Cuando Magdalena se mudó mi casa estaba desordenada, descolocada, triste, extrañándola parecía que le habían arrancado un pedazo y la herida no dolía pero era un herida. Que había que cuidar arreglando placares y reubicando trapos y papeles y plantas. Andaba medio fantasmal la casa, medio autista, medio lamiéndose esa herida dulce, orgullosa del desgajamiento y rebrotando de modos nuevos.
Ahora, quince días después, la casa se despereza, se agranda en vez de achicarse, se mira más libre, más sola y por eso mismo más ella misma.
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