Hace tiempo que escucho croar a un sapo entre las cañas de mi clienta-filósofa. Al principio creía que se trataba de un motor que cada tanto metía algún ruido. Era algo muy rítmico. No parecía algo animal. Con el tiempo (hablo de meses) entendí que sí era algo animal. Algo casi bestial, diría. Incluso ominoso. Nunca el ruido entró en mis pesadillas. Pero pensarlo con posibilidades de entrar en alguna ya era en sí pesadillezco. Una pesadilla débil, que empieza como pesadilla y termina como sueño, pero pesadilla al fin, a tono con las últimas que tuve. Lo cierto es que pasó el tiempo y el croar resultó ser un sapo. Uno de los grandes. Tan grande que apenas se movía. Estaba ahí, quieto, devorando mosquitos y metiendo miedo. Y llamando, de alguna forma, a la muerte. Hoy, que me acerqué a verlo bien, también se quedó quieto. Esperaba que le hiciera algo, que lo ayudara a morir. Me pregunté cómo hacía para hidratarse, siendo que casi no se mueve. Entonces vi que estaba justo sobre el paso de una pérdida de agua que tiene la pileta. El sapo había encontrado un lugar ideal para estar. No tenía que hacer nada, solo quedarse ahí. Qué predador podría acercársele, oculto entre cañas y del lado de adentro del cerco de la pileta... Un piletero, únicamente. Solo que los pileteros no somos depredadores. Ni depredados. Somos pileteros. Ni vencedores ni vencidos. Lo vi tan cómodo ahí, tan seguro. Me dio envidia por un momento. Como si hubiera encontrado la paz y la felicidad. Sin embargo, más que eso, el sapo más parecía esperar la muerte. Era fácil verlo. Sus ojos saltones lo pedían a gritos. Intentamos conversar sobre este tema. Pero él no hablaba. O no quería hablar. Solo quería que alguien... Yo no iba a ser. No está bien matar. Además el pedido ese era un capricho. Era obvio que ese sapo ya estaba muerto.
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