:: LECTURAS ::
El espejo negro y el diablo
28-01-2015 |
Si la realidad es lo que perciben los sentidos, ¿qué sucederá cuando le demos a la tecnología el permiso para alterarlos?
Por Luciano Lamberti.
Entre las maestras que formaron mi verde cabecita en una escuela pública de la ciudad de San Francisco recuerdo a una en particular: se llamaba Marta, venía del profundo campo y en una de esas mañanas heladas y aburridas de principios de junio, entre un esqueleto y un planisferio colgado en la pared, nos enseñó a ver al diablo. Teníamos que estar solos en casa, encender una vela frente a un espejo y esperar mirando fijamente la oscuridad detrás nuestro hasta que sucedía. ¿Qué pasaba? Algo empezaba a moverse, unos ojos reptilianos parpadeaban sobre nuestros hombros, una mano nos hacía cosquillas en el cuello.
Años después me hago fan de una serie cuyo nombre remite a ese experimento diabólico y a una tradición bastante larga de alquimistas desenfrenados. Black Mirror, se llama, y es probablemente una de las mejores, al nivel de Los Sopranos o The Wire. Ya los veo refunfuñar, fanáticos, los veo atorarse con el café con leche ante tamaña comparación, y debo decirles que no me importa. Sobre todo porque Black Mirror es a) Una serie de ciencia ficción, o por lo menos con un elemento de ciencia ficción y b) a diferencia de las otras, está compuesta por unitarios, tres por temporada, algunos mejores otros geniales. Con esas limitaciones, los directores crean perfectos cuentos de hadas contemporáneos, pequeñas parábolas morales sobre nuestra vidas híperconectadas que ninguna serie puede alcanzar ni de cerca.
Cada uno de los capítulos plantea un futuro posible, una derivación potencial de la tecnología en nuestra vida cotidiana. Pero es ese elemento el que cambia con respecto a nuestra realidad. No hay autos voladores ni grandes despliegues técnicos. Es una clase de ciencia ficción madura, centrada (como todo lo que vale la pena) más en los personajes y sus emociones que en la explicación técnica de tal o cual artilugio.
Hay un artista conceptual que obliga al Primer Ministro de Inglaterra a tener relaciones sexuales con un chancho. Hay un hardware instalado debajo de la oreja que permite registrar la memoria de lo que ves y proyectarla en una pantalla. Hay una chica que pierde al novio y lo reemplaza por un androide, que ha tomado su forma y su carácter de las redes sociales que frecuentaban.
Lo que problematizan los capítulos es la realidad creada por internet, o como esa realidad afecta nuestras emociones. La forma en que los dispositivos ya son –casi, casi– parte de nuestros cuerpos, y la pregunta sobre qué pasará cuando los incorporemos definitivamente. Si la realidad es lo que perciben los sentidos, ¿qué sucederá cuando le demos a la tecnología el permiso para alterarlos? ¿Hasta donde sabemos que no han sido alterados sin que nos demos cuenta? ¿Podemos vivir en las redes sociales? ¿No constituyen, ya, una realidad paralela en la que nos sumergimos durante más tiempo del que nos gustaría?
Estas preguntas confluyen la serie, pero no de un modo intelectual, si no desde las propias experiencias de los personajes, que son (al modo inglés) comunes y corrientes. Su creador, Charlie Brooker, declaró que “si la tecnología es una droga, ¿cuáles son entonces sus efectos secundarios?” como la cuestión disparadora de los capítulos. ¿Cuánto tenemos que esperar para que nazca una asociación de Adictos Anónimos al Facebook, con su histeria permanente y su permanente historia de parejas rotas? Leo que una chica se traga su celular para que su novio no lea los mensajes, no sé si es verdad o mentira, pero me gusta y me sirve. Toda esta cuestión está bien ilustrada y pensada en el libro “Las redes sociales” de Sebastián Robles, recientemente editado por Momofuku, que plantea un poco borgeanamente la posibilidad de redes sociales alternativas, muy creíbles porque están a un paso de nacer. Una para los que buscan el algoritmo de la pareja perfecta, otra para los que están a punto de morir, una tercera “para escritores realistas”. El mundo de Robles es otro y es el nuestro, a la vez.
A pesar de ser negro, el espejo de Black Mirror nos refleja como somos. Es, en cierto sentido, más realista que la propia realidad. El futuro llegó hace rato pero de un modo más tenebroso y sutil del que muchos escritores del sci fi imaginaron en los 50. Al final de “Un hombre enamorado” del noruego Karl Ove Knausgård, éste se plantea la necesidad de dejar atrás la ficción y escribir sobre lo que “realmente” le sucedió. La ficción ya no le sirve para decir lo que debe y recurre entonces a la autobiografía, a la primera persona, a descular el corazón del asunto sin callarse nada. La moda de las biografías, de los libros que hablan de una supuesta realidad, no es otra cosa que la respuesta de la narrativa a la extraña época en la que nos tocó vivir. Por eso el libro de Jorge Rial vende tanto, compruebo, mientras una mano helada me estruja mi verde corazón, quizás la del diablo que mi maestra me enseñó a ver en un espejo oscuro.
Tomado del blog de Eterna Cadencia
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