Gustavo, ese hombre en el que se ha transformado el chico que conocí a los 16 años, me causa tantas reflexiones dulces y desesperantes que estoy segura de que exagero. Pero... dale que va, que teorizar sobre la experiencia propia y ajena siempre es satisfactorio y didáctico, aunque sea un delirio.
Digo: ¿nunca habrá sido él la persona sensible y creativa que yo creí? ¿qué es lo que veo cuando percibo esos atisbos de amor-dolor tan profundos o esos arranques de inteligencia emotiva tan fuertes? ¿Es mi imaginación y mi deseo solamente? ¿Se puede haber olvidado o escondido o despreciado lo mejor de uno mismo? ¿Y si sigue estando todo eso ahí? ¿Cómo puede vivir sin darle lugar ni respeto? Qué molesto debe ser para él tenerme a mí (y ahora a sus hijos e hija) de testigos, de observadores, de jueces. Yo que me creo la mejor para darle sentido a lo mejor de sus emociones y proyectos, yo que no lo dejo ser mediocre y vacío, yo que, él lo sabe, le reclamo todo lo que me prometió (se prometió) toda la vida, debo ser insoportable para quien no se anima a cumplir, a ser, a sacar todo eso afuera.
Lo veo en pequeños gestos. Veo cómo se anima y no, veo cómo me admira y se arrepiente y no sabe qué hacer conmigo. Es desesperante aveces, pero, por suerte, ya sé que no depende de mí, que nada de lo que yo haga o deje de hacer puede incidir directamente en lo que él elije para sí mismo.
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