Lo mucho que hay que hacer (1)
Había columnas de organizaciones estudiantiles y movimientos ácratas, indios peruanos e indios sioux bailando en traje ceremonial, científicos enarbolando un pizarrón enorme, víctimas del huracán Sandy agitando salvavidas, una fogosa banda de bronces de Nueva Orleáns, veteranos del ecologismo y ceñudos trabajadores metalúrgicos, un movimiento de madres por el futuro y otro de abuelos por sus nietos, al costado del desfile había una vigilia de meditadores zen, pero sobre todo había jóvenes, y al frente, detrás de un girasol de diez metros de diámetro, no perdían la ocasión de anotarse Al Gore, Ban Ki Moon y el alcalde De Blasio. Había tambores, maracas, matracas y voces de todos los timbres y todas las edades. La variedad y el colorido derrotaban las palabras: había 310.000 manifestantes, el gentío más denso reunido hasta hoy bajo consignas como “No hay planeta B”, “Trabajo, justicia, energías limpias” o “Frenemos a los consorcios petroleros”. La Marcha del Pueblo por el Cambio Climático, el 21 de septiembre pasado en Nueva York, era una fiesta de algarabía rabiosa. Vistas las filas nutridas de sindicatos, ningún maximalista habría podido desecharla como una veleidad verdosa. Cuando las columnas entraron en la Avenida de las Américas bajo un cielo plúmbeo, sin embargo, las moles de los consorcios las recibieron con una sequedad inmutable, y hasta con fluorescentes encendidos en oficinas de trabajo sin tregua. Mucho peor fue cerca de Times Square, donde la marcha, frente al esplendor desaforado de las marquesinas y las pantallas, era sucesivamente eclipsada por el Espectáculo. El ánimo tendía a flaquear ante el desdén simultáneo de la cultura de la mercancía, la partidocracia socioliberal y la cultura izquierdista de la liberación por el progreso, por lo que presumiblemente todas consideran voluntarismo ingenuo condenado al fracaso. (Y más flaquearía al día siguiente, viendo la circunspecta información secundaria de la prensa de todo el mundo, incluida la prensa latinoamericana independiente, siempre escudada en que hay urgencias mayores). Pero esas columnas voceaban el derecho a la existencia, y no sólo de los desheredados sino de una parte incalculable de la humanidad indivisa. La gravedad de la situación, la cortedad del tiempo que queda para frenar un descalabro planetario que prevén científicos nada inocentes, se ha descrito de muchas y detalladísimas maneras. He aquí una: de seguir este ritmo de emisiones, para fines de siglo el mundo habrá duplicado la concentración de gases de efecto invernadero; la temperatura subirá entre tres y ocho grados Celsius, se fundirán los glaciares, proliferarán las sequías en latitudes bajas y medias, caerá en picado el volumen de cosechas, campeará el hambre, subirá el nivel de los mares, desaparecerán islas y zonas costeñas enteras, se perderán miles de especies y proliferarán las pestes; a los que sufren o mueren hoy por guerras, explotación, tiranías y escasez se sumarán miles de millones. Meteorólogos de la Administración del Océano y la Atmósfera de Estados Unidos confirmaron que este verano del Norte fue el más caliente que se haya registrado nunca. A los consorcios les resbala: tres siglos de crecimiento económico, y su riqueza delirante y la de los países imperialistas, fueron impulsados por combustibles fósiles. Los países emergentes no lo ignoran; China, México, Sudáfrica y Brasil ya ultiman nuevas estructuras de extracción; Argentina también. Reconvertir esta economía a alternativas preservadoras es costoso pero no imposible; hay un grueso de estudios de tecnología, economía, geología, socio y antropología, ingeniería; la médula del asunto es política. Una médula obtusa. Lo que está en juego no es tanto la supervivencia de la Tierra, sino de una parte incalculable de la vida en su versión terrestre; una escisión más brutal entre los que tienen y los que no. Pensado en términos de filosofías perennes, de karma o eternidad, la extinción de media humanidad o de toda no debería inquietar más que la de un individuo: sería un regreso abarcador a la plenitud, el vacío o la quietud mineral de la materia para la cual, dice Freud, la emergencia de la vida fue un escándalo. Claro que no es esta visión la que nutre las truculentas fantasías post-catástrofe al estilo Los juegos del hambre que nos tienen abotagados y satisfechos con el día del juicio. La marcha de Nueva York fue una fiesta que decía: No al suicidio inducido. Sí a la libertad de las generaciones. Parecía iluso. Las moles de los consorcios no se van a conmover hasta que los Estados las acorralen, y ningún partido político va a hacerse cargo del peligro hasta que se desayune con que no va a ganar unas elecciones sin priorizar estos temas en su programa y presentar un plan de leyes. Mal que nos pese a los que aprendimos de Foucault a no amar el poder, el movimiento por el fin de las emisiones se enfrenta con el capitalismo en el terreno de la política, y la acción efectiva requiere formas de organización, propaganda y lucha, nuevas pero no del todo reñidas con algunas de las estrategias que terminamos de desechar después de la caída del Muro, del desastre del socialismo real y el fracaso de las vías revolucionarias. La marcha del 21 habría sido mucho más efectiva si al día siguiente, lunes laboral, en vez de apenas tres mil escrachadores rodeando la Bolsa de Nueva York, hubiera habido multitudes colapsando Wall Street, o el camino de los dirigentes del mundo a la ONU. Naomi Klein asegura que después de la crisis de 2008 ve cada vez más jóvenes comprometidos con la política, resueltos a cambiar el equilibrio de poder, conscientes de que no van a reproducir las estructuras centralizadas del leninismo, los verticalismos monolíticos, pero convencidos de que la situación es demasiado cruda como para hacer caso omiso de las instituciones. Es evidente que hay un giro, sí. Pero la tarea de influir en el poder sin resignar la autonomía se estrella contra algunas tapias mentales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario