:: COLABORACIONES ::
Escribir después
17-07-2013 | Esteban Dipaola, Luciano Lutereau
¿Cómo escribir después de los noventas, después de Casas, después de Aira? ¿Cómo perder el miedo a decir siempre lo mismo, a lo cursi, al amor? Esteban Dipaola y Luiciano Lutereau se refieren a los horizontes y anacronía de una literatura (en) por-venir en su libro Escribir después (Outsider 2012).
Por Esteban Dipaola y Luciano Lutereau
Lo que cuento es la historia de los próximos
dos siglos. Describo lo que vendrá,
lo que no puede dejar de venir.
Friedrich Nietzsche
1. Alguna vez, en cierta conversación pasajera –esos pasajes de los que están hechas las ciudades modernas–, Daniel Melero confesó que se había dado cuenta de que había aprendido a escribir cuando le perdió el miedo a ser cursi.
2. Escribir después se arroja sobre una temporalidad: no se trata de reescribir la tradición, sino de postergarla, de producirla como un horizonte.
3. Escritura horizontal del post-cursi.
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La escritura del después debe perder sus propios miedos. El miedo a los noventa, a escribir como Casas o como Aira, o a no escribir como ellos. El miedo a decir siempre lo mismo. El miedo a lo cursi y el miedo al amor que –como los noventa fueron bien narcisistas– es el miedo al Yo.
Escribir después es escribir sobre el amor, pero sin miedo (con la fobia se hacen tesis universitarias pero no se escribe). Es haber perdido el miedo a todas las noviecitas de la adolescencia y a todas las que decían que no cuando se pretendía bailar un lento con ellas. Porque la literatura le perdió el miedo a los formatos. La literatura ya no viene solamente en libros y en páginas cosidas o mal pegadas por la crisis. Ahora viene en blogs, en Facebook, en Twitter, en ciclos de lectura en centros culturales y librerías, en poesía de la música indie, en obras de teatro que eligen como temática el amor, casi como en un gesto anacrónico. ¿No será que escribir después representa necesariamente ese recurso de reinscripción del tiempo como una anacronía?
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Pasaron los noventa. Se agotó el narcisismo de la autorreferencia. Volvimos a hacerle caso a Nietzsche y reemplazamos el yo por el eterno retorno de una década que no deja de producirse. Y que no deja de no producirse.
Pasaron los dos mil y nos queda la viviente postergación del después, la figura de la anacronía. Estamos ahora porque tenemos que escribir después. Pero eso no implica un antes. Una tradición-ahora. Un instante inextenso sin sucesión, que no dura. Puro resto diferencial.
Y ahora se escribe sobre el amor (amor peronista, amor desaparecido, amor zombie, amor kung fu y nada más que amor) y no importa ser cursi.
La literatura se ha vuelto hermosa –ni bella ni feliz–.
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¿Estamos hablando de la postmodernidad? Pero digámoslo bien, incluso rechazando ese gesto soberbio y despectivo con el que los intelectuales suelen referirse a lo “posmo”.
Porque no hay nada más anacrónico que la postmodernidad. Sí, claramente, es la lógica cultural del capitalismo avanzado, pero porque reintroduce los materiales de todos los tiempos y los rehabilita en un gesto totalmente atemporal, extemporáneo, los vincula y dispersa a la vez.
El anacronismo de la postmodernidad se evidencia en ese momento en que, por fin, se siente que todo es decible, que cualquier música es escuchable, que cualquier paper es un texto literario o que hay condiciones veritativas válidas para hacer de una poesía una demostración lógico-analítica. La postmodernidad, en definitiva, merced a su lógica insaciable de saturación, llena de deseo y de flujo los vacuos sitios modernos sobre los cuales el yo derrumbaba ontologías inermes con fatigadas preguntas acerca de la nada.
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Pero también hablamos de literatura.
Lo que ha sucedido es que la literatura inventó el síntoma: no es que los noventa regresan como un trauma que se repite y del cual no es para nada fácil liberarse o reponerse. Al contrario, los noventa hacen su aparición como síntoma porque la literatura los inventa otra vez y los ofrenda en un sacrificio invertido; es decir, no se trata, como en el sacrificio típico, de la sustitución de un cuerpo por otro, sino de la restitución del cuerpo. Por eso puede ahora definirse a la literatura como “postautónoma”, pues ya no se trata de si es buena o mala, no se trata de la legitimidad del autor o del campo específico, sino de su vínculo con los materiales disponibles. El secreto mejor guardado de la literatura del presente es poder decirlo todo. La literatura se vuelve postmoderna en ese efecto de restitución mediante el cual repone experiencias inactuales y descubre en las nuevas narrativas el síntoma que, como definimos antes, se expresa en la manifestación anacrónica del amor.
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“Si estás vacío, llenate”, dijo el Diego. La estética de los noventa siempre estuvo confirmada en el gesto intersticial de situarse entre la idea de “no hay nada” y la de “todo lo que hay”; y desde ese gesto se combinó una escritura del después. Esta escritura del después ya no se inserta en la lógica de los despojos, es un ejercicio y un gesto postmoderno que interviene sobre las lógicas de los distintos posibles reagrupamientos de los materiales, en la reutilización, el reciclaje, la transfiguración permanente de lo que ya hay.
“Todo me sirve, nada se pierde, yo lo transformo”, canta Cerati.
Si había restos, todo eso sirve. La escritura del después no repite los noventa, acepta la pulsión de una década, pero donde había vacío lo llena con amor. Todos hablan de amor cuando escriben después, y simplemente debido a que no se puede pensar el después sin amor (y lo mismo ya lo había sentenciado Páez cuando empezaba la década del noventa).
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De este modo, de lo que se trata es de una escritura a contrapelo, pero no como sucede con las tesis críticas de las representaciones metafísicas de la historia y del tiempo. Se trata de una escritura a contrapelo de su propio ejercicio, una escritura que insiste –sin temores–. Una escritura que podría metamorfosear su forma en contenido y viceversa permanentemente. Es una escritura de montajes vertiginosos que, sin embargo, son proyectados en cámara lenta para que se advierta claramente la repetición de su inevitable diferencia. El dasein del anacronismo del después (y del amor) aparece: es la escritura de un ahora postergado.
El ahora es un loop (una autoaplicación del lenguaje) y en esa insistencia repetitiva sólo puede ser después. He aquí el gesto específico del anacronismo: la repetición se sube encima del ahora como después.
Por eso escribir después consiste en el trabajo permanente sobre. Por eso no se agota en una reescritura. Es el fin de los estilos medios. Todo se publica, todo se edita, yo lo transformo.
Tomado de http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2013/29527#more-29527
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