Los que aman ardientemente los libros constituyen, sin saberlo, la única sociedad secreta excepcionalmente individualizada. Sin que lleguen a encontrarse nunca, se parecen gracias a la curiosidad por todo y a una disociación sin edad.
Sus elecciones no se corresponden nunca con las de los editores, es decir, las del mercado. Ni con las de los profesores, es decir, las del código. Ni con las de los historiadores, es decir, las del poder.
No respetan el gusto de los demás. Prefieren alojarse en los intersticios y los repliegues, la soledad, los olvidos, los confines del tiempo, las costumbres apasionadas, las zonas de sombra, los bosques de ciervos, los cortapapeles de marfil.
Forman por sí mismos una biblioteca, de vidas breves pero numerosas. Se leen entre sí en silencio, a la luz de las velas, en un rincon de su biblioteca, mientras que la casta de los guerreros se mata estruendosamente en los campos de batalla y la de los comerciantes se devora desgañitándose bajo la luz que cae a plomo sobre las plazas de los burgos o sobre la superficie de las pantallas grises, rectangulares y fascinantes que han sustituido a esas plazas.
Pascal Quignard.
Vida secreta.
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