Las pérdidas
10-07-2014 | Gabriela Cabezón Cámara, Jimena Néspolo
Compartimos el texto que Gabriela Cabezón Cámara leyó en la presentación de El pozo y las ruinas, de Jimena Néspolo.
Por Gabriela Cabezón Cámara.
El pozo y las ruinas es una novela morosa hecha de vértigo: una novela tensa y dinámica que sin embargo se toma su tiempo, que se demora la descripción de fotografías que no muestra y que lo muestra al tiempo congelado en las fotos que elige mostrar y que nos pasea de punto de vista en punto de vista, de perspectiva en perspectiva y de género en género -del melodrama al diario, del diario íntimo a la prensa, de la canción a la deriva de la conciencia, del cuento al diálogo dramático- para abismarse en la cuestión de la identidad que aquí se construye discontinua pero íntimamente tramada.
De dos: quién es Seg Cabrera y qué es una novela. Seg Cabrera, Segismundo cuando firma sus primeras fotos, es el personaje del que trata el libro. Un fotógrafo de un diario de acá que arranca perdiendo casi todo en una manifestación en Londres pero termina ese primer capítulo conociendo un placer que nunca antes: pierde sus papeles, la dirección del hotel, incluso el nombre del hotel y termina la noche extraviado del todo en un encuentro de sexo felicísimo con una mujer.
Ese primer capítulo lo anuncia: esta novela se trata de las pérdidas. Seg ha de perder a su mujer, que sencillamente no está en casa cuando él logra volver a Buenos Aires. Perderá luego, a raíz de esa primera pérdida, su trabajo. Bastante perdido ya, tendrá tiempo libre para ver una telenovela: dos gemelos que fueron adoptados, cada uno de ellos no sabía de la existencia del otro, se encuentran y se enfrentan. Un poco más perdido todavía, buscará sus primeras fotos, las de su viaje a Bolivia, las fotos que más abundan en el libro. Y leerá su propio diario y se abismará en la extrañeza de ser y no ser el mismo que lo escribió.
La fotografía es una marca fuerte en esta novela. Su mera presencia abre el libro, lo saca del ámbito de lo estrictamente literario, las fotos vienen de afuera de la literatura, las fotos suelen tener la pretensión de ser una representación de la realidad. Un recorte, sí, pero de cualquier modo todo a imagen y semejanza de su referente.
Esta novela, entonces, se parte en distintos géneros, ya lo dije, mails, escritos policiales, manuales de uso de cámaras, el diario íntimo, la prensa -hay una entrevista que es una especie de show de la crueldad-, el melodrama. Además, El pozo y las ruinas manda al lector afuera de sí en cada foto. Ese fuera de sí aparece reforzado en los paratextos, en la página de los derechos del libro: el copyright de las fotos es ¡Seg Cabrera! Yo lo guglié, no lo encontré; de todos modos, da igual: el libro se abre, pide una lectura que lo exceda, una lectura que lo ponga en serie con la historia.
Y lo logra. De pérdida en pérdida, Seg Cabrera se introvierte y de esas introversiones, como si se replegara sobre sí el libro, surgen, yuxtapuestos, fragmentarios, los otros géneros que hacen avanzar la trama: no para adelante, acá se avanza para adentro y para atrás. Cada vez más. En el camino, aparecerán las voces de los padres. En la de la madre, en las escenas de infancia donde ella lleva la batuta de un modo u otro, aparecen como homenaje manifiesto ecos de Manuel Puig, el escritor al que de algún modo remite este libro que hibrida géneros y voces diversos sin discriminar entre lo culto y lo popular.
Cerca de ahí, de la voz de la madre, la del padre. Y cerca de la del padre, el lugar del terror, el origen en el que se abisma Seg Cabrera. En ese origen, en ese despojo y desamparo total, en esa foto que la novela no muestra, la más importante de todas, la que no sacó Seg, la pérdida primera, la que quizás llevó a Jimena Néspolo a arrimar la diversidad de voces y perspectivas que arrima porque ¿cómo se cuenta ese horror hoy, casi cuarenta años después?, ¿cómo puede una novela?
Las preguntas son más, claro. Y se responden con literatura. Acá está El pozo y las ruinas, poniéndose en serie con la historia.
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