LA LOCA DE LOS GATOS
Paula Irupé Salmoiraghi
Hay una vieja en mi barrio que le dicen la loca de los gatos. ¿O es a mí que me dicen la loca y a ella, la vieja? No importa, la cosa es que las dos amamos los gatos. Mis hijos cuando están malos me dicen que ella es mi mamá y yo les digo que no se burlen de mí y de mi mamá, la verdadera, que era vieja y loca pero se murió hace rato sin haber amado nunca a un gato. Que tampoco se burlen de Esmeralda les digo, que la dejen pasar cuando quiera, que no hace nada, que le den la leche con neskui como toman ellos y no le pongan bichos en la taza. Pero los gurises se ríen, me dicen ahí vino tu vieja y sólo le abren cuando estoy yo, porque cuando yo no estoy Esme se les sienta en el sillón y dicen que después no pueden sacar el olor a meo con nada, que prefieren el meo de gato que el meo de Esmeralda. Malos, muy malos son muy hijos con la vieja (con ella, no conmigo.)
Cuando yo estoy en casa y viene Esme, nos preparamos la pava y el mate y nos subimos al techo. Vamos a la terraza Paulita, me dice ella y yo le digo Ya voy Esme y subimos por la escalera de metal que está en el fondo de mi casa y no nos sentamos en la reposera ni en los silloncitos que tengo allá arriba sino que nos trepamos al techo, las dos, con los gatos, los míos y alguno de ella que la ha seguido o que se viene de techo en techo al rato. Si es de día cerramos los ojos y nos quedamos quietas hasta que el sol nos entibia o el vientito celeste nos refresca, que según la estación del año mi techo es una cosa plana donde estirar todas las vértebras de la espalda bajo el sol rajante o a la sombra del jacarandá de la vereda. Si es de noche miramos la luna y nos contamos versiones verdaderas o inventadas del lobisón o del hombre lobo con más o menos cantidad de cosas cochinas según el humor que estemos. O contamos las estrellas y seguro hablamos de misterios, de mitología, de formas de animales, de la muerte.
La primera vez que le dije a Esme que estar con ella y los gatos en el techo me daba muchas ganas de llorar, no se asustó para nada. Me abrazó y, aunque sentí ese olor suyo tan desagradable, también sentí que su cuerpo era tibio y protector y que no debía ser tan vieja como parecía porque tenía las tetas firmes y los brazos fuertes y debajo del pelo parecía quedar escondido algún resto de perfume o de crema como de vainilla. Después del abrazo me dijo si quería explicarle por qué lloraba y yo le dije que no, que otro día. Y lloré un rato largo en silencio mientras ella le hablaba a mis gatos y me decía que allí arriba todo era más fácil, todo: ver el barrio, entender las cosas, suicidarse.
La segunda vez que le dije a Esme que me perdonara, que no sabía por qué otra vez tenía tantas ganas de llorar, ella me dijo que me dejara de joder y de pedir perdón que para qué me creía que subíamos al techo si no era para hacer, como los gatos, lo que se nos cantara cuando se nos cantara. Me dije que Esme tenía mucha razón pero qué difícil era barcarse eso cuando una es una boluda que se avergüenza de llorar. Esme no me dio pelota, ella nunca hablaba de lo que había que hablar en el momento en que había que hacerlo. Se quedaba callada mucho rato o contaba cosas que no tenían nada que ver en el momento menos oportuno. Por ejemplo: cuando le dije que yo extrañaba mucho a mí mamá, me contó que ella no se llamaba Esmeralda en realidad, que nunca en la vida me iba a decir el nombre de mierda que decía en su documento y que no se lo preguntara y que ella se había puesto Esmeralda por la gitana de El jorobado de Notre Dame. ¿Leíste a Víctor Hugo?, le pregunté. ¿Victor Hugo escribe?, me preguntó y que no, que había visto la peli de Disney y le había gustado tanto como era la chica, la gitana, la Esmeralda, como el pobre jorobado la quería, cómo se escondían juntos en el campanario de la iglesia y desde allí cantaban y bailaban sobre la ciudad y que si fuera por ella mejor no se hubieran bajado nunca. Y que por eso se puso Esmeralda.
Otro día, cuando le dije que había estado todo el día haciendo pucheros porque mi papá estaba muy viejito y se olvidaba y se confundía con todas las cosas y que me daba mucha pena porque ya nunca más me iba a cantar La pulpera de Santa Lucía como me cantaba cuando yo era chiquita y no se sabía la parte en que la pulpera se muere o se la salteaba porque no era cosa de cantarle a una nena chiquita, y ahí, justo ahí ella se puso a hablar del jacarandá. Que era su árbol preferido, que siempre le había llamado la atención mi casa, antes de conocerme, antes de que yo la invitara a pasar al techo, porque tenía ese jacarandá hermoso en la vereda y los seis gatos atorrantes siempre subiendo y bajando entre el árbol, la reja y el tapial. Que jacarandá era su palabra preferida, porque le gustaban mucho las palabras esdrújulas pero también las palabras agudas largas y jacarandá sonaba de la puta madre, así dijo y yo me moría de la emoción.
Me acuerdo que fue esa vez cuando le dije Basta Esme me voy a abajo y salí corriendo pero cuando llegué a la cocina mis hijos me dijeron Por qué llorás así mami y ellos sí que se asustan cuando me ven llorar y andá a explicarles lo del jacarandá y la pulpera y pobres críos quién les manda tenerme como madre. Así que me volví al techo con Esme y ella me sonrió y se desperezó como hacen los gatos, los míos y los de ella, y como yo no voy a aprender a desperezarme nunca.
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