Dice en feis Mariano Saba:
Elegir a veces es un acto de melancolía. Y más si se trata de películas. Va una primera tríada que es infancia pura. El arqueólogo aventurero, el tren fantasma, la máquina del tiempo. (Y sí, Spielberg fue un poco el Verne de mi niñez). Las asocio mucho con dos cosas. La primera, con el viejo televisor que reinaba en el living de casa cuando era chico. Un cubo profundo, trece botones cuadrados bajo la tapa del costado, el control remoto tamaño baldosa. Una preciosa Caja de Pandora que maridó perfectamente con la cassetera de carga superior, magia insuperable de los fines de semana cuando mi hermano nos traía films del videoclub pionero donde trabajaba. La otra cosa con que ligo estas imágenes es la libertad. Ese momento primero sin poses ni tabúes, sin mediación de consejeros snobs ni teóricos del "¿cómo vos no viste?". Un puro comienzo donde reconocemos la ficción como simple máquina de hacer historias que nos cruza a cada uno la necesaria, y aprendemos a reproducirlas, y a tornarnos de a poco una historia más. Estas tres películas, por recordar algunas -a sugerencia de
Majo García Moreno
- fueron las que más traduje al juego quijotesco de proyectar aventuras en la acotada realidad de mi cuarto. Jugar a ser una tarde al menos ese arqueólogo en busca de tesoros, ese chico cuyo abuelo quiere partir con el tren fantasma, ese muchacho que viaja al pasado. Empatía pura, identificación medular, ceguera momentánea para todo lo que no fuera sueño y aventura. Un cine que lo modificaba todo, que hacía de mi pieza caverna, lejano Oeste, auto fantástico. Un cine que se me clavó un poco en la retina y otro poco en algunas obras que tuve que escribir. "Tuve", sí. ¿O no se escribe para llenar los huecos de esa ficción infinita que agujerea lo real amorosamente, obligándonos a emparchar la vida una y otra vez con más y más historias?
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