Hay algo que está muerto. Se lo siente. Es una muerte suave, largamente esperada, algo que fue muriendo desde hace tantos años que el pasaje al submundo es una delicadeza. Los comandantes mueren. Los generales mueren y es feliz que lo hagan. El pueblo, sin embargo, queda ahí: una y otra vez se reproduce como una masa viva que no puede extinguirse, que no quiere. Mueren héroes, rockeros, patriarcas. Las mujeres no mueren, o acaso mueren menos: todas son iguales, cíclicas, para la Gran Cultura.
Decía Hobsbawm que el siglo XX fue un siglo corto, que empezó con la Guerra, la primera, y terminó con la caída del Muro. No sé si estoy de acuerdo. En 1989 el siglo se jubiló y miró jugar a sus criaturas. Crías bobas de incubadoras bobas. Crías hiperinteligentes y aburridas, girando sobre sí mismas. Qué más da. Enfermo y detenido, deja de respirar, precisamente este año. Los padres mueren y quedamos solos con nuestras ideas. Encerrados con nuestro propio espejo. Van a surgir los padres de otro siglo: padres bobos, padres hiperinteligentes y aburridos. Entonces uno quiere saludar a lo que muere, a esa energía que transformó la tierra, y se colgó una azada o un fusil. Porque somos la tierra transformada, pero también la energía que transforma. Y quizás hoy seamos un poco más libres y quizás también sepamos a quién agradecerle. Agradezcamos. Tomémonos el tiempo, pero no levantemos más altares. Lo que importa es que las herramientas esperan en el rincón del óxido. ¿A quiénes? A nosotros. No hay nadie más en esta habitación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario