La hija del dragón de hierro, de Michael Swanwick
Michael Swanwick es otro más de los escritores surgidos en la deslumbrante y fugaz explosión cyberpunk que, una vez superado el acné literario, produjo sus mejores obras. Tras un comienzo titubeante con En la deriva (Júcar) y la más afianzada Vacuum Flowers (su novela más accesible y plenamente cyber, muy deudora del Cismatrix de Sterling), abandonó, como casi todos sus compañeros de chip, las coordenadas habituales del movimiento pero portando consigo su espíritu, la parte punk de la palabreja maldita. Resultado de una admiración rendida por Gene Wolfe y un atracón de las obras del maestro escribió su siguiente novela, la extraña y embriagadora Estaciones de la marea (Martínez Roca), una empanada mental importante que a un servidor le tuvo fascinado durante años. A ver sino dónde han visto ustedes en la misma narración a un gris burócrata que se tira casi todo el libro puesto de hongos (y encima es el narrador de la historia), vagando de un lado para otro en un planeta exótico que parece sacado de una novela de Faulkner ambientada en el decadente Sur estadounidense, instrucciones precisas para la práctica del sexo tántrico, un maletín contestón o un resentido y rabioso avatar de la Madre Tierra, encadenada por traicionar a la raza humana y ansiosa de «arrancar pollas a mordiscos». Son majaderías como ésta las que me recuerdan porqué me gusta la ciencia ficción.
Tras este logro, Swanwick se tomó un tiempecito para componer su siguiente novela. Cuidadoso en la elección de temas y ambientes, procurando evitar la reiteración, la emprendió con el fantasy en La hija del dragón de hierro, una fantasía de actitud punk; la dragonada para acabar con todas las dragonadas.
El planteamiento es sencillo y extremadamente atractivo. Jane es una muchacha humana de doce años que trabaja en régimen de esclavitud junto a otros niños de las diversas razas que pueblan las novelas de fantasía en una fábrica de dragones de hierro. Dragones que vendrían a ser bombarderos de alta tecnología (tecnología mágica, se entiende) empleados en guerras nebulosas y distantes. En dicha fábrica los capataces son trolls y ogros, los enanos currantes y los altos elfos ocupan los puestos ejecutivos y visten trajes italianos. Todo ello ambientado en un mundo fantástico donde la ley física imperante es la magia. Una magia que no funciona a capricho o a fuerza de invocaciones, sino que se ha de usar la tecnología como interfaz para manejarla; los manuales y programas informáticos son grimorios y los rituales mágicos siguen su particular lógica interna y se estudian como cualquier otra ciencia en nuestro mundo
Por supuesto el mayor deseo de Jane es escapar de esta pesadilla dickensiana. Y claro, lo consigue con la ayuda de un dragón de hierro en estado de semidesguace que establece con ella una especie de unión tele(m)pática. Así, liberados de la esclavitud del trabajo no asalariado, huyen al prometedor mundo de ahí fuera. Y aquí es cuando Swanwick rompe la baraja. Cuando el lector espera el típico relato iniciático-aventurero en plan epopeya épica, enésima variación del «Héroe de las mil caras» o «El emperador de todas las cosas» (elijan ustedes), te llevas un chasco desconcertante que, sin duda, Swanwick había preparado aposta. No, no, aquí no hay exóticas aventuras para escapar de una realidad fea e injusta. En el mundo de Jane el dragón queda dormido y hay que ir al colegio, soportar las puñaladas de la amistad, el primer amor y el primer polvo, las drogas, el absurdo sistema educativo, la alienación y, en general, lo que supone sufrir la angustia juvenil en éste o cualquier otro mundo.
El resultado es como leer una novela de un primerizo Easton Ellis (Menos que cero o Las leyes de la atracción) pero en clave fantástica. Aquí no hay escapismo de ningún tipo, no hay salida posible a la angustia existencial, no puedes perder o ganar, ni siquiera dejar de jugar. Asistimos al duro proceso de aprendizaje y maduración de Jane como persona; el colegio, la universidad, la entrada en el lamentable mundo adulto y la constatación de que las cosas no mejoran según pasan los años. Los reveses de la vida van socavando la autoestima de Jane, aumentando su impulso autodestructivo y su odio hasta que la frustración provocada por la rabia reprimida vuelve a surgir cuando el dragón despierta… para descubrir demasiado tarde que el nihilismo suicida tampoco tiene sentido cuando uno se enfrenta al auténtico libre albedrío; Dios está muy ocupado y la vida no se rige por ninguna clase de reglas salvo las que nos autoimponemos. Reglas que no son más que las justificaciones de nuestros propios errores vitales, errores que no queremos ver o reconocer.
Mediante esta inteligente vuelta de tuerca la novela funciona a dos niveles: en uno se cachondea de las novelas de la alta fantasía más escapista mostrando el poso conservador, reaccionario y clasista de la mayoría de ellas, ofreciendo generosas raciones de cruda «fantasía sucia» totalmente despojada de glamour élfico (a destacar los métodos anticonceptivos mágicos). La hija del dragón de hierro paradójicamente se sitúa más cerca de los crudos cuentos de hadas de toda la vida que de sus herederas, las descafeínadas n-logías que tenemos todos en mente. Es hurgar en las raíces para volver con algo nuevo mediante el clásico método back to the basics punk, pero esta vez en el género fantástico.
Y por otro lado, Swanwick saca a la palestra temas de la vida cotidiana evitados en los novelones de fantasía antes mencionados. Realidades de las que no podemos huir recontextualizadas en un entorno de alta fantasía: las diferencias de clase, la pobreza, el poder del dinero, las oligarquías, el control social mediante drogas, religión, sexo, consumo, tecnología. O cuando todo lo anterior falla, la siempre sencilla y eficaz fuerza policial.
En fin, un arriesgado y raro novelón que frustra continuamente las expectativas del lector menos paciente pero que se arriesga por lugares difíciles y logra volver con la perspectiva de paisajes nuevos, fértiles y más amplios. Además está estupendamente escrita y se lee con avidez una vez superado el desconcierto inicial, demostrando que el entretenimiento en la fantasía más convencional da para muchísimo más que escapismo fugaz si hay escritores que se atreven a navegar por ella sin el piloto automático puesto.
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