Mi profe de guitarra me propone ejercicios de técnica de arpegios. De los que vienen en libro tipo manual, de los que (dice ella) ni musicalidad tiene, ni un estudio con melodía te proponen. Pero ella conoce mi amor por la repetición de los movimientos de la mano y de la música, mi amor por la magia de las notas y los acordes, mi deslumbramiento por la ampliación del oído y de la inteligencia musical que se guarda en memorias no cerebrales (o también). Y entonces me propone componer, tararear, ver que pasa con mi voz y mis palabras sobre esos arpegios.
Cuando me quedo sola, vagabundeo por la fórmula 41 de Abel Carlevaro (el libro propuesto y enviado por mail), ve voy a la 13, desvío hacia la 30. Y en esa escalerita de primas y esos bajos a contratiempo, canto "Las polillas" de Julio Cortázar, el poema que había encontrado hace unos meses y había tratado de transformar en blues.
No será blues, empieza a vivir con melodía y un verso arpegiado y el otro medio cueca, o zamba apurada. Porque el rasgueo de zamba es mi paz, mi lugar seguro.
Ya tengo una estrofa. Y voy tallando tres más sobre los versos locos y surrealistas del Julio. Y el estribillo final, los versos de él que yo he elegido como estribillo, suenan en mi cabeza ya cuando me despierto. Que es el indicio de que ya son míos, de que ya viven con vida propia y son cantables.
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