:: COLABORACIONES ::
Libros paranoicos
14-08-2014 | Luciano Lamberti
Los mejores libros paranoicos son policiales al revés: en vez de una explicación tranquilizadora, en vez de la opción razonable, plantean la posibilidad de lo desconocido, de lo falso, del mundo como decorado.
Por Luciano Lamberti.
Leo La semilla del diablo de Ira Levin. Hace unos años vi la película de Polansky (la del corte clásico de Mia Farrow y la belleza siniestra de Casavettes) y como es idéntica, es como si estuviera releyendo el libro en realidad. Aprovecho para rastrear los indicios del final, que Levin astutamente dejó como miguitas en todo el camino.
La historia, como se sabe, viene de una joven pareja que se instala en un antiguo edificio de Nueva York: la casa Bramford. Él (Guy) es actor en ciernes y ella (Rosemary), como corresponde a los 60, una buena ama de casa que quiere tener un hijo. Hutch, un viejo amigo de Rosemary, escritor de libros para jóvenes, trata de disuadirlos advirtiéndoles que en el edificio se llevaban a cabo prácticas satánicas e incluso actos de canibalismo. Pero los recién casados lo consideran cuentos de vieja y se mudan de todas formas, aprovechando el precio y la ubicación. Pronto conocen a unos encantadores ancianos, Roman y Minnie Castevet, que irán metiéndose paulatinamente en sus vidas. Pero no cuento más porque prefiero que lean el libro, que vean la película o que hagan ambas cosas: se lo merecen.
La semilla del diablo es un libro sobre la locura. Un libro que maneja a la perfección la identificación del lector con su joven protagonista. Todorov definía el género fantástico por el efecto de ambigüedad que generaba en el lector: ante una historia dada, había varias explicaciones posibles, todas válidas, y ese efecto se mantenía hasta el final (Todorov tomaba como ejemplo Otra vuelta de tuerca, de Henry James). El fantástico, para él, era un método de desconfianza en lo real.
En el libro, los indicios que encuentra Rosemary la llevan a creer en la idea de una conspiración. Como lector uno duda: por momentos esa conspiración parece real, por momentos un invento de las hormonas efervescentes de Rosemary. Pero su paranoia es, hacia el final, sumamente auténtica: algo sucede en ese edificio, con esos vecinos, con su propio marido.
No quiero caer en la asimilación fácil e instantánea entre historia y literatura, o literatura y contexto. Se tiende con mucha sangre fría a relacionar cualquier película o libro sobre la paranoia que transcurran alrededor de los 60 con el macarthismo, así como cualquier producción post 2011 que presente un edificio derrumbado se asocia inmediatamente con las Torres Gemelas. La paranoia es más vieja que cualquier persecución política. Ya en las cavernas alguno de esos monos revoleadores de huesos debe haberse preguntado si los monos que lo acompañaban eran realmente parte de su tribu u otra cosa.
Con esto quiero decir que la paranoia es una propiedad humana, o por lo menos de las personas con algo de seso. Y los mejores libros paranoicos son policiales al revés: en vez de una explicación tranquilizadora, en vez de la opción razonable, plantean la posibilidad de lo desconocido, de lo falso, del mundo como decorado.
Escrita durante la dictadura, Respiración Artificial, de Piglia, tiene una estructura paranoica: la dictadura nunca se nombra directamente pero es el centro oscuro al que alude toda la novela. Lo mismo sucede con las novelas de Pilliph K. Dick: al igual que Truman en The Truman Show, sus personajes descubren que son víctimas de una falsificación, que están siendo observados, que hay algo detrás de las apariencias, que sus peores miedos son reales. En Ubik, quizás una de sus mejores novelas, un grupo de personajes advierte que el mundo se está desvaneciendo, envejece frente a sus ojos y comienza a desmoronarse: no es el mundo real.
¿Existe tal cosa? En el mundo líquido de Facebook, por ejemplo, muy bien vaticinado por Dick, cualquier persona puede ser otra, la pulsión casi natural del disfraz encuentra su mejor excusa. Incluso los muertos siguen con sus muros activos y son saludados siniestramente por sus deudos.
Hace un mes que vivo sin internet ni cable. Mi mundo real es la leña que junto para alimentar la salamandra, las hormigas que se comen mis brotes de acelga y los problemas de sobrepeso de mi gata Violeta. Pasan días antes de que sume a mi mundo real los bombardeos de la franja de Gaza o la muerte de Julio Grondona. Al principio tuve mi síndrome de abstinencia, me temblaban las manos, un sudor frío me mojaba la espalda, pero después me acostumbré. Supongo que uno termina acostumbrándose a todo.
Tomado del blog de Eterna Cadencia
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