Fui madre rápido para dejar de ser hija. Ya los 15 o 16 años estaba muy cansada de ese trabajo fulltime que incluía a cuatro hermanitos menores a cuidar y ejemplificar. Vidas paralelas a la de una pero que, en vez de acompañar o consolar, parecían existir solamente para demostrar que una estaba mal, que una nunca era lo que se esperaba de una.
Mi mamá debía presentir que embarazarme a los veinte tenía algo de insulto hacia ella. Quizá solamente por el hecho de pasarme por el culo su desacuerdo o no haberlo hecho con su permiso. Mi deleite y crecimiento individuales eran un desprecio hacia sus enseñanzas y modelo de vida. Mi deseo franco y precoz de ser madre se parecía en algo a esa manía que siempre tuve de tararear algún tema de rock nacional que ella odiara o no entendiera mientras cumplía por la casa lo que ella me había ordenado hacer. Como si someterme a su voluntad no alterara para nada mi buen humor ni mi alegría, como si sus límites no pudieran alcanzar mi yo más profundo, como si “Estoy verde” de Charli García o “A brillar mi amor” de Los Redondos fueran un escupitajo sonriente en la cara enfurecida de mi madre.
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