:: EL LIBRO EN LA PIZARRA ::
Manifiesto
Las antologías tienen más contenido que los cuentos que antologan. Los prólogos, con frecuencia, desnudan una intención que excede a la excusa de la temática o el criterio etario con el que se convoca a los escritores. Los prólogos enmarcan –encorsetan o airean– a todo el conjunto.
En los próximos viernes rescataremos los prólogos de aquellas antologías que han logrado obtener cierta relevancia, o cuyos prólogos nos llaman la atención. Comenzamos por La erótica del relato (compilada por Jimena Néspolo y Matías Néspolo) -recientemente publicada por Adriana Hidalgo-, cuyo prólogo es un fuerte manifiesto de sus compiladores.
Manifiesto
Las palabras se tocan, es un hecho. Son puro roce. Movimiento. Lascivas monedas de cambio entre los cuerpos en el comercio del mundo. Son erecciones de la lengua, latigazos de la mirada. Resbalan, golpean, se incrustan en la carne como la hoja de un cuchillo. Pero hay muchos –urge decirlo– que sólo se acarician con ellas. Porque estamos hartos del onanismo verbal, preferimos arrancarles los rizos y el tutú resplandeciente para ensartarlas en ristre.
Los ejercicios de estilo o de vanidad no arruinaron el oído. Ahora la música nos es ajena. Quizás nuestras frases desafinen. Hagan ruido. Pero suenan.
Contamos historias. Esas historias incómodas que ya nadie se atreve a contar. Y para eso salimos a la calle o nos recluimos en la cárcel del lenguaje. Pero picamos nuestros propios boquetes con cinceles nuevos.
Porque nos fastidian los que llenan páginas y páginas de paseos por sus bibliotecas. Y como estamos cansados de que Sherlock Holmes escriba y el idiota de Watson se deje leer, jugamos limpio. Asumimos el riesgo y nos tomamos en serio el simulacro. Somos anticuados. Anacrónicos. La posmodernidad nos desubica. Nos cae peor que un plato de espagueti a la boloñesa como postre de un asado. Y de los buenos.
Porque estamos tan hartos del bibliotecario ciego como del ajenjo.
La fatuidad nos irrita. Para narrar no basta sólo con mirarse al espejo. Antes que pasarnos de listos echando a perder una buena historia, practicamos el ensayo, la crítica, la ortodoncia, la licantropía…
Es cierto que del parricidio no podemos jactarnos. La dictadura nos dejó huérfanos. Y pese a que fuimos muy bien educados en el olvido, un talismán nos guardó el recuerdo. Diego de Zama. Sus silencios son hoy premura. Su gravedad, esta carcajada.
Para no ceder a los crímenes del Vaticano o a los de los pichiciegos de Oxford, manchamos las historias con sangre. La nuestra. Y sin alarde. Pero no se asusten: es negra. Por nuestras venas corre tinta.
Porque nos dan urticaria los graciosos que venden libros de aire, los farsantes y los funcionarios con impostura de cartoneros, nos quedamos en casa. Pero cuidado: no perdemos el tiempo. En cada palabra nos jugamos el pellejo. No se trata de otra conjura de los necios, pero podría serlo…
Y como nos gustaría machucarle los dedos con la Olivetti a más de uno para que aporreara el teclado con el culo, revolvemos la sopa. Mezclamos la baraja y volvemos a servir las cartas. Manchadas, pringosas, puede que marcadas y viejas, pero la mano es nuestra. Abrimos juego.
Abrimos fuego.
¿Vitalistas? Sí, de la petite morte hacia donde se dirige el relato.
Así es como acaba el mundo, no con un estallido sino con un suspiro.
Tomado del blog de Eterna Cadencia
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