Ricardo Romero: “Escribir una novela de mil páginas es saludable”
En su nueva novela, “Big Rip”, el autor de “El síndrome de Rasputín” e “Historia de Roque Rey”, entre otros títulos, cuenta el fin del mundo: un desgarramiento en el que se diluye el tiempo y el espacio en una explosión íntima y asordinada. Romero habló de su novela en Experiencia Leamos.
¿Cuántas páginas se necesitan para contener al mundo? Big Rip (Ed. Alfaguara), de Ricardo Romero, apenas aborda una pequeña parte de la trama del universo —el final— y requiere de más de 800. Si la novela hablara sobre otro tema, uno estaría tentado de llamarla novela río, pero cómo decirle a esta historia: en dónde desembocará cuando no haya mar que la contenga.
Ricardo Romero es escritor y editor. Autor de una profusa obra, se pueden mencionar entre sus libros El síndrome de Rasputín (Negro Absoluto, 2008), Historia de Roque Rey (Eterna Cadencia, 2014), El conserje y la eternidad (Eterna Cadencia, 2017). Sus novelas están traducidas al inglés, francés, portugués e italiano.
Como editor ha publicado a grandes escritores como Antonio Di Benedetto, Daniel Moyano y Alberto Laiseca. Y en esta novela aparecen no solo las Y en esta novela aparecen no solo los intereses u obsesiones que recorre en sus libros anteriores, sino también la influencia de estos autores —y Romero dirá, además, otros escritores como M. John Harrison, David Foster Wallace, Jan Potocki—. Big Rip es una novela desmesurada que cuenta un final del mundo discreto, con personajes íntimos y módicos. Un extraño tour de force que deja al lector nadando en la incertidumbre.
Esta semana, Romero estuvo invitado en Experiencia Leamos, el ciclo que la plataforma Leamos.com organiza como beneficio exclusivo para sus suscriptores.
—En todos tus libros, y en particular en Big rip, hay una suerte de mirada melancólica. ¿Por qué?
—La melancolía es un sentimiento insoslayable, algo que uno no puede sacarse de encima cuando escribe. La pregunta es qué tipo de melancolía habita. Para mí, hay una diferencia importante entre la melancolía y la nostalgia, porque la nostalgia tiende a mirar el pasado y la melancolía tiende a habitar el presente, a la experiencia desarmada del presente. En la novela, el universo está en un desgarramiento constante y los personajes tratan de armar las piezas. Y también es lo que me pasó a mí con la escritura.
—Si uno piensa en el fin del mundo, lo que piensa es en las películas más del mainstream, con personajes heroicos. ¿Por qué vos lo contás a partir de la situación de personas comunes?
—Es que a mí me interesa particularmente esas versiones. El relato del mainstream está normativizado por un registro de lo real consensuado por los medios para encontrar una tranquilidad que se ha diluido en la pandemia. A mí me interesan esos personajes porque no solo el mundo está en crisis, sino que su discurso también está en crisis. Mi intención era dejarme llevar por esta puesta en jaque de ciertas estructuras que tienen que ver con la continuidad, con una cohesión que le pedimos al mundo y que el mundo no tiene. Hablás del fin del mundo y creo que, como dice en la contratapa, desde siempre estamos en el fin del universo. Toda la existencia de la humanidad puede estar contenida en un proceso disolutivo del universo, un proceso que parece no acabar nunca. Como si no tuviera un final. Es un poco la experiencia que tuve con la novela: siento que no la terminé, sino que renuncié a terminarla. No es lo mismo.
Vivimos en un estado de ansiedad porque parece que siempre nos estamos perdiendo de algo. ¡Y sí! Siempre nos estamos perdiendo de algo, pero eso no es necesariamente malo
—Melancolía, una película de Lars von Trier, da una visión del fin del mundo que va particionando el tiempo en infinitos fragmentos.
—Para mí fue fundamental El orden del tiempo, de Carlo Rovelli, y la manera en que desarma la idea del tiempo que tenemos en la cultura occidental desde Newton. El tiempo no es uniforme, no es lineal ni pasa de la misma manera en todos lados. Me interesaba que eso se exacerbara, que se rompiera. En definitiva, a mí no me interesaba el desgarro cósmico sino el desgarro íntimo de los personajes. Un desgarro íntimo con una sustancia melancólica que se expande en el momento en que uno se da cuenta que ya no puede juntar todos los pedazos de la historia; apenas puede decir: “yo”.
—En la saga que publicaste en Negro absoluto, uno de los personajes era un detective con síndrome de Tourette y aquí hay tartamudo. Mientras que para uno se vuelve casi impensable pasar desapercibido, al otro se le hace difícil comunicarse. Quiero preguntarte por esta clase de personajes: ¿qué buscás con ellos?
—En principio, estoy relacionado tanto Tourette como con la tartamudez, los siento en mí. Pero luego, lo que me interesa es lo que tienen que ver con los sobresaltos discursivos que proponen. Si hablás desde ahí, ya no podés trabajar el discurso de la misma manera en que se trabaja desde ciertos registros de funcionamiento normativo. En Big Rip, a partir de la segunda mitad empieza a tartamudear la novela misma, con una proliferación de personajes e historias que se cruzan y que no necesariamente se conectan con la linealidad argumental que traían de la primera parte.
—¿Cómo se escribe una novela disgregada, pero con coherencia interna?
—Soltando las convenciones que nos dan seguridad al relacionarnos con las historias, con la manera de relatar lo que nos pasa, con lo manera de entender el mundo. Hay cosas que están sobreestimadas. Por ejemplo, la información. Está en un pedestal que lo acerca a un tipo de verdad muy nociva. Hay que saber lidiar con el desconocimiento y la incertidumbre, con la falta de información. Vivimos en un estado de ansiedad porque parece que siempre nos estamos perdiendo de algo. ¡Y sí! Siempre nos estamos perdiendo de algo, pero eso no es necesariamente malo. Me gustan los libros que me incomodan. “Yo quiero una novela que me entretenga”, “yo quiero una novela que me asuste”. No: yo quiero una novela que sea una experiencia de lectura única.
—¿Cómo entra el amor en la novela? Porque, de nuevo, como en tus otros libros, creo que entra desde un lugar imprevisible.
—El amor está muy presente, en principio, porque tengo una relación amorosa con los textos. La escritura me da mucha felicidad; también me angustia y me tortura, pero nadie dijo que la felicidad fuera fácil. Tampoco el amor. Para los personajes, el amor es algo que los atraviesa, no es un tema central ni cerrado. En general mis personajes son solitarios, pero también tienen familias extrañas, rotas, y ellos van armando una familia bastante caprichosa y se amparan en eso. El amor es lo único que tenemos y más cuando viene el fin del mundo. A quién vas a abrazar cuando venga el fin del mundo.
La escritura me da mucha felicidad y también me angustia, pero nadie dijo que la felicidad fuera fácil
—¿En qué momento te diste cuenta de que el libro iba a tener este tamaño?
—En realidad, era una experiencia que yo quería tener. Mi archivo de Word terminó con 1005 páginas. Hay una frase al principio de la novela: “Un vaso con lava sobre una mesa de luz”. Esa frase tiene veinte años. Yo sabía que detrás de eso venía un mundo, pero en esos veinte años no lo podía contar, no estaba preparado. Cuando pude contarlo se empezó a abrir y fueron años muy intensos. Lo más importante, más allá del resultado, fue la experiencia de escritura que me transformó completamente. Me hizo bien escribir este texto. Se lo recomiendo a cualquiera: escribir una novela de mil páginas es saludable.
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