Hoy vi a una nena caminando con su mamá. La nena tenía un bebote en brazos, de esos de juguete. Mi primera reacción fue pensar en lo creepy del asunto: una nena de 6 años con un hijito (ficticio, pero muy realista) en brazos.
Luego la imagen me retrotrajo a mi propia infancia, cuando intentaban infructuosamente que jugara con esos bebotes que yo consideraba horrendos. Huía de ellos. No podía jugar a ser mamá, porque yo no quería ser mamá. La idea me resultaba aburrida y espantosa. Ni siquiera quería ser mujer (hoy diría que en esa época ni siquiera era mujer), y el bebote era claramente un signo de distinción de género, porque a los varones les daban autitos y generalmente les prohibían jugar con los bebotes o se burlaban de ellos si lo hacían.
Como encontraba penalizaciones cotidianas al no jugar con bebotes, para no sufrirlas le encontré la vuelta al asunto: en vez de cuidarlos con maternalidad aprendida, a los muñecos les pintaba los ojos y el pelo con maquillaje. Los volvía otra cosa. Les inventaba historias bizarras que los sacara de esa función que, a mi cortísima edad, encontraba despreciable: convertirme en mujer, que equivale a convertirme en madre.
Hoy, después de muchos años de luchar íntima y públicamente contra los estereotipos y las imposiciones de toda índole, puedo decir que tuve una tercera reacción y fue: si la nena quiere jugar con su bebote, pues que lo haga.
Pero igual no pude dejar de pensar que sigue siendo una imposición cultural. Una manera de chipearnos a nivel micro, para que si tenemos útero seamos productoras de bebés. Como cuando te gritan "mamitaaa" en la calle. A nivel macro, lo vemos en las leyes que criminalizan la posibilidad de elegir no continuar tu embarazo. Lo vemos en las lavadas de cabeza, en el meme del bebito.
Nos siguen chipeando abajo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario