Una hora con Mariana Enriquez: miedos, influencias, nuevos desafíos y deseos de la reina de la literatura de terror en español
La autora de “Nuestra parte de noche” participó en una entrevista pública que se realizó a través de una videoconferencia y convocó a más de mil participantes. El encuentro se hizo en el marco del ciclo “Experiencia Leamos”.
Con una escritura vital, desenfrenada, alejada de convenciones narrativas y académicas, Mariana Enriquez lleva más de una década rompiendo los límites de la literatura. Es una de las voces más importantes de la nueva generación que está renovando las letras de América latina, junto a Samanta Schweblin, Vera Giaconi, Liliana Colanzi, Nona Fernández, Lina Meruane. Que todas sean mujeres habla también de cómo se está conformando el nuevo mapa literario de la región.
Enriquez da el paso que la literatura argentina debía dar después de haberle prestado tanta atención al fantástico y sitúa en el centro de la atención al género de terror. Entre sus libros se pueden mencionar: Los peligros de fumar en la cama, Las cosas que perdimos en el fuego, Éste es el mar, Nuestra parte de noche —con el que obtuvo el Premio Herralde de Novela 2019—. Traducida a una veintena idiomas, ha sido destacada como una de las escritoras más relevantes por la prestigiosa publicación “The Newyorker”. Sus relatos combinan diferentes fuerzas tectónicas que sacuden la superficie, pero que no llegan a comprenderse del todo: una sensación liminal que envuelve al lector en la incertidumbre.
Nuestra parte de noche cuenta la historia de un padre y un hijo que cruzan el país desde Buenos Aires hacia las Cataratas. Situada en los años de la dictadura militar, las rutas están llenas de retenes y tensión. El chico está llamado a ser el médium de una Orden secreta de origen africano, que busca la vida eterna a través de rituales atroces. La novela conjuga el terror sobrenatural con los años donde el horror parecía no tener fin.
Esta semana, Enriquez, que acaba de ser anunciada como Directora de Letras del Fondo Nacional de las Artes, participó en una entrevista por videoconferencia en el marco del ciclo Experiencia Leamos que organiza la plataforma de lectura Leamos.com. La charla se realizó por streaming y convocó a más de mil espectadores.
Con entrevistas a músicos, escritores, intelectuales y artistas, más talleres de lectura coordinados por Flavia Pittella, Experiencia Leamos tiene como objetivo acompañar a la comunidad de lectores en tiempos de aislamiento y encontrar una nueva manera de vivir el placer de los libros. Todos los encuentros son exclusivos para los suscriptores de la plataforma.
—Cincuenta años después del boom, la literatura de América latina vive otro boom con el género terror. En los 60, en medio de dictaduras y estados totalitarios, el realismo mágico mostraba cierto optimismo. Nosotros, hijos de una generación muy golpeada, ya no tenemos el optimismo de aquellos escritores: el terror no es un género optimista. ¿O sí?
—El terror es un género optimista en tanto que quien lo escribe como quien lo lee comparten un entretenimiento. Ni el lector ni el escritor sufren demasiado. Cuando escribo, la paso bomba. Pero, como todo género, es un lenguaje que te ayuda a pensar. Al igual que la novela negra es una forma de interpretar. En ese sentido, el terror sí es pesimista porque la interpretación que hace de la sensibilidad del momento es terrorífica. América latina, salvo las excepciones que todos conocemos, hace 40 o 50 años tiene sistemas democráticos. Pero lo que se desató en muchísimos de los países sí es terror: un terror económico que es de baja intensidad comparado con el del narco en México o en Colombia en los 90, pero, incluso así, es una sensación de eterno retorno y de falta de futuro. Hay una sensación de inseguridad constante. Y, luego, el procesamiento del trauma social es muy largo. Es posible que, durante los momentos más traumáticos, el terror surja menos porque aparece el género testimonial. Ahora en la Argentina o en Chile, que es donde empezaron a surgir ciertas narrativas oscuras, se está leyendo lo que pasó en la dictadura y en la generación de nuestros padres. Para nuestra generación, además, se produce algo muy terrorífico, que es la cantidad de gente de la que no sabemos cuál es su verdadera identidad. Por ahí no es muchísima, pero estamos conviviendo con dobles.
—¿Hablás de los nietos recuperados?
—Mirá, me acuerdo de un cuento mío: “Chicos que vuelven”. Trata sobre chicos que desaparecen —se van de la casa o se escapan— y lo que lo hace un cuento de zombis y de terror es que, pasado los años, todos vuelven al mismo tiempo con la edad que tenían cuando se habían ido. ¿Son los mismos chicos o no? Cuando lo escribí, pensaba en una leyenda irlandesa que se llama “Changeling” y que cuenta que las hadas se llevan a una persona y dejan otra idéntica en su lugar. Pero después, hablando con Mariana Eva Pérez, la autora de Diario de una princesa montonera, ella me dijo: “En ese cuento hablás de gente como mi hermano, ¿no?”. Mariana tiene un hermano que es un chico recuperado. Yo no lo había pensado así en ningún momento, pero me doy cuenta de que las avenidas y las callecitas por donde vienen las cosas que te parecen aterradoras se procesan a través de un mito irlandés y terminan hablando del hermano de Mariana. Ese es el proceso que se da en el terror de Latinoamérica.
—De alguna manera, Nuestra parte de noche recoge los temas de tus libros anteriores: el protagonista recuerda al de Éste es el mar, la mención a los desaparecidos ya estaba en el cuento “Cuando hablábamos con los muertos”, hay mitos regionales como en Los peligros de fumar en la cama, y las rutas del norte como en Las cosas que perdimos en el fuego. ¿Por qué confluyen todos esos intereses?
—Tenía ganas de escribir una novela de esta envergadura. Sabía que me iba a llevar mucho tiempo; quería que tuviera diferentes puntos de vista y transcurriera en un tiempo largo. Mis modelos eran Sobre héroes y tumbas, It, Más oscuro que la noche, un poco de Faulkner: novelas largas, familiares, densas. En este caso, con una trama de terror esotérico. Yo tengo diferentes mundos, diferentes planetas: está el planeta rock, el planeta santoral pagano argentino, el de la Mesopotamia, el de la juventud politizada medio zarpada, el del sexo ambiguo, el queer, el urbano. Tenía clara la trama, sabía que iba a haber una organización secreta y que iba a haber un médium y que esta gente buscaba perpetuarse a través de la explotación de los cuerpos de los médiums. Había un tono lovecraftiano, y quería, si no meter todos mis planetas, al menos los suficientes como para que el sistema solar que se armara tuviera una coherencia y un fin. Sucedió entonces que empezaron a aparecer los temas y dejé que fluyeran. Incluso también está el planeta Silvina Ocampo, con esta familia de clase alta con una mansión en Misiones. Yo nunca había conocido a esa gente. La conocí cuando hice las entrevistas para escribir el libro de Silvina Ocampo.
—Hablás de La hermana menor, que es una biografía de Silvina. Un libro que no deja de ser singular en tu obra porque, aún con ese título que podría ser perfecto para una novela de terror, se corre un poco del eje de tus libros.
—En realidad, no es una biografía porque hay un montón de material al que no tuve acceso. Ernesto Montequin, que es el albacea de Silvina, fue muy generoso conmigo y me hizo un inventario de lo que tenía, pero no me lo mostró. Y está bien, porque él lo va a usar para las reediciones y, eventualmente, para lo suyo. Eso, de alguna manera, me liberó. Porque cuando tenés el material para una biografía hay algo de definitivo; en cambio, cuando no lo tenés, te dejás llevar por versiones, por chismes, tenés huecos. Por eso le pusimos “un retrato de Silvina Ocampo”. Me ayudó a leerla mejor, me ayudó a entenderla mejor como escritora, me ayudó a entender cuánto me había influenciado. Silvina era una escritora que había leído pero creía que no tenía nada que ver conmigo y, leyéndola de nuevo, me di cuenta de que hay cosas del humor negro, de los niños malos, de cierto humor cruel que claramente heredé de manera inconsciente. Lo que me gusta de la literatura es que puedo no respetar datos; escribir un libro periodístico donde tenía que ser súper rigurosa —pero con un personaje muy excéntrico y con una obra totalmente loca— fue un proceso muy divertido.
—Lo periodístico también aparece en Alguien camina sobre tu tumba. Claro que ese es un libro sobre cementerios.
—Son crónicas de viajes. Todo lo documentado es cien por ciento periodístico. Pero después, toqué ciertas cosas del personaje Mariana.
—Recuerdo que Alguien camina sobre tu tumba cierra con la crónica del entierro de la madre de Marta Dillon. Después leí Aparecida, justamente, de Dillon: hay una continuidad muy precisa entre las dos.
—En Aparecida, Marta cuenta cómo recuperó los huesos de su mamá, que desapareció en los primeros años de la dictadura. Marta recupera los restos —los identifica el Equipo de Antropología Forense—, pasa un tiempo y después decide enterrarla. El entierro fue muy impresionante. Fue muy liberador y fue un acto político. Fue un alivio y algo antinatural también: Marta era más grande que la mamá que enterraba. Yo tomaba notas, aunque era bastante inolvidable, y me di cuenta de que mis crónicas anteriores y mis apuntes sobre los cementerios encontraban un sentido que ya no era simplemente el de la chica gótica que le gusta caminar por estos lugares. Un cementerio y una tumba provocan alivio: una tumba dice el nombre de la persona, cuándo nació y cuándo se murió. No es un cuerpo en una fosa, no es un cuerpo arrojado al mar. Ya no es un fantasma, con todo lo que eso implica: el fantasma que nunca termina de ser apaciguado, el fantasma que nunca termina de producir justicia, el fantasma que no se va. Estos loops que suceden aquí, en Chile y en España —y lo digo en el mejor sentido— son algo inexorable. A veces te dicen: “Los argentinos siempre vuelven al tema de la dictadura”. Aparece porque tiene cicatrices simbólicas. El lenguaje de la dictadura es tóxico hasta el día de hoy. Hace unos días, un grupo de gente firmó una carta —que podría ser perfectamente legítima— diciendo que no estaban de acuerdo con el método de contención y prevención de la pandemia y hablaron de “infectadura”. No se puede salir de eso. Agregar el entierro de la mamá de Marta a las crónicas de mis paseos por los cementerios le daban otro espesor sin sacarle la levedad. El terror también tiene espesor y mucho de levedad.
—Hablamos de la dictadura y pienso primero en tu cuento “Cuando hablábamos con los muertos”, pero sobre todo en el marco que le da a Nuestra parte de noche. ¿De qué manera el terror tiene que contener a la dictadura y a los desaparecidos? ¿Cómo se escribe para no caer en una toma de posición que convierta a la novela en una denuncia?
—Es un límite difuso y difícil del que yo salí con el género. Al meterle género, desordenás de tal modo al discurso que se vuelve hasta incierto. “Cuando hablábamos con los muertos” es un cuento de unas chicas que juegan a la ouija y le preguntan dónde están unos desaparecidos. Las chicas son bastante tremendas y quieren hacerse famosas por encontrarlos. No pensé que estaba banalizando nada, pero, en el momento de publicarlo, me preocupó que alguien se sintiera ofendido. Era mi forma de contar y procesar una historia que también es mía, pero hay víctimas que tienen una historia personal dolorosa. No le molestó a nadie entonces ni tampoco después, cuando me empezó a leer más gente. Ahí me sentí acompañada generacionalmente por un desorden del discurso sobre los años 70; no solamente sobre la dictadura, sino sobre la violencia y la militancia: sobre la generación de nuestros papás. Me sentí acompañada por otros escritores que desordenaban ese discurso. Félix Bruzzone con Los Topos, por ejemplo. Pero también Albertina Carri con la película “Los Rubios”. Y puedo seguir: Julián López con Una muchacha muy bella, que hace una cosa todavía un poco más zarpada, que es hablar de una mamá desaparecida, y la mamá de Julián no está desaparecida. Laura Alcoba lo hace con la memoria en La casa de los conejos y tiene un punto de vista muy estricto; es el punto de vista de una nena súper dura y no los disculpa nunca. No descarto que algunos textos de Samanta Schweblin también pasen por ahí. Todos lo hacemos de una manera distinta. En mi caso, está hecho desde el género.
—Siento Nuestra parte de noche en sintonía con Doctor Sueño, de Stephen King. Si bien son libros diferentes con historias distintas, tal vez las figuras de los niños me resultaron vínculos marcados. Pensaba que eras no tan cercana a King, sino que ibas más del lado de Lovecraft.
—Soy recontra fan de Stephen King. En la relación padre e hijo de mi novela hay algo en Doctor Sueño, porque es la segunda parte de El resplandor y ahí ya había algo. El hijo con dones especiales y el padre furioso. Hay también otro vínculo, y uno de los pocos que se dio cuenta fue Luciano Lamberti, con Ojos de fuego. En esa novela, la hija tiene el poder de prender fuego con la mente y el gobierno la quiere como arma. La segunda parte de mi novela tiene una gran influencia de It y en la relación de los chicos está “El cuerpo” —que la peli era “Cuenta conmigo”—. Lovecraft me apasiona en su mitología. Hay muchos escritores jóvenes norteamericanos que analizan los mitos y entienden, como yo, que en la mitología de Lovecraft hay una idea muy rica y es la existencia del mal al que los humanos recurren para unirse a él y volverse algo anfibio posthumano. La idea de la oscuridad de la novela es una interpretación de eso. Aparece en otros cuentos míos como en “Bajo el agua negra”. Pero los vínculos humanos, la política, el escenario totalmente reconocible, la noción del terror en lo cotidiano y en lo prosaico es muy del terror de King.
—Daniela Pasik escribió hace unos años una nota en la que se preguntaba por la Gran Novela Norteamericana. Ella decía que ya se había escrito y era la suma de todas las novelas de King.
—Ya la escribió muchas veces. El pasillo de la muerte me parece la Gran Novela Norteamericana porque tiene racismo, el sistema carcelario, lo maravilloso, la cuestión de la nobleza. Daniela es una gran fan y una gran especialista. Algo bueno que pasó en esta generación y ahí lo pongo a Leonardo Oyola y a otros escritores latinoamericanos, es que ya no estamos solamente influenciados por la literatura: el cine y la música son igual de importantes. Eso te lo puede decir Leo claramente, pero no solo.
—Su nueva novela, Ultra/Tumba, tiene en cada capítulo el verso de una canción de Queen.
—Encima esa música. Yo soy súper snob, pero él te reivindica el rock más grasa. Le gusta Bon Jovi. ¡Es un capo! Para él, como para mí, la música y el cine tienen tanta influencia como la literatura. Los tomamos de formas diferentes, pero eso no tiene mucho que ver. Ya no somos escritores que sólo leen literatura, ni tampoco que sólo leen literatura “respetable”. Para mí leer a Thomas Bernhard y a King es lo mismo como experiencia. No los pongo en dos estantes.
—Harold Bloom decía que King no era literatura.
—¡Porque es viejo! Lo digo con todo respeto, pero es una mirada muy vieja de lo que es la literatura. En su cabeza tampoco es literatura Sandman ni la novela gráfica ni Alan Moore ni Guy Delisle. Con nuestra generación hubo un cambio de pantalla. Las narrativas de internet, el animé, el fanfiction, el punk que produce la web: todas esas cosas tienen relevancia literaria. Hay un cambio de paradigma y eso se ve en el tratamiento del género y en el desprejuicio. Cuando le preguntás a un escritor latinoamericano de mi edad, digo un rango de 38 a 50 años, qué influencia tiene, el tipo te dice David Lynch.
—Entre las peguntas que fueron llegando del público hay una que se repite: cómo la pandemia podía convertirse en un escenario de terror.
—Me lo preguntaron muchas veces. El problema es que no es un escenario de terror. En todo caso, es un escenario de ciencia ficción. O directamente realista. Que tengamos miedo no quiere decir que sea un escenario de terror. Es una enfermedad. Escribí un pequeño texto en Página/12 tomando la idea de Ishiguro en Nunca me abandones. Él imagina a unos adolescentes que son clones y que los crían para donar los órganos, pero no se lo dicen y entonces los chicos crecen teniendo vidas normales. En mi cuento el 19 del Covid es un número y después viene el 20, 21, 22, y me imaginé el 42 donde ya casi todo el mundo está muerto y la única manera de recuperarte es que te hagan trasplantes de órganos. Y hay una población inmune que mantienen encerrada y que son los donantes. Una especie de colmo del capitalismo y cosecha de cuerpo. Hay un porcentaje de terror en el sentido de que es horrible, pero es un escenario de ficción especulativa, porque la pregunta de la ficción especulativa o de la ciencia ficción es cómo va a ser el futuro. Y nosotros nos estamos preguntando cómo va a ser el futuro. Es una pregunta de la ciencia ficción o, en todo caso, del ensayo: cómo armamos los vínculos, qué pasa después de un evento tan traumático, qué discusiones políticas trae.
—¿Qué novela sobre pandemias recordás?
—La novela más terrorífica en cuanto a pandemias la escribió, justamente, Stephen King. Es Apocalipsis. Un virus se escapa de un laboratorio en Estados Unidos, sobrevive muy poca gente inmune y el resto muere. Se saca el mundo de encima. ¡Es re gringo! Eso también me gusta de él: el mundo no existe, no me importa, murieron todos, chau. Y entre los sobrevivientes se arman dos grupos. Unos que van atrás del malo, que se llama Randall Flagg, tiene un arsenal atómico y es una especie de ángel negro. Y del otro lado hay una mujer visionaria, que es negra y tiene ciento y pico de años. Madre Abigail, se llama. Ella reúne a los buenos, que tampoco son buenos del todo. Pero se termina armando una novela de terror con algo maniqueo entre el bien y el mal, y el mal encarnado en este tipo que es como un producto de la peste.
—Otra pregunta del público: ¿leíste a Clive Barker?
—Soy re fan de Barker y creo que se nota en Nuestra parte de noche, en el manejo de los cuerpos. Es un escritor gay de terror de los años 80. Y que un escritor gay de terror de los 80 le ponga a sus libros “Libros de sangre”, bueno, de qué estamos hablando. La idea del cuerpo como algo que le puede dar miedo a los demás. En ese momento, cuando Barker empezó a escribir, el sida no estaba controlado y una infección te podía matar. Entonces no sólo estaba el miedo de morirse sino de ser agente de destrucción de los demás. El miedo a la destrucción del cuerpo, sobre todo en un momento en la cultura gay donde había —y sigue habiendo— un enorme culto hedonista. Era una situación bíblica. Una cosa del mal y del castigo, que, por supuesto, tiene que ver con la moral cristiana. Me parece muy valiente que Barker pensara en ese discurso que estaba ocurriendo y que estaba ocurriendo también en su cuerpo. Ahora está un poco olvidado y me da un poco de odio, pero en una época trabajó con Cronenberg, que es un director de cine con el que tiene muchísimo en común al pensar en el cuerpo como un lugar turbulento.
—¿A qué le tenés miedo?
—A enfermarme. En este momento tengo miedo de enfermarme de otra cosa y que no me atiendan porque todas las camas estén ocupadas de coronavirus. No soy hipocondríaca, pero creo que en mis libros está la idea de que el estado saludable es circunstancial, que es una cosa que hay que apreciar muchísimo y que el que no vive en un estado de salud sabe perfectamente lo que es negociar con un cuerpo que te avisa seguido que se va a terminar. Eso es algo que me da bastante miedo. Al mismo tiempo no me gusta mucho decirlo así porque tenemos que pensar, y más en estos momentos, a la salud y a la enfermedad como momentos. En esta situación de pandemia, algo que me da miedo —y que pasaba con el sida— es cómo te lo agarraste. Qué error cometiste.
—La víctima culpable.
—Es loco porque científicamente, una parte de la medicina es policial. El médico necesita preguntar, interrogar, indagar, necesita saber con quién estuviste y más en una situación de contagio. Pero eso hace que, en muchos casos, tengas que confesar la transgresión. Yo también entro en esa locura, pero me da miedo el señalamiento.
—No sé si veías “Dr. House”, pero me acuerdo de un capítulo en el que decía que, de todos los cánceres, al que menos se le dedica dinero para la investigación es al de pulmón, porque es el de los fumadores. No deja de ser una cuestión moral y punitiva.
—Punitiva, sí. El punitivismo me da bastante miedo. Eso no quiere decir que no me enoje con un irresponsable, pero eso es otra cosa. La inoculación de la culpa es terrible porque, además, es inevitable. La actitud culposa de sentir que contagiaste al viejito de la esquina y entonces lo mataste. Vos no mataste a nadie: ¡es un virus! Pero sé que si conozco a una persona que se infectó con el virus le voy a decir: “Qué tocaste”. Capaz que no se dio cuenta, capaz que estaba pensando en otra cosa. Capaz que era una persona.
—Me parece inevitable preguntarte por tu nombramiento en el Fondo Nacional de las Artes. ¿Cómo ves el año y cuáles van a ser tus tareas?
—Este año es muy complicado; el año que viene espero que sea más normal. Más allá de lo específico y del concurso de este año que todavía estoy armando y no me parece prudente adelantar, hay algo que siempre me desesperó. Trabajé varias veces en el Fondo como jurado. El proceso es buenísimo. Es una institución súper sana, es muy limpio. Pero el problema es que el origen de los textos siempre era Buenos Aires, Provincia de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe. El Fondo es una institución con herramientas fenomenales como casi ninguna otra para llegar a todo el país. Creo que con el tiempo, empezó a darse una reticencia natural de los artistas de las provincias con respecto a estas cuatro regiones. “Esos son los lugares donde se concentra la cultura que importa y yo soy un marginal”. No es así: Argentina tuvo a Héctor Tizón, a Antonio Di Benedetto, a Olga Orozco. Muchos de los grandes escritores nacieron en las provincias. Creo que hay que romper brutalmente esa sensación, incluso haciendo medidas activas. Es el momento de buscar a todos esos escritores porque no podemos seguir diciendo que somos federales y no serlo de verdad. En ese sentido, la experiencia de Filba, como festival nacional, me parece muy interesante. Creo que uno de los últimos lo hicieron en Santiago del Estero. Lo primero que me pongo como idea del Fondo es ir a buscar a los escritores que no están llegando y después darle lugar a esto que yo considero literatura que es un poco más amplio: las ediciones independientes, la novela gráfica, el fanzine. Todas las formas literarias que no son publicar un libro.
—Me llama la atención que sigas trabajando en el diario. Teniendo la figura de escritora consagrada, ¿por qué seguís haciendo periodismo?
—Primero, por una cuestión hasta de clase: no tener un sueldo es una cosa que me cuesta mucho desprenderme. Segundo, porque se gana menos de lo que uno cree. Es bastante diferente de la realidad. Para ganar plata hay que ser Taylor Swift. En literatura ganará Elena Ferrante. Cuando uno de mis libros se haga una película y gane mucha plata, tal vez sea el momento de dejar de trabajar; tampoco estoy loca. La literatura no me da la seguridad económica que necesito. Además, tiene mucho que ver desde dónde partís. Hay escritores que parten de situaciones de más holgura o comodidad que yo. Tienen casa: yo no tengo casa, alquilo. Cuando te empieza a ir bien llenás huecos. Te comprás el lavarropas. Antes el escritor venía de la clase media y alta. Ahora cambió.
—Bioy y Silvina, esa clase de figuras.
—Sí, y más acá en el tiempo también: Sara Gallardo, Marta Lynch. Y después hay momentos en la vida del escritor en que podés decidir si vas a hacer una vida más académica, pedir becas de escritura, moverte en eso que hacen muchos escritores. Es interesante, pero a mí no me cerró porque la cosa trashumante con lo creativo no me llega. Vas con tu mochilita y tres mangos, estás en una residencia, te pagan, te vas a otra, te permite moverte, pero también te encierra en circuitos en donde sólo se ven a otros escritores. Estás lejos de la realidad y no me gusta porque trabajo con lo real. Entonces es una mezcla de cuestión de clase, de decisiones que tomé y de esperar que la cosa finalmente vaya bien como para relajarse. Pero, además, está la Argentina. No es tan fácil decir: “Voy a vivir de los libros en la Argentina”.
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