La Trilogía de la Tierra fragmentada, de la estadounidense Nora K. Jemisin, es una de las más ambiciosas e interesantes propuestas transgénero que se hayan acometido en la literatura fantástica. La hemos leído en su conjunto, y del tirón, y en la presente reseña/reportaje os contamos sus puntos fuertes y los más zozobrantes.

Rock. Ilustración de Tom López

Nora K. Jemisin (Iowa, Estados Unidos, 1972) ha conseguido lo que ningún otro autor de fantasía o ciencia-ficción había logrado antes: ganar tres premios Hugo de forma consecutiva (2016, 2017 y 2018) a la mejor novela del género, y que estas novelas sean, además, parte de una trilogía. Nos referimos a la Trilogía de la tierra fragmentada, conformada por La quinta estación (Nova, 2017; aunque originariamente publicada en 2015), El portal de los obeliscos (Nova, 2018; originalmente de 2016) y El cielo de piedra (Nova, 2019; originalmente de 2017). Un hito que ha tardado décadas en conseguirse y que, posiblemente, tardará mucho en poder volver a ser igualado o superado.

Sin embargo, no nos debemos dejar cegar por el hito. Impresionante, sí, pero conseguido por tres novelas leídas y valoradas de forma independiente, en un contexto concreto y distinto cada una de ellas. ¿Cambiaría la valoración si, en vez de leerlas de año en año, con las malas pasadas que la memoria siempre juega al lector, lo hiciésemos leyendo las tres novelas de corrido y sin pausas? En Fabulantes nos hemos remangado y puesto manos a las obra. Aquí tenéis nuestra valoración después de leernos las más de mil cien páginas que suman en total.

El apocalipsis cíclico y sus causas

La Quietud es el conjunto de una tierra dividida en continentes y que, otrora, fue una tierra sola. Aquellos tiempos remotos han sido ya olvidados; tanto, que se ha perdido la memoria de las causas de la división. Pero, en el presente, se siguen arrastrando cíclicamente las consecuencias de aquella fragmentación: las estaciones. Con este nombre se designa a los cataclismos periódicos que, con distintos orígenes, en muchos casos de carácter endógeno del propio planeta, han reiniciado cada varios siglos a la humanidad. Ante este panorama tan incierto e inestable, y para intentar minimizar el dolor y el sufrimiento, en la humanidad se ha desarrollado un grupo, los orogenes (despectivamente denominados orogratas), con un poder especial: el de controlar las superficies rocosas y sus condiciones físicas.

Este poder inmenso les ha granjeado no pocos problemas, así como el miedo y el odio de todos los demás. Un pavor tan grande que, para salvaguardar las vidas de los orogenes, y permitirles hacer su trabajo como protectores de la humanidad sin perjudicar a otros, se ha creado un sistema para controlarlos: el Fulcro, una suerte de escuela, gobernada por unos “guardianes”, donde se enseña a los orogenes a dominar sus poderes y a ser concretamente útiles. De hecho, no pocas veces se nos dice que son “una herramienta”: poseedores de una vida destinada a servir a su función, donde lo personal y lo íntimo queda relegado a un segundo plano.

Otro problema importante es que, para quien no consigue entrar en el Fulcro, y así tampoco consigue controlar sus poderes, sólo hay destinada una vida de odio y de rechazo, en el mejor de los casos, cuando no de muerte y asesinato. De esto sabe bastante la protagonista principal de la trilogía, Essun. Orogén de nacimiento, madre de orogenes, ha sido víctima de la incomprensión, de la persecución y de la muerte incluso dentro de su propia familia. Inopinadamente nacida con esos poderes, ha tenido que esconderse y ocultarse, mentir y engañar, para que no se supiese de sus capacidades, difíciles de ocultar.

Esta tensión moral y vital es, precisamente, el motor principal de la trama. Desde el comienzo sabemos que los orogenes son tan imprescindibles para la humanidad como temibles resultan por la inmensa potencia de sus capacidades. Pero, evidentemente, en la inmensa comunidad humana no todo el mundo piensa igual. Algunos son capaces de tender lazos emocionales positivos hacia ellos, comprenderlos, quererlos, incluso amarlos. Al tiempo que otros, en sentido inverso, desarrollan un rechazo y un odio tan intenso que es capaz, incluso, de traspasar las barreras del amor filial más —presunta y aparentemente— poderoso e infranqueable. De estas tensiones surgen las relaciones entre los personajes.

Para más inri, el contexto de una nueva estación, de una nueva crisis, de un cataclismo en marcha que está llenando los suelos de cenizas, los cielos de nubes que tapan permanentemente el sol, y que ha obligado a comunidades enteras a perecer o a desplazarse durante cientos (o miles) de kilómetros, ha intensificado todas estas tensiones. Las emociones interpersonales rozan en numerosas ocasiones la hipérbole. Cuando los personajes interactúan lo hacen con una evidente vis dramática que no siempre encaja con coherencia ni con el contexto de la trama ni con el de la situación. Aunque en la mayor parte de los casos no importe, a veces sí resta sentido a lo que se nos está contando.

Y esto no debería pasar porque, en el fondo, las estaciones y sus causas olvidadas son la clave que nos llevará desde el principio de la trilogía hasta su final. Más allá de las relaciones entre los personajes, como hemos dicho ya cuando nos referimos a su función como “herramientas”, está su misión en descubrir cómo comenzaron las estaciones, qué las motiva y, por supuesto, cómo se pueden detener. A esto se dedicará nuestro personaje femenino principal con la ayuda de otros extraños compañeros.

The Mountain Kingdom. Ilustración de Max Bedulenko

Personajes principales con fuerza, pero secundarios de relleno

Una nueva estación ha comenzado pero, a diferencia de otras, ésta amenaza con ser especialmente larga, dolorosa y cruel para toda la humanidad. La comunidad es la principal forma de vida humana, pero este nuevo virulento contexto la ha puesto en crisis. A las personas huidas y errantes, provenientes de comunidades desaparecidas, se las conoce con el nombre de comubundos. Vagan sin rumbo y luchan por su supervivencia, en minúsculos grupos o solas, y poseen una muy corta esperanza de vida. Nadie quiere ser un comubundo, pero en la mayor parte de las ocasiones tampoco pueden evitar serlo. El contexto es determinante de muchas cosas relevantes en este universo de la tierra fragmentada.

El Fulcro ha servido durante muchas estaciones para gestionar estas crisis. Pero la actual es de tal magnitud que ni siquiera ellos pueden hacer nada. En un determinado punto, Yumenes, la comunidad que alberga al Fulcro, queda destruida. Los orogenes y los guardianes se dispersan. El mecanismo de defensa ante las estaciones desaparece. Hay que buscar soluciones alternativas y, si fuera posible, quizás intentar acabar con las estaciones. Un objetivo de una enorme magnitud que requerirá la ayuda de otros personajes.

Los acervistas salvaguardan la memoria de La Quietud. Ellos son los responsables de conservar, recordar y difundir las enseñanzas del litoacervo: el conjunto de escritos donde se conserva la memoria respecto a los hechos y las enseñanzas más antiguas. Unas reglas que servirán para gestionar los malos tiempos, pero que en esta ocasión pierden cierta utilidad, porque poco tienen en su interior nada que ayude a salir de una estación que aparenta llegar a milenaria. Tampoco sirven de mucho para recordar lo pasado, porque el litoacervo se comenzó a recabar después de dividirse La Quietud; sí sirve para recordar a los orogenes y su importancia, así como a otros personajes de extraño origen y configuración.

Los comepiedras, por su parte, llevan ahí desde tiempos inmemoriales, posiblemente desde la misma época de La Quietud. Hasta ahora, nadie se había preocupado mucho por ellos, eran unas figuras (literalmente) grises y hieráticas que se movían con sigilo y aparecían de vez en cuando, sin molestar demasiado. La nueva estación, sin embargo, ha despertado de nuevo su interés por la humanidad. Por edad, ellos sí conocen la solución para detener las crisis periódicas en forma de estación, sobre la que enmudecen, porque, de aplicarse, generaría tanto dolor y sufrimiento a la humanidad que se necesitarían de tiempos y de personas extraordinarias para poder llevarla a cabo.

Rocky Terrain. Ilustración de Rafal Banasiak

El tiempo parece ser el presente la trilogía. Solo que entre los comepiedras, igual que entre la humanidad, no todos piensan igual. Para unos, la humanidad no es un problema que les afecte y su sufrimiento y posible extinción no es algo que debiera preocuparles; incluso podría permitir expandir su tiempo en el planeta e imponer su dominio. Mientras que para otros, la vida sólo tiene sentido desde la convivencia y la paz, y por tanto su contribución a acabar con las estaciones es un ineludible asunto de responsabilidad colectiva, independientemente de las consecuencias que para ellos pudiese tener. Otra vez, la lucha entre el demonio y el ángel en la cabeza de quien tiene la solución para el problema. Pero esta vez presentada de forma tan original como confusa, porque ni estos bandos quedan tan bien delimitados como debieran ni su polarización se refleja con coherencia y comprensión meridianas sino a través de referencias indirectas aquí y allá.

No pasa lo mismo con algunos comepiedras que, de la convivencia con nuestros protagonistas, sí tienen un perfil individual perfectamente dibujado y detallado, si bien colectivamente no llegan a encajar del todo. Lo hacen los dos comepiedras principales de esta historia, Hoa, acompañante de Essun, y Acero, acompañante de Nassun, hija de Essun, un nuevo personaje principal que va cobrando progresivo protagonismo a partir de la segunda entrega. Salvo ellos dos, todos los demás son figuras bastante difusas de un aspecto trascendental para la trama (y, en nuestra opinión, de los peor tratados aquí por parte de la autora).

Lo mismo pasa con casi todos los demás personajes secundarios que, de una manera u otra, se va encontrando Essun en su camino. Sólo aquellos que alcanzan un carácter también principal, como el guardián Shaffa, o el poderoso Alabastro, llegan a tener una entidad propia más allá del cliché funcional que tienen asignado. Todos los demás pecan de un llamativo simplismo, reforzado por sus escasas interacciones entre sí, casi todas limitadas a convivir o a hablar con algún otro personaje principal con la misión de actualizar su estado emocional y su propósito en la trama. Un trato muy inteligente desde el punto de vista narratológico, que nos da muestras claras de lo bien pensados que están algunos detalles por parte de la autora, pero que también denotan cierto descuido en la coherencia de los elementos en la construcción del cuadro general que es la trilogía en su conjunto.

De esta forma, al llegar al final, habremos conseguido comprender o empatizar con un reducidísimo grupo de personajes, mientras que muchos otros seguirán siendo un misterio, cuando no totalmente despreciados por un final precipitado y sin tiempo para cerrar todos los hilos que ha ido abriendo a lo largo de más de mil páginas.

Los temas contemporáneos y la 3ª Ley de Clarke

La Quietud es un mundo sorprendente donde uno nunca tiene la certeza sobre en qué tiempo se encuentra. Si no fuese por la cronología anexa de las anteriores estaciones, pensaríamos que estamos ante una sociedad “medievalizada”, como en tantas otras historias del género. Pero la autora decide aquí jugar con nosotros permanentemente al despiste, introduciendo a veces, mediante la voz narradora, conceptos contemporáneos, ideas actuales y temas de máxima popularidad (como el cambio climático, la igualdad de género…), además de cambiar de tercio en algunas ocasiones y trasplantar a los personajes y sus tramas, a las bravas, de una sociedad primitiva o básica a otra altamente tecnificada y tecnológica. Cuando se producen estos cambios, cuando se juega con las reglas del juego de esta manera tan audaz, uno espera que se aplique y funcione la tercera Ley de Clarke —imprescindible en estos casos—, pero esto no sucede aquí.

La archiconocida ley dice que “cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es totalmente indistinguible de la magia.” En La Quietud, la orogenia, o la capacidad de los orogenes para manipular el subsuelo e intervenir (provocándolos o frenándolos) sobre fenómenos geológicos catastróficos como los terremotos o maremotos o los volcanes, es vista como una fuerza mágica, de origen desconocido y de imposible explicación. Tampoco pueden explicar la capacidad para sesapinar (intuir o detectar) a través de sus glándulas sesapinales los movimientos de la Tierra o las cargas emocionales de las personas. Si misterios así, con los que se convive a diario, causan pavor y justifican la discriminación de los orogenes, ¿qué no causaría el saber que existen comunidades en La Quietud técnicamente mucho más avanzadas y poseedoras de medios de transporte o de materiales extraños y ajenos a su conocimiento?

La tercera Ley de Clarke no se cumple en esta trilogía tampoco en la voz del narrador testigo que domina los dos últimos tomos. De vez en cuando, esta voz narradora introduce ideas en física, matemáticas o medicina que no están disponibles en su tiempo ni pasado ni presente —y, si lo estuvieron, no se justifican en modo alguno—. De aquí surge la inmediata extrañeza del lector, que debe recurrir al “Glosario” anexo para aclarar algunas cosas, si bien no todas las ideas a aclarar están contenidas en él.

Wanderers. Ilustración de Guillem H. Pongiluppi

Sociológicamente, la trilogía afronta ciertos temas con una perspectiva contemporánea, humanista y actual, mantenida con coherencia en todo momento. La sexualización de los personajes, el que sean capaces de hablar sin tapujos de sus relaciones, aporta frescura y credibilidad a sus historias. Si bien, en la lectura continuada, se observa como esta característica está bastante más presente en el segundo tomo que en los demás. También se agradece una visión sana del sexo, observado no sólo con fines reproductivos sino también como el mecanismo emocional que es para las personas: una salida a sus sentimientos, una expresión e sus emociones o, simplemente, un motivo de placer ante el que los epicúreos estarán la mar de contentos por su uso en esta trilogía.

Esta sexualización es abierta y generosa. Sin llegar a rozar todavía conceptos como el de “poliamor”, sí se muestra a los personajes abiertos sin límite moral previo en su elección de parejas sexuales o sentimentales. La comprensión y el cariño se puede producir dentro de un mismo género o con personas de otro, incluso entre personas de distinta condición social, o de distinta edad y pertenencia generacional, por no decir personajes de distinto tipo y naturaleza (personas y comepiedras, o personas y guardianes, por ejemplo). En la trilogía se pone siempre a los sentimientos y las emociones por delante de la moral. En cierto sentido, se llega a considerar a la emoción como el motor de la elección, y no a la moral: una posición humanista contemporánea que colisiona claramente con las posiciones más conservadoras.

Siguiendo este camino, otro mensaje contemporáneo positivo que nos ha parecido un interesante toque de modernidad es la gestión de las relaciones de poder dentro de las comunidades. Si lo habitual viene siendo el autoritarismo del “ordeno y mando”, las personas a cargo de las distintas comunidades humanas tienen aquí un posicionamiento humanista de primus inter pares, limitándose a ser uno más dentro de una comunidad que saben gestionar con mano izquierda y ciertas dosis de tolerancia. Sí es cierto que, a veces, aparecen crisis que exigen soluciones “alternativas”. Pero éstas se producen cuando la “democracia” se podría desviar hacia climas de odio y sospecha que en nada se parecen al sentir que debería definir a una “comunidad” cuyos miembros conviviesen en igualdad. En esencia, esta coherencia de comunidades regidas desde la gestión de los distintos se mantiene en toda la novela de principio a fin.

Y, por supuesto, no podríamos acabar este punto sin hacer mención al cambio climático y, desde una perspectiva más profunda, al compromiso que el ser humano tiene para con el espacio que ocupa y con el hábitat del que depende (y se aprovecha, a través de su explotación) para sobrevivir y para obtener su bienestar. En cierto sentido, la orogenia es una capacidad que manipula la Tierra para asegurar un beneficio a la humanidad. Las estaciones son un precio periódico que se paga. Un precio que la novela asume como material, como real, porque en su filosofía, el Padre Tierra es un personaje más, invisible pero omnipresente, de cuya ira surgen las estaciones y, en consecuencia, cuyo apaciguamiento total traerá el fin de este catastrófico ciclo estacional. La pregunta clave es: ¿Cómo se consigue?

Rock Sculpting Time-Lapse. Ilustración de Jonas Ronnegard

Del subsuelo al cielo, pasando por la Tierra y la Luna

Sin destripar la interesante trama, diremos que la Tierra y la Luna juegan un papel decisivo. En la cosmología de La Quietud, en tiempos remotos, ambos cuerpos eran también uno solo. Su separación habría supuesto el comienzo de todo, no sólo de las estaciones sino también del terrible enfado del Padre Tierra para con las criaturas que lo habitan. En consecuencia, el final de las estaciones sólo podría conseguirse a través del final, también, de esta traumática separación.

La reunión de estos cuerpos celestes generaría un cataclismo de imprevisibles y terribles consecuencias. Un precio muy alto a pagar. Pero también un precio definitivo para poner fin a un nuevo período estacionario que, como dijimos, se presenta como el más largo y cruel de todos los vividos hasta ahora, capaz incluso de provocar la extinción de la especie humana. La Trilogía de la tierra fragmentada presenta un interesantísimo y trascendental doble dilema, en forma de alternativas al cataclismo: de un lado, está el fin definitivo del problema; del otro sólo su aplazamiento hasta una nueva repetición del ciclo estacionario. Eso sí, mientras la primera posibilidad exige una acción activa y consciente de los seres humanos por intentar controlar su destino, la alternativa no exige nada más que un cómodo laissez faire donde nadie tiene que comprometerse a hacer nada que no quiera.

Tras las múltiples capas de temas y subtemas (la familia, la tolerancia, la sexualidad, el amor…) uno es capaz de englobarlos a todos: ¿quiénes somos como especie y, en verdad, de qué somos capaces cuando un problema de semejante magnitud nos acecha al conjunto? ¿Cooperaremos o no lo haremos? Al final ¿conseguiremos unir esfuerzos entre los distintos por el objetivo común o no? Desde luego, la obra posee un planteamiento bastante típicamente anglosajón pues, aunque se muestra también idealmente optimista respecto al objetivo colectivo final, lo enfoca desde una perspectiva estrictamente personal e individualista en la que los personajes principales se ven reforzados respecto a los demás.

Tampoco se escatiman esfuerzos, y esta es, quizás, la principal virtud de la trilogía, en dotar de coherencia y sentido a todos los elementos de la trama principal, así como a las inicialmente secundarias (esto es, las que en alguna medida dependen de la principal para mantener su sentido, como es la que alberga el misterio de los comepiedras). La lógica que las mueve, con personajes tan extraordinarios y alejados del típico personaje protagonista medio del género, es difícil de definir para los ojos de un lector acostumbrado a otras cosas. Pero aquí Jemisin pone un especial énfasis y esfuerzo en conseguir que, efectivamente, a través de explicaciones e insistencias —aunque, alguna vez, excesivamente redundantes o fuera de lugar, hasta llegar a romper el ritmo narrativo—, sí consigamos comprender en qué consiste y cómo funciona una orogenia inicialmente más parecida a un poder místico que a otra cosa. Al final, funciona, y eso es mérito de una voluntad autoral de ideas claras y manos firmes.

Nora K. Jemisin, la nueva voz de la Fantasía transgénero

Conclusión: buena literatura pero sin exagerar

Lo decíamos al principio: que novelas individuales y consecutivas ganen el premio Hugo no quiere decir que, desde una visión de conjunto, no adolezcan de problemas que relativicen su excelente logro. En nuestra lectura hemos comprobado cómo la autora ha puesto un especial mimo en el contexto general y en la descripción particular del elenco principal, buscando que todo encaje y su lógica resulte coherente en una lectura larga como la que hemos hecho aquí. Pero su excesiva ambición la ha hecho perder la perspectiva respecto a la coherencia de los elementos científico-técnicos que introduce y en cómo lo hace, así como la ha llevado a descuidar a unos personajes secundarios excesivamente simplificados y reducidos a su papel de comparsa respecto al elenco principal.

Este mismo celo respecto a la trama principal la ha obligado a introducir un “glosario” que no cumple las expectativas de una lectura atenta, así como a introducir en el texto largas peroratas, cuando no capítulos enteros, para explicar determinados aspectos que no hacen sino resquebrajar el ritmo fluido que hasta entonces estaba llevando la historia. Estas discontinuidades se perciben claramente en los saltos de tomo a tomo, y sobre todo del segundo respecto al tercero, haciendo que nos sintamos extraños por la falta de continuidad de ciertos aspectos que dotan a la historia de frescura, originalidad y proximidad respecto al lector actual. Se pierden atributos por el camino, sin que éstos sean sustituidos por otros nuevos, lo que hace que el último tomo pierda mucha de la osadía del primero y muchísima de la frescura del segundo.

Pero no conviene ser demasiado negativos porque, en cierto sentido, lo que Nora K. Jemisin ha intentado hacer aquí es diseñar una propuesta transgénero Fantasía-Ciencia-ficción de la que muy pocos hubiesen salido indemnes. Y ella lo hace casi sin mácula. Pues, aunque incurre en ciertos problemas que restan ritmo y a veces desdibujan la trama, ninguno consigue ni debilitar a unos personajes principales sólidos como una roca ni restar un ápice de solidez a un universo creativo esencialmente coherente.

La Trilogía de la tierra fragmentada es una lectura recomendable, sin duda. Pero se disfrutará más en una lectura demorada de los tres tomos, donde los problemas detectados aquí se ven mitigados y, por tanto, se aumenta la sensación de disfrute. La lectura en continuo muestra fisuras en el conjunto y muestra cómo, y por qué, aunque los premios son importantes para un sistema literario cualquiera, no lo son todo. Ni siquiera lo más importante.