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La mujer desnuda
“A la literatura de Armonía Somers, sin que las niegue, le resbalan las explicaciones, la atadura al ‘lenguaje’ en el sentido moderno”. Así nos introduce Elvio Gandolfo a La mujer desnuda (Ed. El cuento de plata).
Por Elvio E. Gandolfo.
El recorrido textual de La mujer desnuda no es extenso: poco más de cien páginas. El recorrido geográfico tampoco: un bosque nocturno primero, después los alrededores de una aldea, una iglesia, finalmente un río. Incluso podrían contarse sus anécdotas sucesivas: el hombre dormido junto a la esposa al que la voz de la Eva fugaz susurra en la oscuridad, el caballo que representa la vida –y su mosca–, el cura que fustiga y comprende a su grey. Pero faltaría lo principal: la lectura misma.
Más que en cualquier otro caso, a la literatura de Armonía Somers, sin que las niegue, le resbalan las explicaciones, la atadura al “lenguaje” en el sentido moderno, a la vanguardia, al surrealismo, a la ruptura, a la escritura “de género”. Apenas quiere instalar, nada menos, el modo de contar una historia como nadie lo ha hecho antes. Como lo expresó una de sus lectoras, al explicar su desborde de los límites: “El exceso es algo más y algo diferente de la ruptura. Es incorporativo y no exclusivo. Mezclar lo prestigioso con lo desprestigiado, el folletín y Leopardi, por ejemplo, es hacerse cargo del exceso.” 1
La mujer de treinta años llamada Rebeca Linke, cuando decide comenzar sin ropas con lo que siempre había imaginado (la nada) decide también algo tajante: cortarse la cabeza. Aunque con un filo que penetra “a pesar del brazo muerto, de la mano sin dedos”. El reflejo moderno podría ser: es algo imaginario, de la mente, incluso –otra vez– del puro lenguaje. Pero la cabeza rueda “pesadamente, como un fruto”. Y un momento después, Rebeca“tomó su antigua cabeza, se la colocó de un golpe duro como un casco de combate”. Otra vez la tensión con lo fantástico, o lo fantaseado, o lo ambiguo, si no fuera que le empieza a doler el corte del cuello “como un hilo metálico al rojo”. Así equipada, empieza a moverse hasta “que la mano, retardándose algo más de lo común sobre las cosas, consiguió abrir la puerta luego de un crispamiento largo sobre el pomo”. El camino de la mujer desnuda ha comenzado.
Esa apertura del relato es a la vez operática y secreta, conmocionante y sigilosa. El resto del libro se irá desplegando como un extraño mazo de naipes medievales entre visuales y narrativos, esquivando todo recurso conocido. Una y otra vez tenemos la sensación incitante de no saber exactamente dónde estamos parados, a un mismo tiempo dentro y fuera del relato. Parece haber en el impulso de la mujer una ideología de ataque a la rutina, al derrumbe del deseo bajo los lechos conyugales, del que no se salvan ni hombres ni mujeres. Aunque no se trata de una empresa que busque castigar o cambiar a los demás, o mejorarlos: “lo que ella iba a contar en adelante como signo de la aventura no era la frustración de los demás sino la intensidad con que ella les golpease en su impotencia. (…) Poner o no poner la sangre en el desear, eso era todo”. La lucha de Rebeca Linke es contra lo que la rutina impone como “miedo codificado”, ante todo en ella misma.
A su vez Armonía cuenta lo que Rebeca ve con sus ojos especiales: “el bosque le parecería desde el principio un cetáceo varado. (…) Luego volvía a quedar inmóvil por un tiempo, apenas si con la incontenible respiración de su masa”. “El animal la miró interrogativamente por debajo de sus pestañas rubias, un poco grises, como una cortina vieja que ya ha olvidado la costumbre de quitarse el polvo”. A quien lee La mujer desnuda le dan ganas de citar sin parar: todo parece nuevo, cortante, misterioso, equilibrado en el borde mismo entre la luz y la sombra, muy dispuesto a caer a uno u otro lado.
Hombres dormidos la entresueñan o la ven, mellizos un poco ridículos la cruzan y dan la voz de alarma. Como en las historias góticas (empezando por la gran Mary Shelley, esa antepasada) la turba empieza a organizar su violencia descontrolada, y también como en lo gótico, hay un cura de por medio, que da su sermón reformulado. Pero cuando llegue el momento de la definición, como en los relatos de siempre (medievales o victorianos, incluso modernos), una vez más será con el lente irremplazable de la autora, que vuelve a expresar a toda orquesta la unión del agua y la mujer desnuda, dejando al lector sacudido, empapado, con la garganta cerrada no sabe si de emoción o de admiración y agradecimiento estético, con ganas de volver a leer escenas o frases irrepetibles incluso por la memoria. Esas frases funcionan sobre todo en su forma impresa, de ser posible con las letras de plomo bien recortadas por la presión sobre el papel de una imprenta anarquista, como lo fue su padre.
Un repetido lugar común, “contar la historia”, también sufre el sacudón renovador del modo en que Armonía Somers enfrenta el desafío. Por una parte sabe que en toda vida (y habría que subrayar toda) reside algo por contar: “todo el mundo viviente lleva una novela adentro, desde el hombre a una hormiga”. En particular la vida silenciosa, callada de quien no es autora: “La mujer que por su edad y a veces otras contingencias languidece en uno de esos terroríficos depósitos de vejez, esa mujer es, y pongo énfasis en el verbo, una novela de mucho aliento. Amó y fue amada, creó vidas, lloró muertes, hizo pan, consoló o pidió consuelo, fue fiel, traicionó o fue traicionada, y protagonizó así lo inimaginable”.
Pero no cualquiera cuenta, porque ella misma ha enfrentado lo que llama “el desperdicio, la malversación de fondos argumentales por haber caído en manos de cualquiera”. Como en Clarice Lispector, o en Marguerite Duras, o en Djuna Barnes, esa llegada al hueso de lo que hay que narrar les permite encarnar en sus palabras el flujo eterno del océano narrativo: “siempre me ha dolido eso, el argumento perdido, una especie de robo al concierto universal de lo narrado, que es un todo indiviso, aunque parezca lo contrario”.2
En un reportaje argentino de 1986 se anunciaba la pronta aparición de Sólo los elefantes encuentran mandrágora, la prodigiosa obra mayor de su bibliografía, después de al menos tres años y medio de espera que deben de haberle parecido interminables a Armonía Somers. Hoy, muchos años después, una editorial montevideana se llama Rebeca Linke, los estudios sobre su obra abundan, y su nombre se suma a otros uruguayos insoslayables (Lautreamont, Delmira Agustini, Felisberto Hernández, cierta zona de Onetti, Mario Levrero), pero sus libros siguen siendo casi imposibles de encontrar en Argentina.
El contacto reemprendido, reinaugurado por El cuenco de plata, comienza ahora por el principio: en los pasos de aquella mujer desnuda que sacudió en 1950 los medios intelectuales montevideanos (que llegaron a imaginar un autor masculino, de ser posible homosexual, o un grupo de autores, difícilmente una mujer). Otra vez la paradoja: bastaría este breve libro para satisfacer los deseos de un lector, en la comunicación íntima, silenciosa con sus palabras. Pero la obra entera de Armonía Somers, otra vez en ciernes (como siempre lo estuvo), es diversificada, laberíntica, prodigiosa. Valdría la pena que su editor y los lectores vuelvan a recorrerla completa, en el tiempo, en detalle.
1 “Sobre Armonía Somers” de Elena Pérez de Medina, en Atípicos en la literatura latinoamericana, coordinado por Noé Jitrik, Inst. de Lit. Hispanoamericana. Fac. Filosofía y Letra, Ofic. de Publicaciones del ciclo básico común, Universidad de Buenos Aires, pág. 32.
2 “Diálogo” con Miguel Ángel Campodónico en Armonía Somers, papeles críticos, coordinado por Rómulo Cosse, págs. 230-245, Linardi y Risso, Montevideo, 1990.
tomado del blog de Eterna Cadencia
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