Desde hace días que me castigo a mí misma por cobarde o indecisa, por teórica o incoherente. No me sale ir al paro en las plazas, no me sale marchar por los docentes ni por el Ni una menos de hoy.
Pero la vida y mi barrio siempre me ayudan, se ahuecan para que yo me recueste y me tranquilice: Salgo a las 9 de la mañana a llevar el dodge al chapista por unos detallitos que quedaron, veo mujeres con pancartas en la plaza de la esquina. Vuelvo caminando y me quedo escuchando a la que lee un manifiesto subida a uno de los bancos de hormigón. Ya empiezo a moquear. Viene a saludarme Barbi, la bibliotecaria que vive a unas cuadras. Otra mujer me da un beso, creo que es vecina, o maestra, o las dos cosas. Me dicen que van a marchar por el barrio, me les uno. Pasamos por la puerta de mi casa y algunas sacan fotos de mi pintada violeta (muero por decir "Es mi casa" pero hago pucheros calladita). Cuando llegamos a Limay ya casi no aguanto el llanto, no puedo cantar ni gritar ni aplaudir. Me perdono. Vuelvo a casa. Pienso en vestirme de negro como participación simbólica y me doy cuenta que me voy a morir de angustia, que me parten el alma no solamente las muertas por feminicio sino también mi mamá y mis abuelas y mis tías, muertas de muerte naturalmente patriarcal.
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