:: COLABORACIONES ::
El sacrificio del cordero
26-07-2012 | Juan José Saer, Luciano Lamberti
Con este texto Lamberti inaugura In the flesh, una serie de artículos sobre carne y literatura.
Por Luciano Lamberti.
Cuando era chico íbamos al campo a visitar a una familia amiga de mis viejos, y había una escena que se repetía en todos los viajes. Al atardecer buscaban uno de los chivos jóvenes del corral, lo ataban del cuello y lo llevaban hasta un árbol, en el patio, ahí lo colgaban bocabajo y le cortaban la garganta con un cuchillo. El lamento del animal, que lloraba durante el proceso, se volvía un ruido líquido, burbujeante. Después lo abrían en canal, le tiraban las tripas calientes a los perros, lo despejellejaban y lo cocinaban sobre brasas en el piso de tierra. Era un trabajo de hombres: las mujeres esperaban adentro de la casa (a mamá la escena le daba impresión, aunque después comía con buen apetito).
Yo era un niño, pero tenía la impresión de estar viendo algo significativo, no sabía qué, y no lo entendí hasta mucho después, cuando leí El limonero real, de Juan José Saer.
En Saer la comida es importante y al leerlo uno asiste a muchas: pescados cubiertos de papel de diario y cocidos a las brasas, asados con diálogos filosóficos, salamines cortados sobre una tabla y dispuestos con cuidado geométrico. Pero ninguna es para mí tan vívida como la cena de Año Nuevo descripta en esa novela.
En Saer la comida es importante y al leerlo uno asiste a muchas: pescados cubiertos de papel de diario y cocidos a las brasas, asados con diálogos filosóficos, salamines cortados sobre una tabla y dispuestos con cuidado geométrico. Pero ninguna es para mí tan vívida como la cena de Año Nuevo descripta en esa novela.
Durante su lectura, algo empieza a murmurar alrededor. Puede olerse la carne recién cocida, oírse los cubiertos que se depositan sobre el plato o los vasos entrechocándose. Saer es un gran amante de materialidades, de texturas, de percepciones, y cualquier cosa enfocada por el lente de su cámara obsesiva adquiere, después de ser trabajada por él, una especie de halo sagrado. Esa cena en medio del campo, sobre un tablón, con insectos golpeando los focos colgados de los árboles, zooms hacia los dientes que desgarran la carne y la grasa que brilla en las bocas de los que comen, comienza después de un rato a volverse inquietante, casi pornográfica.
Épica de 24 horas, a la manera del Ulises de Joyce, El limonero real cuenta la historia de un día en la vida Wenceslao y su esposa, dos campesinos santafesinos pobres que viven a la orilla del río. La simpleza de la trama le sirve a Saer para narrarla de modo fragmentario, como si registrara los restos de una explosión, en escenas encabezadas todas por el mismo comienzo (“amanece, y ya está con los ojos abiertos”).
El centro de esa explosión, que lleva a desintegrar la consciencia de su protagonista en las páginas finales, es la muerte del hijo de Wenceslao, albañil en la ciudad que se cayó de un andamio. Su muerte es la causante de que la madre viva encerrada en la casa, sin ver a nadie, y de que meses después (según se nos informa en uno de los flashforwards) Wenceslao se eche al abandono y ya no corte el pasto ni trabaje. El dolor por la muerte del hijo los paraliza. Wenceslao piensa en él obsesivamente a lo largo de la novela, realizando siempre la misma acción, como en un holograma proyectado en el aire: el chico cruza el patio, vestido con un “pantaloncito descolorido”, toma el sendero de arena y al rato lo oye zambullirse en el río.
Después viene la cena de Año Nuevo y Saer se toma el tiempo para describirla. En una sola larguísima frase, digna de su ídolo Faulkner, muestra no sólo las etapas de preparación del cordero, los ingredientes de las ensaladas y la apariencia de un sifón de soda, sino el futuro de los huesos, devorados por la tierra y vueltos a escupir:
(…) objetos ya irreconocibles que quedarán semienterrados y ocultos por los yuyos en diferentes puntos del campo durante un tiempo incalculable, indefinido, en el que arados, lluvias, excavaciones, cataclismos, la palpitación de la tierra que se mueve contínua bajo la apariencia del reposo, los paserarán del interior a la superficie, de la superficie al interior, cada vez más despedazados, más irreconocibles, hechos fragmentos, pulverizados, flotando impalpables en el aire o petrificados en la tierra (…)
(Etcétera, etcétera. Entre paréntesis: qué insoportable, ¿no? ¿Cómo puede escribir una frase así?)
Bueno, hay un momento en la lectura de esa escena, después de páginas y páginas, en el que el cordero sacrificado se convierte en el hijo muerto. Lo entendí una tarde, tirado en la cama de una pensión de estudiantes cuando cursaba mis primeros años de Letras: el cordero es el hijo, el cordero es el hijo. Entendí también la escena del chivo de mi infancia, como si hubiera tenido que leer eso para saberlo.
La muerte de un animal en ese pobre rancho santafesino crece hasta volverse un ritual, un sacrificio. El chico muerto, el cordero sacrificado para Año Nuevo: la naturaleza es un gran monstruo devorador que necesita de los inocentes huesitos para seguir reproduciéndose a sí mísma.
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