:: El libro en la pizarra ::
Pinchazos a la médula
29-06-2012 | Elvio E. Gandolfo, Nicanor Parra, Prólogos
El prólogo de Elvio E. Gandolfo a los poemas que él mismo antologó según su experiencia y su gusto de lector repetido de la obra de Nicanor Parra. “Parra desconfió de y atacó todo el paquete verbal y de actitud que era «lo poético»”, dice.
Por Elvio E. Gandolfo.
parranda largaEn el llamado Siglo de Oro la lengua poética castellana experimentó una explosión nuclear, cuántica, con Quevedo y Góngora como polos opuestos generadores, y con Cervantes y la picaresca actuando sobre la lengua de la prosa. En el siglo xx los dos grandes virajes o sacudones del lenguaje poético español y latinoamericano lo propinaron el nicaragüense Rubén Darío y el chileno Nicanor Parra.
A su vez la recepción de este último fue variada y despareja, desde países de América Latina donde aún hoy su impacto sigue siendo escaso, pasando por países como el propio Chile, Argentina, Uruguay, o Nicaragua, que lo recibieron y procesaron a fondo, hasta sitios como Estados Unidos, donde recibió él mismo el sacudón de Whitman (al que encontró al fin demasiado solemne) y el apoyo de los beats (Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti), que lo difundieron y reciclaron. O la presencia más secreta en la Inglaterra donde Parra, ya profesor de Matemáticas y Física, estudió cosmología a fines de los 40, y absorbió los elementos de lo que Julio Ortega llama «el dialoguismo civil de la moderna poesía inglesa» (W. H. Auden y otros). A su vez Parra desconfió de y atacó todo el paquete verbal y de actitud que era «lo poético», y cortó a través de los siglos en busca de fuentes y actitudes, sin detenerse en el Renacimiento, hasta llegar a una Edad Media donde la poesía y la cultura popular tuvieron su momento de mayor vigor (Rabelais, Villon, el carnaval).
Parra vio con claridad el punto: enseñar a hablar otra vez por escrito, y a través de ese cambio dar un giro de 180° a lo aceptado, lo conveniente, lo formal. Las vinculaciones que a veces se establecen entre su propio proyecto y el de la poesía así llamada «verbal» de los años 60 suelen ser forzadas. Para usar una metáfora de Gombrowicz (uno de sus favoritos), en términos generales esa poesía terminó por ser un huevo pocho, y su poesía sigue siendo, ahora que él mismo se acerca al siglo de vida biológica, un huevo duro.
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Una casi obligación previa que Parra se impone es ir abriendo puertas nuevas, desarticular la expectativa automática, la explotación de un terreno ya conquistado. Poemas y antipoemas (1954) fue una bomba de profundidad, cuya necesidad imperiosa se captaría a pleno una década más tarde. Integrante de una vasta familia de músicos y poetas populares (donde brilló con una luz de vigor y nitidez casi insoportable su hermana Violeta), dio un primer corte lateral con La cueca larga. Folklórica sí, pero dialogada, y con una capacidad de enganche temático y anímico sucesivo que termina por comunicar la sensación de lo interminable, de la potencia generadora que se retroalimenta. Un fenómeno inexplicable de recarga (en vez de gasto) de energía, que es posible captar cuando se oye uno de sus recitales, donde su voz metálica promueve la necesidad del oído de seguir oyendo, a diferencia de otros autores con timbre semejante que, sencillamente, adormecen a base de percutir.
Por escrito, ese mecanismo de infinitud (que al fin termina) se registra en los discursos sobre Rulfo o sobre Huidobro recogidos en su último gran libro, Discursos de sobremesa (2006). Allí encadena poemas en vez de coplas, sin un sistema de dependencia lineal, sino en despliegue centrífugo a partir del nombre homenajeado, sin negarse ningún desarrollo, incluso crítico, por lo general breve, para mantener el equilibrio entre el avance y la proyección en direcciones distintas.
Aquel primer libro-explosión de 1956 incluía en el título la palabra clave: «antipoemas» (aunque siempre subrayó la relación inevitable con la palabra «poemas»). Según contó en una charla en un liceo, el nombre se le había ocurrido al pasar por una librería donde vio el libro de un francés, titulado Apoèmes o Apoemas. Se preguntó por qué el autor no se había atrevido a usar la palabra «antipoemas». Ya decidido, definió el antipoema como claramente «estrambótico, más o menos destartalado», y lo relacionó con el poema, la otra «mitad de la historia».
Hay que subrayar además el apoyo inmediato que tuvo una obra que venía en realidad a desmoronar y cambiar gran parte de lo establecido. El propio Enrique Lihn (junto con Parra el poeta más complejo y profundo de la segunda mitad del siglo xx en Chile) recibió con una aguda nota de presentación los primeros «antipoemas» y seguiría acompañando su obra con una crítica aguda y perceptiva. El libro incluía también un texto de encomio de Pablo Neruda, si bien con el tono un poco desabrido de la nota de circunstancias (al estilo de las abundantes similares que escribió Borges, aunque menos ladina). Con Neruda estableció un juego de sombras especial, dado que se le aparecía una y otra vez en su camino. Un muy extenso discurso de Parra en 1962 para darle la bienvenida a Neruda como Miembro Académico de la Universidad, le permitía al paso una de esas fulguraciones teóricas que salpican sus poemas y sus textos o reportajes: decía que en un extenso poema del autor de Residencia en la tierra se producían «pinchazos a la médula», término que repetiría después para definir la búsqueda de su propia obra, parte del efecto sensorial de la antipoesía.
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Con la llegada de la antipoesía hay no sólo un cambio desde la trascendencia, la penumbra o la sombra a la luz, la claridad y la nitidez. También se sube el volumen de la voz. Al leerla se tiene la sensación de ser interpelado en voz alta por un sujeto cambiante (desaparece el «yo lírico»), que suele presentar rasgos de la corte de los milagros que han ido fabricando las ciudades latinoamericanas en sus calles, barrios, plazas y oficinas: borrachos, vagabundos, falsos profetas, fanfarrones, tías macabras, oficinistas engreídos, mujeres como fieras, simples energúmenos. La voz es además como la de un actor que en vez de estar sobre un escenario habla en la calle (muchas veces pasa, en el escenario, con Shakespeare).
Por otra parte la antipoesía no se presentó nunca con el ropaje llamativo, ambicioso y voluntariamente renovador de la vanguardia. Eso hizo más insidiosa y definitiva su inserción en el corpus de la lengua de América Latina, sobre todo teniendo en cuenta que buena parte de sus raíces existían de sobra en el tejido del habla común. De algún modo abarca tanto que termina por no notarse en primera instancia: que se ubique fuera del ámbito académico (aunque no deje de sumar a los profesores a su corte de los milagros) colabora en esa paradoja existencia/inexistencia. Su temática y tono casi prosaicos disimulaban además el extraordinario talento rítmico de Parra, su uso demoledor del endecasílabo, para él una especie de cimiento absoluto del lenguaje, del idioma castellano. Aunque empleó una y otra vez el enfoque conceptual, situacionista. Como esos cuatro sonetos donde las letras son reemplazadas, todas, por pequeñas cruces de cementerio. O aquel recital donde anunció que leería un soneto censurado, y se quedó (dramáticamente) callado el tiempo exacto que habrían durado las palabras dichas.
Tomada su obra en conjunto, el imperio cuantitativo mayor de la antipoesía disimula otras tantas anclas de sentido y expansión que brindan lo emocional, lo romántico, el ritmo antiguo. Todo lector parriano atesora en la memoria «Catalina Parra», «Es olvido», «Se canta al mar». Y más adelante la genial explosión romántica en hueco, que es el adjetivo repetitivo de «El hombre imaginario» (momento desencadenado por su descubrimiento del taoísmo). O el caudal sanguíneo, afectivo, emocional de su canto final a Violeta, que ha quedado sumado a las décimas que ella escribió, alentada, guiada apenas, con fascinación absoluta, por su hermano mayor.
La contradicción, la paradoja, la unión de contrarios, la explosión porque sí («de puro curda», diría el tango), está en la base del sistema, y le asegura su reciclaje permanente. «La izquierda y la derecha unidas / jamás serán vencidas», dice uno de sus artefactos. Él mismo no puede ser, a la vez, más chileno, y menos chileno, más poeta, y menos poeta. Todo el tiempo Parra entra y sale, está y no está. Para encontrar un creador semejante habría que saltar al campo de la música popular, donde Bob Dylan tuvo también él una conciencia plena, desde un principio, de su lugar en perpetuo movimiento, que no podía permitir que lo fijara la máquina de fabricar falsos sentidos del periodismo en un tono determinado (folk, de protesta, rock), igualmente comunicador de lo alto y lo bajo, de la calle y la gran poesía generadora de cualquier época. Ambos, hasta cierto punto, terminaron por ser, como buscaban, hombres de ningún lugar, para mejor comunicar, transmitir los humanos de todos los lugares.
Mientras otras zonas de su interés se concentran en adelantos teóricos de la ciencia (por ejemplo, hace unos años, los «campos morfogenéticos» de los que hablaba cierta biología), buena parte de sus movimientos tienen como fin desmarcarse, no dejar que lo atrape una forma (en ese sentido, recuerda a Gombrowicz). Algunos de sus «artefactos» son chistes, otros tienen la contundencia aforística de los clásicos. Algunos de sus grandes poemas expresan en pocas líneas, que pueden incluir el título: «Pronunciando tu nombre te poseo // no ganas nada con huir de mí / puesto que como dice el título de este poema / pronunciando tu nombre te poseo». Parece tautología, pero en realidad está diciendo otra cosa, que mantiene su caudal inexplicable.
Del lado del receptor, su lectura provoca una y otra vez la activación de energías físicas y psíquicas en el pecho, el cerebro, el corazón y los pulmones. Todos órganos activados (con mejora notable de la salud horizontal y vertical) por la risa, un efecto frecuente de su poesía. Pero también por la confirmación de que al fin alguien dice eso que estaba tan a la vista que casi nadie lo veía.
Parra habla en serio pero en broma, en broma pero en serio, aunque siempre una firmeza de actitud, una conciencia cultural de siglos de producción de lo que a él le interesa, una historia personal compleja lo alejan de la mera provocación, de la transgresión en frío, calculada. Parte de su visión del mundo nació de un terremoto que destruyó el pueblo donde vivía, y a la larga terminó siendo un terremoto él mismo, pero otra vez paradójico, porque va construyendo tanto como lo que va destruyendo, y nuevo, inesperado.
De modo tan poco perceptible a primera vista como el de su poesía, y sin alejarse de ella, Parra ha ido siendo uno de los mejores lectores y críticos de la propia poesía chilena, tarea continuada en reportajes o textos de ocasión. Desde Gabriela Mistral a Pablo de Rokha, desde Huidobro a Neruda, los faros principales de ese trayecto nacional específico pasaron bajo su mirada y fueron devueltos en opinión, en uso, en crítica, en broma. Pero mascándolos, digiriéndolos: «Neruda no es el único monstruo de la poesía; hay muchos monstruos», declaró. «Por una parte hay que eludirlos a todos, y por otra, hay que integrarlos, hay que incorporarlos. De modo que si ésta es una poesía anti-Neruda, también es una poesía anti-Vallejo, es una poesía anti-Mistral, es una poesía anti- todo, pero también es una poesía en la que resuenan todos estos ecos.»
Lo mejor del asunto es que la antipoesía (o, para ser menos clasificadores, lo que Parra hace) no ha terminado por generar una retórica estática, represora. Su influencia se ha difundido por el modo en que atrae su modo de dar permiso, de abrir la cancha en vez de cerrarla, de generar la audacia de hacer aquello que se tiene ganas de hacer, sobre todo con las palabras. Dicho de otra manera, la acción, la existencia, la influencia de la antipoesía puede detenerse por entero en cualquier momento. Y no pasa nada. O, justamente allí, pasa de todo. A partir de lo que siempre puede hacerse, en silencio, sin que nadie se entere: leerla.
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La selección de esta antología la hice a partir de mi experiencia y gusto de lector repetido de la obra de Nicanor Parra. Una experiencia revisitada ahora en su totalidad, verso a verso. De las dos funciones que suelen mencionarse como útiles en una antología (ser representativa, elegir lo mejor) hice hincapié en la segunda.
El ordenamiento es cronológico. En ese sentido restituí al principio del volumen esos primeros libros o poemas publicados en revistas que suelen saltearse para soltar de entrada la potencia de los Poemas y antipoemas. De allí vienen, en todo caso, y como lector opino que eso se nota en los que elegí.
Al final del volumen incluí un par de apéndices. El primero es un brevísimo manifiesto, una poética de 1948. El otro, su muy citado Discurso de bienvenida en honor de Pablo Neruda de 1962[*]
[*] La mejor fuente de aspectos personales y teóricos, estéticos y hasta políticos es Conversaciones con Nicanor Parra, de Leonidas Morales T. (Fondo de Cultura Económica, México, 1991). Una buena visión teórica, condensada y densa, es el prólogo de Julio Ortega a Poemas para combatir la calvicie (Fondo de Cultura Económica, México, 1993). Un extenso recorrido de su obra, prolijo y anotado, de tono académico, es el extenso prólogo de María Ángeles Pérez López en Páginas en blanco (Universidad de Salamanca, Salamanca, 2001), editada en ocasión del X Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. El tomo I de la excelente edición de sus Obras completas & algo + (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2006) incluye una masa de datos y textos de archivo en su apartado final de Notas.
Tomado de http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2012/23559
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