05 de Diciembre de 2014
Entrevista a Federico Falco
"Escribiendo cuentos aprendí a ser paciente aunque a veces me cueste"
Con la reedición de su emblemático volumen de relatos 222 patitos, el escritor cordobés se encontró ante el desafío de revisar el pasado y reflexionar acerca de los alcances del lenguaje en la literatura y en la vida cotidiana.
Una amiga le dijo que una vez, cuando estaban en cuarto grado, él hizo una composición donde Caperucita Roja se enfermaba de gangrena. La nena volvió a su casa muy intrigada y le preguntó a su madre que significaba la palabra "gangrena". Su madre la miró extrañada. "Yo no recuerdo esa anécdota pero mi amiga asegura que ocurrió", se ríe ahora Federico Falco. Y responde que si bien esa versión personal del cuento de Caperucita es un mito que no puede corroborar, sí sabe que desde chico quería escribir. Nacido en 1977 en General Cabrera, Córdoba –una geografía recurrente en sus historias– Falco es autor de los libros de cuentos 00 y La hora de los monos, de libros de poemas y de la nouvelle Cielos de Córdoba. Ahora, Eterna Cadencia presenta una edición ampliada de su primer libro, 222 patitos. Publicado originalmente en La Creciente en 2004, el nuevo volumen de cuentos incluye algunas correcciones y también, nuevos relatos. La prosa de Falco –que por su trabajo ha recibido varios reconocimientos y becas– es despojada, bellísima. Y también, con un sentido del humor hilarante y personal, de una ternura rara. Esa ternura es la que acompaña a los personajes –de nombres cuidados, elocuentes– que en general se extravían y que algunas veces encuentran el camino de vuelta a casa (a su modo, claro). Como la señora que pica cabezas de fósforos y se las engulle con la esperanza de suicidarse, sin suerte. Como el vidente que una chica conoce en medio de un casamiento pueblerino. Como el hombre que encierra a su gato en una jaula un año entero. Hay en esos relatos un universo que se contrae y se dilata, un corazón secreto cuyo latido es inquietante.
–¿Cómo surgió este libro?
–En 2004 publiqué dos libros, 00 y 222 patitos. Es que 00 tardó mucho tiempo en salir. Además había sido corregido y trabajado con todo el cuidado que implica un primer libro. Entonces, después de ese proceso, empecé a escribir por verdadero placer, casi como una forma de relajarme. Muchos de los cuentos de 222 patitos surgían de anécdotas contadas por amigos, que yo reescribía y transformaba en cuentos, muchas veces para regalárselos a ellos como gesto de cariño. Así que esta nueva edición reproduce la primera, pero los cuentos están en otro orden, suprimí un par y los que se publican, tienen leves modificaciones y reescrituras.
–Sin embargo, en una nota a la nueva edición decís que volviste mucho a lo largo de estos diez años a "Ada", uno de los cuentos más hermosos del volumen. ¿Cómo es esa historia?
–En la primera edición, el cuento iba a tener más páginas y a último momento lo acorté y quedó sólo de dos carillas. De todos modos, siempre me quedó la sensación de que no había sido del todo justo con "Ada". Y en estos diez años ella fue apareciendo una y otra vez en mis cuentos. Así pude ir reconstruyendo su historia, su visión del mundo, hasta que el personaje completo se fue armando con sus luces y sombras. Ada, el personaje, me parece entrañable. Tiene algo de fragilidad, de ilusión. Ella pasa muchas horas leyendo y toma muchas decisiones a partir de sus lecturas. Yo me paso mucho tiempo escribiendo, frente a la computadora y tomando decisiones que no sé si son las correctas o no. Entonces tengo puntos de contacto con ella.
–Ada es paciente y también en tus cuentos se advierte un trabajo de mucho cuidado, como si cada historia se tomara su tiempo para desplegarse.
–Aprendí a ser paciente aunque a veces me cueste. Es que con el tiempo uno empieza a entender cuáles son tus propios mecanismos y tus procesos de escritura. Ahí descubrí que si apuro las cosas, las termino arrebatando y se van a quemar por fuera aunque por dentro van a quedar crudas. También aprendí a pasarla bien escribiendo. Es como cuando resolvés crucigramas o tratás de armar rompecabezas con cientos de piezas. Hay un lugar donde no te sale pero a la vez, te encanta lo que estás haciendo y resolverlo es parte del desafío. En mi caso, eso requiere una rutina de trabajo. Desde hace bastantes años no tengo compromisos por las mañanas. Y ése es el momento que uso para escribir. Es un tiempo para mí, para reencontrarme con cierta calma, con cierto silencio, con cierta soledad. Como cuando sos chico y te entretenés jugando solo y está bueno.
–Varios de los cuentos tienen como escenario a General Cabrera, tu pueblo natal.
–Yo me fui de Cabrera a los 18, cuando terminé el secundario. Estudié un tiempo Agronomía y al fin, Comunicación Audiovisual. Vuelvo seguido pero ya no soy de ahí. Hay un momento donde uno no sabe de dónde es: viví en Córdoba, después en Estados Unidos, ahora en Buenos Aires… Cuando estaba en Córdoba, era del interior. En Nueva York, era latinoamericano. Y en Buenos Aires, soy cordobés. Entonces, el único lugar del cual sigo siendo es de Cabrera. El pueblo cambió, ya no conozco a un montón de gente. Y la verdad es que el Cabrera de los cuentos ni siquiera fue el de mi infancia sino el lugar medio idealizado del que me gustaría ser. Sería como pertenecer a un territorio inventado. La gente de Cabrera se extraña con mis cuentos: les muevo todo el tiempo la geografía, cambio de lugar la iglesia, uso apellidos con otros nombres… No sé si les termina de cerrar esta idea de que mitologice el pueblo.
–Es que el hecho de que la construcción mítica y la real no coincidan puede resultar inquietante para un lector que viva ahí.
–Yo creo, y es una opinión personal, que la escritura tiene un límite. Me refiero a la complejidad del espacio, de los vínculos, de los sentimientos. El lenguaje no alcanza para ponerlos en papel. O sea, el pueblo de mi escritura es como una construcción simplificada. Un lugar que es como el escenario hecho a modo de un dibujo animado, donde uno apaga ciertas luces, hace muchos más gruesos ciertos trazos, aplana determinadas siluetas… Esa alteración de lo real hace que aparezca gente y te diga "esto no es Cabrera". Y eso genera un ruido que me parece interesante. Porque en definitiva uno construye un mundo que funciona dentro de un texto. Y es el lector quien toma la decisión de decir "bueno, yo sé que esto no pasó, que esto no es así, que esto no tiene una continuidad con el mundo de lo real pero igual quiero leerlo" o no.
–Pienso en las cartas que recibe Ada mientras ella vive en Buenos Aires y su enamorado, en Cabrera. El relato de él sobre la belleza y singularidad del lugar no coincide con lo que ella se encuentra cuando se muda ahí.
–Todos leemos cosas diferentes en un mismo texto. Y todos los que escribimos, escribimos cosas distintas. Ahí aparecen, al mismo tiempo los límites del lenguaje y también esa cosa mágica del lenguaje con su capacidad de generar una realidad propia. Ada leyó y se imaginó, que es lo que nos pasa a todos. Comunicarnos es una de las cosas más difíciles del mundo porque siempre estamos malinterpretando cuando hablamos de sensaciones, de sentimientos, cuando tratamos de decir cosas para que el otro nos quiera o nos entienda o para impresionarlo. Cada cual interpreta al otro desde un lugar diferente. El lenguaje es la única herramienta que tenemos, sin embargo. Entonces se lo puede mirar como una herramienta fallida; o sea, una herramienta que no sirve del todo pero también como una herramienta autónoma, que abre otras puertas. Las palabras son bastante limitadas para comunicarse pero sirven para construir mundos de ficción, mundos a los cuales escaparse, mundos en los cuales perderse o emocionarse. Ahí surge esa especie de suspensión de la realidad que es necesaria para que haya un cuento. «
–¿Cómo surgió este libro?
–En 2004 publiqué dos libros, 00 y 222 patitos. Es que 00 tardó mucho tiempo en salir. Además había sido corregido y trabajado con todo el cuidado que implica un primer libro. Entonces, después de ese proceso, empecé a escribir por verdadero placer, casi como una forma de relajarme. Muchos de los cuentos de 222 patitos surgían de anécdotas contadas por amigos, que yo reescribía y transformaba en cuentos, muchas veces para regalárselos a ellos como gesto de cariño. Así que esta nueva edición reproduce la primera, pero los cuentos están en otro orden, suprimí un par y los que se publican, tienen leves modificaciones y reescrituras.
–Sin embargo, en una nota a la nueva edición decís que volviste mucho a lo largo de estos diez años a "Ada", uno de los cuentos más hermosos del volumen. ¿Cómo es esa historia?
–En la primera edición, el cuento iba a tener más páginas y a último momento lo acorté y quedó sólo de dos carillas. De todos modos, siempre me quedó la sensación de que no había sido del todo justo con "Ada". Y en estos diez años ella fue apareciendo una y otra vez en mis cuentos. Así pude ir reconstruyendo su historia, su visión del mundo, hasta que el personaje completo se fue armando con sus luces y sombras. Ada, el personaje, me parece entrañable. Tiene algo de fragilidad, de ilusión. Ella pasa muchas horas leyendo y toma muchas decisiones a partir de sus lecturas. Yo me paso mucho tiempo escribiendo, frente a la computadora y tomando decisiones que no sé si son las correctas o no. Entonces tengo puntos de contacto con ella.
–Ada es paciente y también en tus cuentos se advierte un trabajo de mucho cuidado, como si cada historia se tomara su tiempo para desplegarse.
–Aprendí a ser paciente aunque a veces me cueste. Es que con el tiempo uno empieza a entender cuáles son tus propios mecanismos y tus procesos de escritura. Ahí descubrí que si apuro las cosas, las termino arrebatando y se van a quemar por fuera aunque por dentro van a quedar crudas. También aprendí a pasarla bien escribiendo. Es como cuando resolvés crucigramas o tratás de armar rompecabezas con cientos de piezas. Hay un lugar donde no te sale pero a la vez, te encanta lo que estás haciendo y resolverlo es parte del desafío. En mi caso, eso requiere una rutina de trabajo. Desde hace bastantes años no tengo compromisos por las mañanas. Y ése es el momento que uso para escribir. Es un tiempo para mí, para reencontrarme con cierta calma, con cierto silencio, con cierta soledad. Como cuando sos chico y te entretenés jugando solo y está bueno.
–Varios de los cuentos tienen como escenario a General Cabrera, tu pueblo natal.
–Yo me fui de Cabrera a los 18, cuando terminé el secundario. Estudié un tiempo Agronomía y al fin, Comunicación Audiovisual. Vuelvo seguido pero ya no soy de ahí. Hay un momento donde uno no sabe de dónde es: viví en Córdoba, después en Estados Unidos, ahora en Buenos Aires… Cuando estaba en Córdoba, era del interior. En Nueva York, era latinoamericano. Y en Buenos Aires, soy cordobés. Entonces, el único lugar del cual sigo siendo es de Cabrera. El pueblo cambió, ya no conozco a un montón de gente. Y la verdad es que el Cabrera de los cuentos ni siquiera fue el de mi infancia sino el lugar medio idealizado del que me gustaría ser. Sería como pertenecer a un territorio inventado. La gente de Cabrera se extraña con mis cuentos: les muevo todo el tiempo la geografía, cambio de lugar la iglesia, uso apellidos con otros nombres… No sé si les termina de cerrar esta idea de que mitologice el pueblo.
–Es que el hecho de que la construcción mítica y la real no coincidan puede resultar inquietante para un lector que viva ahí.
–Yo creo, y es una opinión personal, que la escritura tiene un límite. Me refiero a la complejidad del espacio, de los vínculos, de los sentimientos. El lenguaje no alcanza para ponerlos en papel. O sea, el pueblo de mi escritura es como una construcción simplificada. Un lugar que es como el escenario hecho a modo de un dibujo animado, donde uno apaga ciertas luces, hace muchos más gruesos ciertos trazos, aplana determinadas siluetas… Esa alteración de lo real hace que aparezca gente y te diga "esto no es Cabrera". Y eso genera un ruido que me parece interesante. Porque en definitiva uno construye un mundo que funciona dentro de un texto. Y es el lector quien toma la decisión de decir "bueno, yo sé que esto no pasó, que esto no es así, que esto no tiene una continuidad con el mundo de lo real pero igual quiero leerlo" o no.
–Pienso en las cartas que recibe Ada mientras ella vive en Buenos Aires y su enamorado, en Cabrera. El relato de él sobre la belleza y singularidad del lugar no coincide con lo que ella se encuentra cuando se muda ahí.
–Todos leemos cosas diferentes en un mismo texto. Y todos los que escribimos, escribimos cosas distintas. Ahí aparecen, al mismo tiempo los límites del lenguaje y también esa cosa mágica del lenguaje con su capacidad de generar una realidad propia. Ada leyó y se imaginó, que es lo que nos pasa a todos. Comunicarnos es una de las cosas más difíciles del mundo porque siempre estamos malinterpretando cuando hablamos de sensaciones, de sentimientos, cuando tratamos de decir cosas para que el otro nos quiera o nos entienda o para impresionarlo. Cada cual interpreta al otro desde un lugar diferente. El lenguaje es la única herramienta que tenemos, sin embargo. Entonces se lo puede mirar como una herramienta fallida; o sea, una herramienta que no sirve del todo pero también como una herramienta autónoma, que abre otras puertas. Las palabras son bastante limitadas para comunicarse pero sirven para construir mundos de ficción, mundos a los cuales escaparse, mundos en los cuales perderse o emocionarse. Ahí surge esa especie de suspensión de la realidad que es necesaria para que haya un cuento. «
Falco ilustrado
Federico Falco nació en la localidad de General Cabrera, Córdoba, en 1977. Antes de publicar sus primeros libros , algunos de sus trabajos fueron incluidos en media docena de antologías. Acaba de publicar el volumen de cuentos La hora de los monos.
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