A propósito de la publicación de "Diarios" de Abelardo Castillo, una fecha de sus días.
CORTAZAR (1973)
Este año (1973) he conocido personalmente a Cortázar, de la manera más insospechada y cómica. Una mañana, a eso de las nueve y media, me llaman por teléfono y una voz grave me pregunta si ésta es la casa de Abelardo Castillo. Yo le digo que sí, en bastante mal tono porque estaba medio dormido, quizá me había acostado dos horas antes. La voz me dice: “Le habla Julio Cortázar”. Y yo, con absoluta indiferencia: “Ah, sí, qué bien”. Esto sólo es explicable por esa manía tan nacional de sospechar que si una voz en el teléfono nos dice que habla Julio Cortázar sólo puede tratarse de una broma. Supuse que era Athos Barbieri o algún amigo de San Pedro que, cuando me oyera contestar: “¡Ah, Cortázar!, pero cómo le va, qué sorpresa”, iba a decir: “Así que a Cortázar lo atendés de mañana y con nosotros te hacés el raro...”. La voz, un poco cortada, me dice: “Pero, ¿hablo con la casa de Abelardo Castillo?”, y en el “pero” y en el “Abelardo” noté el gangoseo típico de Cortázar, que pronuncia la “r” a la francesa; no podía ser Athos ni mucho menos mis amigos ajedrecistas quienes, hablando en general, no son lingüistas tan refinados como para reparar en detalles fonéticos. Le digo: “Pero, quién habla”. “Cortázar”, me dice Cortázar. Vuelvo a notar la “r” francesa y le digo que me perdone, que estoy medio dormido, me acuesto muy tarde, estoy durmiendo con mi novia, qué sé yo qué disparates. O eso de decirle que estaba durmiendo con Sylvia sucedió más tarde, cuando volví a pedirle disculpas personalmente. El hecho es que Cortázar quería conocerme, lo que viene a ser algo así como el mundo puesto al revés, Julio Cortázar en la Argentina, yo que ni siquiera me había enterado y él que quería verme a mí. Le propuse encontrarnos donde él quisiera, y él mismo dijo de venir a casa. Le pregunté si podía invitar a algún integrante del Escarabajo. Me pidió que no hubiera demasiados, porque los argentinos hablábamos muy alto y ya estaba desacostumbrado a nuestros decibeles. Sylvia recuerda que cuando yo le comenté a Cortázar que estaba durmiendo con mi novia, él dijo: “No hay nada más lindo que dormir con la novia”. Cortázar vino a casa esa tarde. Cuando lo atiende Sylvia, ocurrió un mínimo milagro. Estábamos oyendo jazz, a Charlie Parker, pero por pura casualidad. La radio del escritorio estaba prendida, no era un disco nuestro. El dijo: “Qué linda música”, como si nos agradeciera algo. Yo le dije que no, que no era una grabación nuestra, era algo mucho más extraordinario. Era la radio, como si la radio, cuando él entró, se hubiera puesto a tocar por su cuenta el saxo de Charlie Parker. No le pareció asombroso, más bien le pareció natural. En su literatura se nota que estos pequeños milagros le parecían naturales.
Más tarde llegaron Liliana Heker, Bernardo Jobson, uno o dos más. Lo que nos asombró esa primera tarde fue no encontrar en Cortázar el humor de sus libros, el de Cronopios o de algunos capítulos de Rayuela. Me pareció un alto señor muy serio, casi circunspecto, muy tímido, que hablaba en voz baja y, que cuando se reía, se tapaba la boca con la mano. Hablamos muy poco de política. El mismo confesó no entender mucho del tema. Apoya a Cuba, a Nicaragua, al movimiento obrero argentino y a los movimientos de liberación por razones viscerales, aunque ésta no es del todo la palabra. No da la idea de ser un hombre visceral. Sus razones políticas son más bien impulsos éticos. Da toda la impresión de creer, sin pudor, en lo sobrenatural: cuando habla de vampiros, cruza los dedos. Cuando habla de los cronopios los describe como a objetos o seres reales: los vio por primera vez en un teatro, él estaba en un palco y de pronto los cronopios bajaban de alguna parte. Y, cuando lo decía, hacía el gesto de cronopios bajando y los seguía con la mirada. En esos momentos, impresiona un poco. Elogió el sentido del tiempo en la narrativa de Vargas Llosa, pero pareció asombrado por su falta de humor. Me dijo que una vez fueron juntos a ver una de las grandes películas de Chaplin, no sé si no era El pibe, y que Vargas Llosa no se rió ni se conmovió ni le encontró mérito de ninguna clase. Yo me callé la observación de que, aparte de falta de humor, eso me parece, más bien, un grave defecto moral. No habló mal de ningún escritor argentino, cosa muy rara entre escritores argentinos, aunque yo creo que, en parte lo hace, o lo hizo, por una especie de astucia candorosa, no por las mismas razones por las que Marechal no hablaba mal de nadie. Cortázar se cuida un poco, por su condición de argentino a medias. Es ambiguo y querible, sobre todo, pude comprobarlo, muy querible para las mujeres. Es altísimo, cerca de dos metros. Una combinación rarísima de gigante y de huérfano. Tiene casi sesenta años, barba absolutamente negra, pelo negro y tupido; parece un hombre de treinta que se ha dejado crecer la barba para parecer mayor. Hasta que nos reencontramos, esa misma noche o alguna otra, no lo oímos reír. Estaba entusiasmado por recorrer “el barrio de los piringundines”, en la calle 25 de Mayo, y nadie se animaba a decirle que a estas alturas ya no había tantos piringundines como él recordaba, pero igual nos fuimos a caminar por la calle 25 de Mayo, por Alem, a tomar vino y a comer en algún bodegón del Bajo. Y ahí sí, ahí apareció el verdadero Julio Cortázar. Después de unos vasos de vino, el humor de Cortázar es irrefrenable. Está hecho de cosas mínimas, como las que a veces pone en sus libros. Contó una miniatura inolvidable. No sé si en Villa Crespo o en Flores, o tal vez en Banfield o en alguno de los pueblos donde vivió, había una profesora de Teoría y Solfeo, una de esas señoritas mayores un poco mamarrachos, un poco patéticas. Esta mujer tenía unas tarjetas de presentación donde decía:
Fulana de Tal
Profesora de Piano, Teoría y Solfeo
y abajo, en letra muy chiquita, casi invisible:
Se vende un arpa usada.
Profesora de Piano, Teoría y Solfeo
y abajo, en letra muy chiquita, casi invisible:
Se vende un arpa usada.
Esa primera noche, en la puerta del departamento en que paraba, me llevó aparte y me preguntó, no sin cierto misterio, cuándo había escrito yo “Los ritos”.
Se lo dije. Movió la cabeza aprobatoriamente, sin comentar nada.
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