miércoles, 28 de abril de 2021

Mi heroína en Atwood

 

“No mires en la última habitación, la más pequeña, oh querido, mejor no mires”: Distopías antipatriarcales en El cuento de la criada y La puerta de Margaret Atwood

 

Paula Irupé Salmoiraghi

Para Frikiloquio 2019. UBA.

 

 

            La novela y el libro de poemas de Margaret Atwood que nos ocupan hoy me permiten retomar, sostener y ampliar un modelo teórico que vengo explorando desde hace ya diez o doce años. Se trata de lo que he llamado, presa del binarismo sexogenérico del patriarcado y de mi militancia en debates donde la violencia del lenguaje es mi única defensa, “el no-camino de la heroína”. Este mismo espacio de jornadas en años anteriores me ha visto aplicarlo a personajes femeninos o masculinos, sociabilizados como varones o mujeres, de Angélica Gorodischer, Liliana Bodoc o George Martin. Se trata de un modelo superador del mítico camino del héroe: Si aquel, según estudios clásicos de Joseph Campbell, partía del hogar hacia el lugar de la aventura, atravesaba pruebas y obstáculos, vencía adversarios y retornaba para ser coronado, premiado u obtener la mano de su dama, necesité decir, con mi modelo de heroína, que hay, en todas nuestras narraciones, otras formas heroicas. No son lineales sino circulares o elípticas, no avanzan ni conquistan sino que engordan y se expanden sin abandonar su centro, no se caracterizan por la fuerza, la valentía, la inteligencia o la individualidad irrepetible y potente de todo héroe sino por cualidades que todas las comunidades reconocen como valiosas pero no dan el nombre de heroicas: hablo de la curiosidad, la unión con otres más allá de cuerpas y especies, la solidaridad, la capacidad de comunicación, ronda, grito y canto, el poder de la memoria, la narración y la alegría. Y digo que la heroína, se encarne en el cuerpo que se encarne, no conquista ni vence en combate a monstruos y oponentes, sino que se deja atravesar por realidades adversas y las diluye, ofrece su cuerpo múltiple para ser penetrado y reproducir, a través de sí misma, cuerpos, textos o verdades que son valiosas para la comunidad.

 Te muestro una muchacha fugitiva, de noche

entre árboles que no la aman

y sombras de muchos padres 

 

que no le indican el sendero” (2009, 189), 

comienza diciendo la yo lírica del poema “La esencia del gótico” en La puerta, libro de Atwood publicado por primera vez en 2007. Esta voz, que se define a sí misma como “la vieja/ que aparece siempre en cuentos como éste” puede leerse en paralelo con la narradora de El cuento de la criada, ya que ambas sostienen heroicamente la denuncia del presente distópico y la fe sagrada en el pasado sumergido por las jerarquías patriarcales que aflorará irremediablemente en un futuro utópico y liberador para las múltiples formas de vida no violentas que no se adaptan ni quieren adaptarse a las máquinas de las guerras y los poderes de la humanidad viril.

            Por otro lado, el título de este trabajo replica otro de los versos de La puerta que me permite clarificar que el sistema patriarcal somete y tortura todo cuerpo no funcional leído como no hegemónico o normalizado: “No mires en la última habitación, la más pequeña, oh querido, mejor no mires” (2009, 127) dice el poema “Palacio de hielo” en el que el sujeto amoroso masculino, “querido”, ocupa el clásico lugar de la sin nombre “esposa número x de Barbazul”, aquella entre tantas que debía ocultar su curiosidad, cuidarse de no conocer los secretos del poder que la domina y del espacio que habita sin ser libre.

            La poesía de Atwood comparte con su novela la descripción de los efectos dolorosos del presente y los modos en que las heroínas reconstruyen mediante la esperanza sus cuerpos y sus espacios. En el poema “Europa con cinco dólares al día”:

Me he desconectado.

Puedo sentir el lugar

al que estaba unida.

Está en carne viva, como cuando te cortas

un dedo con un rallador. Es un revoltijo

de imágenes hechas añicos. Me duele.

¿Pero en qué parte de mí

está exactamente el tallo arrancado?

A veces aquí, a veces allá.

 

Mientras tanto, la otra muchacha,

la que tiene memoria,

se acerca cada vez más.

Me alcanza, arrastra tras ella, como humo rojo,

la cuerda que nos une. (2009, 21)

            La heroína es múltiple, no se trata de sujeto individual desdoblado o esquizofrénico, ni de espejamiento egocentrado sino de comunidad y población multicorporal. Lo que podría leerse como desdoblamiento entre voz lírica y sujeto lírico, o Defred y June, cuerpo que añora el pasado y cuerpo que sufre el presente, no es división sino suma. Ante el dolor de la separación del lugar al que está unida, ante el corte, la carne viva, el revoltijo, el tallo arrancado, la heroína apela a la memoria y a la cuerda y el humo que la une con otres como ella. De más está decir que las estrategias patriarcales siempre son de división, silencio y olvido y que los estereotipos de unidad, univocidad y coherencia lineal suelen impedirnos ver estos movimientos de duplicación y multiplicación como heroicos. 

Dentro de este esquema, la figura de la casa familiar, de lo cotidiano, de “la mujer” como “ángel del hogar”, de su dulzura y paciencia como única función en relación con el retorno del guerrero y su felicidad final aparecen tematizados en Atwood en ambos libros. En el poema “La resurrección de la casa de muñecas”, por ejemplo:

(…) ahora es un hogar.

Brilla desde adentro.

El felpudo dice Bienvenidos.

Sin embargo, estamos preocupados

por cuitas cotidianas.

¿Cómo hacer que sea seguro?

Hay tanto de lo que defenderse.

Podrían padecer enfermedades o emitir lamentos,

o encontrar una tortuga muerta.

Podrían tener pesadillas.

Tendrían suerte, si es sólo una tostada

lo que arde.

 

Madeleine sólo tiene tres años

pero ya sabe

que el bebé es demasiado grande para el cochecito.

Por mucho que te esfuerces en meterlo dentro,

un día, mientras duerme,

se deslizará por un hueco de tu memoria

y logrará escapar. (2009, 31-33)

 

            En oposición a la figura de la perfección familiar del patriarcado, Atwood nos ofrece muestras del desborde que implican las vidas y las cuerpas heroicas: los miedos radican en los sueños de cada quien, en los contagios entre seres enfermos, en afectos animales perdidos, en productos reproductivos como el bebé (cuerpo que ha crecido en nuestro cuerpo o fetiche reproducido para entretenernos) que escapan irremediablemente a través de uno de los grandes focos de empoderamiento de toda heroína: la memoria.  No se trata de un acervo humano simplemente, de un resguardo de valores canonizados y solidificados por el poder sino de un humus vivo en el que los aportes múltiples incluyen y centralizan como sagrados los devenires vegetales y animales. La memoria feminista engorda y prolifera en lo salvaje. 

En “Luto por los gatos”, se decide que lloramos por los gatos porque tenemos frío sin su pelo y porque, igual que las doncellas focas de la leyenda nórdica, al desaparecer ellos, “hemos perdido/ nuestra segunda piel, encubierta/ a la que nos mudábamos,/ cuando queríamos divertirnos, / cuando queríamos matar/ sin pensarlo dos veces, /cuando deseábamos despojarnos del insufrible peso/ de ser humanos.” (2009, 41). 

En “Mariposa”, el padre logra su momento epifánico al ver una mariposa en un tronco río abajo, visión que lo sacará de la vida lineal de héroe viril y lo llevará a buscar meandros y fluires que lo devuelvan al mundo integrado que añora. 

En “Grillos”, Atwood retoma y corrige la tradición aceptada en las fábulas tradicionales:

La hormiga y el saltamontes tienen

su lugar en nuestros bestiarios:

la primera atesora riqueza, el segundo

gasta. Estamos en el término medio: aprobamos a

la hormiga (lo dice la razón); amamos

al saltamontes (el corazón);

emulamos a los dos: ¿por qué elegir?

si podemos acopiar y jugar.

 

Pero los grillos han sufrido

nuestra censura: No tenemos

grillos en nuestros hogares. No tenemos hogares.

 

No obstante, nos despiertan

en las frías noches,

vocecitas tímidas que no podemos situar,

relojitos haciendo tictac,

relojes baratos, pequeños recuerdos de lata:

tic, tic, tic;

en algún lugar de las sábanas,

en los muelles, en la oreja,

aquellas hordas de muertos famélicos

regresan siempre, igual que nuestro pulso. (2009, 55-57)

 

            La metáfora del grillo le sirve a Atwood para señalar aquellos rasgos humanos animales que el patriarcado ha castigado y que la heroína reivindica como cualidades valiosas para nuestra supervivencia. El pulso, el latido, el tictac del tiempo vuelve cíclicamente, irrenunciablemente y une a los vivos con los muertos, los muertos famélicos porque no son alimentados por lo sagrado sino olvidados por las hormigas razonables y racionales que el patriarcado quiere que seamos. La idea de totalidad y de circularidad es central para romper la linealidad, la especificidad, el espejismo e, incluso, los binarismos dentro de los que seguimos viviendo y teorizando. 

La narración y la poesía tienen papeles deslumbrantes en el devenir utópico que movilizan las heroínas. No en vano el título de la novela es “el cuento de la criada” en referencia a las historias que ella misma se narra como sostén en medio del desastre. Y “cuento” nunca será opuesto a “verdad” o a “historia” sino que serán los modos en que la palabra y su belleza nos sirven como bálsamo, escudo y argamasa originaria, todo a la vez. 

En el poema “El regreso del poeta” vemos, exactamente, el recorrido del poeta-héroe hacia su destino de poeta-heroína:

El poeta ha vuelto a ser poeta

tras décadas en el papel de virtuoso.

 

¿No puedes ser las dos cosas?

No. En público, no.

 

Antes, sí se podía,

cuando Dios era aún venganza aterradora

 

y disfrutaba del olor de la sangre,

sin llegar a otorgar su perdón resbaladizo.

 

Esparcías entonces incienso y alabanzas,

luciendo en la garganta tu collar de serpiente,

 

y cantabas himnos a los hundidos cráneos de tus rivales,

himnos que terminaban en un pío estribillo.

 

Sin sonreir de modo deferente, sin preparar galletas,

sin tener que decir Soy, en realidad, una persona amable.

 

Me alegro de que vuelvas, querido mío.

Ha llegado la hora de reanudar nuestra vigilia,

 

hora de abrir la puerta de tu sótano,

hora de recordarnos a nosotros mismos

 

que el dios de los poetas tiene dos manos:

la una es diestra y, la otra, siniestra. (2009, 61-63)

 

            Este mismo poema nos permite entrar de lleno en el tema de la novela de Atwood como premonición, advertencia o denuncia. Son recurrentes en El C de la C las referencias a “antes” o a “aquellos tiempos” en oposición a “ahora”. En el poema anterior, también se marcan dos planos temporales: un presente distópico que ubicamos en tiempos del patriarcado y sus sistemas jerárquicos de dominio de los cuerpos y la vida y un tiempo anterior, salvaje, libre, que debe ser retomado, recuperado, recordado. Metáforas como el sótano o “reanudar la vigilia” indican que, igual que Defred, el poeta no ha abandonado su lugar sino que ha sostenido su tarea en momentos adversos y es quien se ocupará de empoderar la utopía. “Cantar es un credo/al que no podemos renunciar” dice otro poema titulado “Búho y gatita, algunos años después”, mientras la heroína de El c de la C escribe su relato confiando en lectores ideales:

            ...todavía nos queda

una tarea por hacer, o al menos

tiempo por pasar; por ejemplo, podríamos

celebrar la belleza interior, los jardines,

el amor y el deseo, la lujuria, los hijos, la justicia

social de varias clases, incluso el miedo y la guerra.

Podríamos escribir lo que es estar cansado. Ahora

estamos llegando ahí. ¡Pero somos demasiado

pesimistas! ¡Eh, nos tenemos

el uno al otro, y un techo, y desayunamos

todos los días!¡Nata y ratones! Para

 

la gente como nosotros, en otros lugares, suele ser peor:

una bota levantada, carne envenenada, o los arrastran

por las alas o la cola a alguna pared

o trinchera, o los obligan a arrodillarse

y les vuelan los cesos, salpicando

esta Naturaleza que nos gusta tanto

(...)

El mundo se vuelve

una enorme y grave vocal de horror

mientras, detrás de esas banderas mohosas, los esloganes

que siempre riman con la palabra muerte,

reunen a unos cuantos vejestorios adinerados. Así que

sinceramente, ¿quién quiere escucharlo?

(...)

bueno, querido, nuestra gujereada

góndola de cartón nos ha traído hasta esta orilla,

a nosotros y a nuestra guitarra de papel.

Sin ser ya semiinmortales, sino búho

desplumado y gatita artrítica, remamos

más allá de la última duna, hacia el salobre

mar abierto, hacia la puerta de las cabezas de perro,

y después el olvido.

Pero canta, sigue

cantando, quizás alguien te escuche,

además de mí. El pez, por ejemplo.

Sea como sea, amado mío,

siempre nos quedará la luna. (2009, 83-85)

            Narrar la distopía se vuelve necesidad y valor del testimonio de la heroína que denuncia el sistema viril de las guerras y las jerarquías. Cantar la utopía es reunir pasado y futuro por encima y por debajo del presente patriarcal, apostar a la totalidad de lo vegetal y lo animal, al poder de lo cíclico, de lo blando, lo penetrable, lo fértil. Atwood se hace cargo de la tarea en “Otra visita al oráculo”:

¿No hay esperanza?

lo preguntan una y otra vez. Aunque el cielo está azul como siempre,

y las flores tan floridas,

aguardan ahí con la boca abierta,

los brazos les cuelgan inútiles

como si la tierra fuera a desmoronarse,

como si no hubiera un refugio seguro.

Por supuesto, les digo.

Odio decepcionarlos.

Por supuesto que hay esperanza.

Está ahí, en aquel pozo.

Hay un suministro inagotable.

Inclínate sobre el borde, la verás

ahí abajo.

(...)

Empieza a cavar la madriguera,

a donde reptarás

para hibernar.

 

Llama al oso que tienes dentro,

está en ti, lo estás viendo. (2009, 207-209)

 

    Muchas gracias a todes ustedes y a Margaret.



PAULA IRUPÉ SALMOIRAGHI

 

2 comentarios:

Marcela Vicente dijo...

Qué genial, qué capacidad de análisis, de escritura, celebro cada párrafo, muy interesante, Pau!

Paula Irupé Salmoiraghi dijo...

Gracias, Marce.

Lunes por la madrugada...

Yo cierro los ojos y veo tu cara
que sonríe cómplice de amor...