creo que uno sabía más o menos qué estaba pasando: por algo no pasaba por determinados lugares, por algo siempre llevaba los documentos, etc. Y a partir de eso, trabajé toda la novela con percepciones reales, cosas que recordaba: datos físicos, cómo era tal la persona, como era determinado lugar. Y a eso le sumé historias que yo me había enterado en esa época, traté de sumarle la menor cantidad posible de datos posteriores. Y te decía que fue muy provechoso porque sin quererlo (estas son las cosas que uno se entera sólo después de haber escrito) me fui enterando de anécdotas de gente que hasta ese momento no había sido parte de ninguna ficción porque no eran ni víctimas ni victimarios ni héroes, ni siquiera militantes. El horror de lo cotidiano. Es algo muy poderoso para los lectores de Latinoamérica, aquellos que conocen nuestra historia pero con menos detalle. Con Cuando se editó, Alfaguara me llevó a una mini gira por varios países, y se me acercaba gente que me contaba pequeñísimas anécdotas que los habían marcado para siempre, las contaban con mucho dolor, con mucho nerviosismo, con gran vergüenza, porque a mucha gente le da culpa contar su anécdota mínima sabiendo que a una mujer le desaparecieron tres hijos. Pero al mismo tiempo, con una gran sonrisa, supongo que de liberación. Me acuerdo que en Uruguay, una persona se me acerca y me dice al oído, bajito: “¿sabés lo que me pasó a mí una vez? Un día, yo estaba en la escuela, que quedaba al lado de una casa operativa. Viene la directora y nos dice que rajemos porque se enteró de que los militares van a atacar la casa. Yo vivía en el campo, lejos del colegio, así que me quedé en el aula, no supe qué hacer”. Esta persona se bancó todo el ataque abajo de un banco a los siete años. Una cosa horrorosa que cuando te la cuentan, vos decís “¿de qué te reís?”. Pero creo que es eso, que es como sacárselo de encima. Antes no se contaban esos hechos, y son cosas que te marcan para toda la vida. Y lo más importante, todo el mundo tiene esas cosas, todos los vecinos tienen una experiencia. Yo hice como una experiencia de científico, en lugar de poner a reaccionar sustancias, puse a reaccionar vecinos, siempre con cosas que realmente pasaron. La gente me dice “qué barrio terrible”, pero toda la gente de la época vivió situaciones similares. El tema es que siempre se trata de poner el monstruo lo más lejos posible.
—Cambiamos completamente de tema: ¿qué lugar tiene la publicación en el momento de la escritura? ¿Todo lo que escribís en algún momento se publica?
—No. Hay muchas cosas que no me salen. A riesgo cometer un exceso de sinceridad, te voy a decir que muy pocas de las cosas que escribí me dieron la sensación de estar haciendo literatura. Creo que es algo que te pasa dos o tres veces en toda la vida, mientras tanto vas haciendo intentos, como la idea de la antena o del pararrayos, te vas colocando en distintos lugares a ver cuándo te cae. Habitualmente no te cae.
—¿Tenés novelas enteras escritas y corregidas que no publicaste ni vas a publicar?
—Terminadas sí, corregidas no. Que cuando la estás terminando decís: “uy, ¿para qué hice esto?”. No me gustan. También eso de cuidarse, ¿no? Porque si cuando estás escribiendo tenés la certeza de que lo vas a publicar, todo empieza a tener mucho peso. Por otro lado, la publicación en abstracto no existe, uno no publica “cualquier cosa”, uno publica determinado texto en determinado momento en determinada editorial. También hay como una especie de demanda que se hace sobre los escritores respecto a instancias quizás más “prestigiosas” de ser un escritor, que tienen que ver con que si algo te salió bien, hacé más de lo mismo. Y eso es lo único que no quiero hacer: ¿para qué escribir algo que se repite? Yo necesito sentir que lo que estoy haciendo es nuevo. Si no lo sintiera, se me moriría inmediatamente el placer de la escritura.
—Sobre todo si entendés a la literatura como la entendés vos, como un proceso de descubrimiento.
—Claro, me aburriría. Y escribir aburrido me parece la deshonestidad más espantosa que puede haber.
—Y si te aburrís vos, imaginate lo que le pasa al lector.
—Pero guarda que no siempre es así. Yo tengo una amiga cantante de tango, que una vez me dijo “yo estoy harta de cantar Volver. Odio el tangoVolver y todo el mundo me lo pide. El otro día, tocamos con un músico invitado que era europeo, y el único tango que sabía era Volver, así que lo tuvimos que hacer. Y yo, como siempre, me sentía aburridísima cantando ese tango de porquería, pero cuando miro al público, veo a una señora a la que se le caían dos lagrimones, conmovidísima. No puedo ser tan desgraciada, que conmuevo a alguien desde mi aburrimiento total”. No es lo mismo una cantante que un escritor, pero puede pasar. Igual, creo que se nota. Hace poco leí un texto que me generaba cierta incomodidad por la rigidez de la prosa y me di cuenta de que era alguien que hacía para mí algo inconcebible que es idear la obra y luego ejecutarla sin ningún tipo de sorpresa. Volviendo a la metáfora arquitectónica, es como que hizo el plano y después lo construyó sin ninguna modificación en el medio. Hasta me parece imposible que se pueda hacer una casa de ese modo.
—Claro. Además, lo imagino muy difícil de llevar a cabo.
—Claro, y aunque se pueda, se nota. En este caso, la rigidez era sorprendente.
—¿Sos de los escritores sistemáticos? ¿Tenés un horario de trabajo establecido?
—Todo lo que hago tiene que ver con la literatura. Cuando me preguntan “¿vivís de la literatura?”, si la pregunta es específicamente si vivo de los libros, la respuesta es “no”, no vivo de los libros, pero sí vivo de cosas relacionadas con la literatura: los pequeños oficios que tenemos todos (traducciones, artículos, etc.). Y, claro, también los libros y también de los premios.
—Pero al margen de esos oficios satélite que todo escritor está obligado a desarrollar, ¿sos sistemático con la escritura específicamente ficcional? ¿Ocupa un espacio en tu agenda cotidiana?
—Sí, claro. No sé cómo será con los cuentistas, pero si estás escribiendo una novela, creo que no hay otra forma. Yo me levanto muy temprano, al revés que cuando era chico que escribía de noche, cuando se dormía la familia. Ahora escribo cuando la familia todavía está dormida, necesito silencio. También creo que es una cuestión de auto–hipnosis, tiene que ver con los tiempos más que con los espacios, con ciertos ritos. Uno siempre hace las mismas cosas, la misma rutina, entonces terminás entrando como en trance de escritura.
—En una escena de Una misma noche, el protagonista (que es escritor) dice que recuerda lo que hizo en determinado momento no porque tenga buena memoria sino porque siempre hace lo mismo.
—Claro. Eso sí es un poco autorreferencial. Son cosas menores como sacar a los perros, darles de comer, tomar mate, leer un mail… Y siempre son las mismas. Además, pasa otra cosa, como mi objetivo es la literatura, como yo siento que mi vida está justificada por la literatura, trabajando de esta manera a las nueve de la mañana ya justifiqué mi día. A esa hora dejo de escribir la parte creativa, digamos, después puedo seguir corrigiendo o trabajando el texto de algún otro modo. Pero por otro lado, no podría dedicarle más de dos horas por día a escribir la primera versión de una novela, me agota, requiere una gran concentración. Y también es bueno por otro motivo: tenés que poder parar en el momento en que se te plantean determinadas intrigas para resolverlas durante el día.
—Hemingway decía eso: Siempre dejá de escribir sabiendo cómo vas a empezar mañana. Porque de manera inconsciente, seguís escribiendo durante todo el día.
—Claro. Me encanta esa frase. Y también lo que dice Marguerite Duras: cuando estás en estado de escribir una novela, todo parece que escribe. A mí me pasa eso. Si yo estuviera con la primera versión, ahora veo que él tiene un sweater rojo y digo “ah, ese sweater me viene bárbaro para tal personaje”.
—Cuando terminás una novela, el proceso completo, ¿te ponés a escribir otra inmediatamente?
—Sí, por desesperación, pero en general no funciona porque me suele salir algo muy parecido a lo último que escribí. Una amiga pintora me dijo que es necesario que suceda eso, entonces me relajo. Porque tenés que agotar esa forma, limpiarte de esa forma, hasta que de golpe aparece otra. Pero mientras no aparece es bastante angustiante, porque además a mí me pasa algo que es que yo no sé lo que es ese “terror a la página en blanco” tan famoso. Será por esto del oficio que hablamos recién, pero yo puedo llenar páginas, el tema es que son páginas vacías. El bloqueo mío no es en términos de no poder escribir sino de escribir cosas que no son literatura, o que no tienen la intensidad que yo creo que tienen que tener.
—¿Cómo trabajás los personajes? Hay cierta autorreferencialidad, o personajes públicos como Discépolo. ¿De dónde salen los nombres propios?
—Empecemos por los nombres: nunca fui muy consciente, lo que quizás conspira contra mí, los nombres suelen ser lo primero que me sale de un personaje, y le soy fiel hasta el final. Pero también pienso que aunque el nombre de cada uno de nosotros sea algo arbitrario, todos podemos tener muchos nombres: tenés un apellido, te pueden decir “el periodista”, cosas así. Ese acto de nombrar, que es el primero de la creación, que es primordial, en mi caso no es el resultado de una decisión consciente. Tengo un personaje, le adjudico un nombre, y a partir de ahí se organiza el resto. Y creo, pensándolo ahora, que la manera de nombrar tiene que ver con eso que uno siente con cada escritor: vos leés una línea de tal autor y sabés que es el mundo de él, que es su forma de expresarse, y creo que los nombres sintetizan eso. Lo que pasa también con todas estas cosas es que a mí me gusta mucho la idea de aprender el oficio, la técnica, esto que estamos hablando, pero el otro día la escuchaba a Susana Rinaldi que decía algo muy interesante: uno tiene que aprender canto, pero para olvidarse de lo que aprendió. Es decir, para que en el momento en que dispongas de la batería de herramientas, las uses de manera natural, que cuando me cuentes algo lo tengas incorporado, que te hayas olvidado de que aprendiste algo y lo estás aplicando. Volviendo a los personajes, creo que los trabajo más mediante la acción, lo que hacen. La descripción física es algo que viene más en la etapa de corrección, para que el lector los pueda identificar, pero creo que se van construyendo a partir de lo que hacen, que es lo que mejor me sale. Y me parece, finalmente, que el oficio radica en aprender a callarse, no tiene que ver con ser más breve o más extenso sino con las zonas de secreto que tiene cada texto y que hay que ir descubriéndolas, pero a la vez manteniéndolas medio ocultas. Sugerir, trabajar los silencios.
—¿Se puede enseñar a escribir?
—Todas esas preguntas de si existe un oficio tienen que ver con el prestigio general que ha habido sobre el hecho de escribir, y que nadie se las preguntaría seriamente a ninguna profesión. ¿Se puede aprender la medicina? Por supuesto. Pero ¿se aprende a escribir en un taller? Bueno, no se aprende todo. ¿Se aprende a cantar con un maestro de canto? Y, no, tenés que tener algunas cosas que te sean propias: una personalidad, una disciplina, pero seguro que algo te va a ayudar. Si la pregunta tiene que ser respondida sí o sí de manera absoluta es: “no, no se puede enseñar a escribir”. Pero es obvio que alguien va a escribir mejor si se preocupa, si aprende algunas cosas y escribe cotidianamente. Nunca va a estar de más aprender, a nadie le puede hacer mal saber que tal novela existe o que tal autor existe y que trabaja de determinada forma. Pero también creo que cada escritor tiene poco para enseñar, no me parece que funcionen los talleres que se extienden años y años, lo que yo puedo transmitir y enseñar es poco, cada alumno tiene que ir recolectando enseñanzas de diferentes lugares. El taller, eso sí, sirve mucho para conocer pares, que para un chico es algo muy importante. No en términos de contactos o de relaciones sociales, sino literalmente conocer pares. Para mí fue muy importante asistir a talleres (fui poco, igual), porque me sentía parte del gremio. Cuando gané el Premio Clarín, el jurado estaba integrado por tres escritores absolutamente diferentes: Andrés Rivera, Augusto Roa Bastos y Vlady Kociancich. Para mí lo mejor no fue el prestigio que te brinda el premio, ni el dinero. Obvio que eso es gratificante, pero lo que yo sentí por primera vez es que tres personas del oficio me admitían en el gremio, tres personas que piensan tan diferente y que tienen gustos tan diferentes dijeron “bueno, estamos de acuerdo en que esto es una novela”. Eso es maravilloso.
—Lo ves casi como un club exclusivo.
—Claro. Mirá, te cuento una intimidad: cuando viajo a alguna feria del libro o a algún encuentro de ese estilo, yo disfruto mucho los desayunos, porque están todos los escritores que nunca ves porque es un oficio muy solitario, entonces tenés la oportunidad de sentarte a una mesa con amigos o por lo menos con gente que comparte tus intereses. Quizás el que tenés en frente escribe de una manera opuesta a la tuya, pero trabaja de lo mismo que vos, tiene una parte importante de su vida en común con la tuya. A mí me indigna mucho cuando hablan mal de escritores, por el mismo tema. Hay, aún hoy, muchos prejuicios con el tema: el famoso “ego” de los escritores es un ejemplo. Estoy convencido de que lo que hay es una gran envidia, porque en nuestro caso, ese ego nos llevó a hacer algo que nos gusta, y no nos obligamos a nosotros mismos a triunfar en algo “productivo”.
—¿Qué libro le recomendás a alguien que quiere escribir? Si la pregunta es muy específica, la podemos reformular en ¿qué libros te dieron a vos ganas de escribir, o te enseñaron algo del oficio?
—Yo creo que cada uno tiene que tener un camino de lectura personal, al que le tiene que ser fiel. Yo tengo “santos patronos” que van cambiando según la época. Ahora estoy con una escritora que se llama Eudora Welty: la estudio, bajo monografías. En otros momentos estuve con Conrad, o con Dostoyevski. Pero creo que un escritor se va haciendo de una manera bastante intuitiva, en el camino mismo de lectura. Me parece que lo que uno tiene que hacer es leer primero los libros que le despiertan pasión, y cuando los termina preguntarles a esos libros por la recomendación del siguiente. Antes estaba muy enamorado de Alice Munro, y ella me recomendó a Eudora Welty. Creo que hay que escaparle a los programas de lectura, porque matan el placer y la posibilidad de conocer a través de la ficción.
—Última pregunta: cuando estás en la etapa creativa, ¿leés cosas adrede para influenciarte, ya sea en el tono, en el tipo de lenguaje, etc.?
—Cuando estoy atravesando esa etapa no puedo leer ficción, lo cual me angustia mucho porque me encanta leer. Pero es algo hasta casi cognitivo, no tengo espacio mental para dos ámbitos de ficción simultáneos, entonces leo un montón de cosas totalmente subalternas, me gustan los textos subalternos, que además me inspiran. Pero volviendo a eso de la influencia, uno tiene que ir haciendo su propia voz, no hay que tener miedo. Los escritores que te gusten se te van a pegar más, pero no hay que tener miedo a la propia voz.
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Tomado del blog de Eterna Cadencia
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