Sé que el objeto artístico existe más allá de la experiencia vital que lo ha generado. Bla, bla, bla. ¿Pero cómo hace una para despegar un "objeto artístico" que una llama poema, un poema que una ha escrito, que una ha leído una y otra vez hasta logar que tuviera la forma y el sonido que a una le gusta que tenga, digo, como hace una para despegar esas palabras queridas del episodio lejano que era cercano y tan vívido cuando las palabras nacieron? No sé. No sé cómo una lo hace, pero lo hace y el objeto estético resultante es mucho más bello y querido que el episodio querido que le dio origen.
No valoro especialmente la aventura que me hizo escribir este poema hace más de veinte años, es más: casi me resulta deplorable cuando no logro verla sólo ingenua o minimizarla hasta la ridiculez. Este poema, en cambio, me sigue acunando, me sigue hipnotizando con el poder que el recuerdo ya no tiene.
Blando vaivén en la espesura.
Íbamos
hacia el centro.
No era un claro.
Era
el centro de lo espeso. La espesura.
Blando vaivén avivado por tus manos,
la brasa devorada por las mías.
Llevábamos
el fuego a nuestras bocas
y era el incendio en los pulmones,
criadero de antorchas, de fogatas.
Blando vaivén, nosotros entre el verde.
Al borde del peligro,
de la sabia chamuscada,
de los leños que crepitan,
del mundo hirviendo
desecho en llamaradas.
Íbamos
hacia el centro
que es límite, el borde, la sorpresa
quizás final.
Blando vaivén acunábamos
la semilla caliente.
Sin dejarla caer el bosque
nada podría
temer de nosotros.
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