domingo, 4 de octubre de 2020
Annie Ernaux: Una mujer
Idioma original: francés
Título original: Une femme
Traducción: Lydia Vázquez Jiménez
Año de publicación: 1987
Valoración: recomendable
Título original: Une femme
Traducción: Lydia Vázquez Jiménez
Año de publicación: 1987
Valoración: recomendable
La prolífica carrera de Annie Ernaux gira, en gran parte, sobre relatos autobiográficos que sirven a la autora francesa para reflexionar, no únicamente sobre su propia vida, sino también sobre el mundo de su época. Ya la autora lo confirma al decir, específicamente sobre este libro, que «mi proyecto es de naturaleza literaria, puesto que se trata de encontrar una verdad sobre mi madre que solo puede alcanzarse mediante palabras».
Con este propósito empieza la novela en el hospital de Pontoise, desde donde informan a Annie Ernaux del fallecimiento de su madre. Este inicio nos remite directamente a «No he salido de mi noche» (escrito posteriormente y con el que se complementa) donde la propia Ernaux nos narraba el delicado estado de su madre, así como también la complicada relación existente entre ellas. Ya la propia autora reconoce que este libro nace de la necesidad de escribir sobre su madre, de recordarla afirmando que «no escribo sobre ella, más bien tengo la impresión de vivir con ella un tiempo, en unos lugares donde ella está viva»; se trata, por tanto, de un libro que escribe sobre su madre, más que para dedicárselo, para recordarla, porque como dice la autora «me parece que ahora escribo sobre mi madre para, a mi vez, traerla al mundo».
Y claro, como no puede ser de otra manera viniendo de Ernaux, reconocemos en este libro su estilo inconfundible: duro, pero no frío, seco, pero no agrio, crítico, pero no distante —especialmente en las páginas en las que narra la muerte de su madre—. Esas primeras páginas del relato son duras, pues nos remiten a la muerte de un ser querido, y en el estilo de Ernaux se halla ese don que tiene de hacernos revivir con su lectura nuestro propio pasado. Porque las sensaciones que nos deja la muerte de alguien querido nos une a todos, nos acerca a un mundo del que, a veces, pretendemos distanciarnos. Es precisamente, en esos últimos días, los más cercanos a la muerte, donde nos encontramos todos, confluyendo presente y pasado. Y la autora es consciente de ello, situándonos, en un primer y corto capítulo, en la despedida a su madre, la última de ellas, en un trayecto que va del hospital a la funeraria. El último día con ella, su despedida física.
Ya desde el inicio del libro se puede constatar porqué la prosa de Ernaux nunca defrauda; habla desde sus sentimientos, desde la transparencia y honestidad que sus emociones emanan, y todo ello recubierto por una capa de estilo cuidado y preciso. Partiendo desde su experiencia, su narración nos acerca a su realidad y la hacemos nuestra, buscando aquellas similitudes que hacen que nos sintamos próximos a ella.
Retrocediendo en el tiempo, Ernaux nos habla de la infancia de su madre en Yvetot, lugar en el que nació en 1906. Una infancia sumida en la pobreza, con «un apetito nunca saciado», un cuarto común para todos los hermanos y una cama compartida con una de ellas y vestidos que pasaban de una hermana a otra, pero también la alegría vivida por una vida de juegos en el campo, paseos a caballo y patinaje en la charca helada. Nos habla de la escolarización obligatoria hasta que empieza a trabajar muy joven en un taller. Y la religión, siempre presente. Una vida con dificultades económicas y una sociedad encerrada en unas ideas ya antiguas. Horarios de trabajo muy amplios, el de su marido en la construcción, el de ella en una tienda de alimentación que compraron. Y el poco tiempo libre de su madre dedicado a la lectura, para «evolucionar»; esa era la ambición de la madre de Ernaux: el deseo de evolucionar, mejorar el lenguaje y el modo de vestir, refinarse, que contrastaba claramente con el de su padre, acostumbrado ya a la vida de campo. Así lo narra la propia autora afirmando que «elevarse, para ella, era aprender (…) y nada era más hermoso que el saber. Los libros eran los únicos objetos que manipulaba con precaución. Se lavaba las manos antes de tocarlos».
Ernaux nos narra la evolución vital de su madre y el cambio que sufrió, por medio del alcohol y la frustración y por un deseo imbatible de que a su hija no le faltara nada (o nada de lo que a ella le faltó), pero en una situación en la que la solvencia económica no era a veces suficiente para alcanzar tal objetivo y entonces la frustración, el enfado, las broncas y los golpes aparecen mezclados entre abrazos y caricias: «Tenía dos caras, una para la clientela, otra para nosotros»; amable con los clientes, tosca y enfurruñada como la familia tras horas de desplegar esfuerzos de sonrisas y simpatías.
El libro expone de manera diáfana, la relación difícil entre ella y su madre, una relación que ya vimos en «No he salido de mi noche», una relación distante y diferente, como los caminos hacia dónde dirigir su propia vida por unas costumbres y unos modos tan diferentes entre ellas que distaba un mundo, el mundo de una aspiración a la alta y cultivada sociedad a la que aspiraba Annie y la frustración de su madre por elevar una vida que probablemente ella misma aborrecía. La frustración o la envidia, la vergüenza o el desagradecimiento, la distancia entre maneras de ser, pero también por un pasado que marca aspiraciones, pero también puntos de partida de futuros fracasos y del deseo, en el fondo, de que Annie pudiera llegar donde ella no podría, estando «dispuesta a cualquier sacrificio para que yo tuviera una vida mejor que la suya» y que Ernaux reconoce al afirmar que «estaba segura de su amor y de esta injusticia: ella servía patatas y leche de la mañana a la noche para que yo estuviera sentada en un anfiteatro oyendo hablar de Platón».
El libro nos narra las diferentes vidas de dos generaciones de la misma familia y sus conflictos internos, pero se torna especialmente triste cuando entra en escena el maldito Alzheimer; el carácter de su madre cambia, por la enfermedad y sus consecuencias; una enfermedad que, con pocas palabras Ernaux resume a la perfección, afirmando que «no tenía más sentimientos que la ira y la sospecha», una enfermedad que hacía que estuviera constantemente perdiéndose en su casa, no encontrando cosas, sin ya ni entender lo que leía. «Perdió los nombres», afirma Ernaux, e «intentaba agarrarse al mundo» y «se aferraba a algunos objetos». Y, al empeorar, en su vuelta a una residencia, «entró definitivamente en aquel espacio sin estaciones». Son fragmentos duros, muy duros de leer, para los que, por desgracia, han vivido algo parecido cerca de ellos, y que, con todo el pesar, pero con tremenda sinceridad, Ernaux confiesa que «cada vez que iba a verla, la misma angustia por temor a encontrarla menos “humana”. Lejos de ella, me la imaginaba con sus expresiones, su aspecto de antes, nunca como se había vuelto».
Concluye Ernaux, en una de las últimas frases del libro, que a su madre «le gustaba dar a todo el mundo, más que recibir. ¿Acaso escribir es una forma de dar?». Personalmente, creo que sí, que a través de la escritura damos, ya no únicamente una opinión o el tiempo que dedicamos a ello, sino también unas reflexiones, unas emociones, unos sentimientos; algo de nosotros. Y es posible que eso sea lo que genere esos vínculos tan estrechos entre lectores y obras.
Con este propósito empieza la novela en el hospital de Pontoise, desde donde informan a Annie Ernaux del fallecimiento de su madre. Este inicio nos remite directamente a «No he salido de mi noche» (escrito posteriormente y con el que se complementa) donde la propia Ernaux nos narraba el delicado estado de su madre, así como también la complicada relación existente entre ellas. Ya la propia autora reconoce que este libro nace de la necesidad de escribir sobre su madre, de recordarla afirmando que «no escribo sobre ella, más bien tengo la impresión de vivir con ella un tiempo, en unos lugares donde ella está viva»; se trata, por tanto, de un libro que escribe sobre su madre, más que para dedicárselo, para recordarla, porque como dice la autora «me parece que ahora escribo sobre mi madre para, a mi vez, traerla al mundo».
Y claro, como no puede ser de otra manera viniendo de Ernaux, reconocemos en este libro su estilo inconfundible: duro, pero no frío, seco, pero no agrio, crítico, pero no distante —especialmente en las páginas en las que narra la muerte de su madre—. Esas primeras páginas del relato son duras, pues nos remiten a la muerte de un ser querido, y en el estilo de Ernaux se halla ese don que tiene de hacernos revivir con su lectura nuestro propio pasado. Porque las sensaciones que nos deja la muerte de alguien querido nos une a todos, nos acerca a un mundo del que, a veces, pretendemos distanciarnos. Es precisamente, en esos últimos días, los más cercanos a la muerte, donde nos encontramos todos, confluyendo presente y pasado. Y la autora es consciente de ello, situándonos, en un primer y corto capítulo, en la despedida a su madre, la última de ellas, en un trayecto que va del hospital a la funeraria. El último día con ella, su despedida física.
Ya desde el inicio del libro se puede constatar porqué la prosa de Ernaux nunca defrauda; habla desde sus sentimientos, desde la transparencia y honestidad que sus emociones emanan, y todo ello recubierto por una capa de estilo cuidado y preciso. Partiendo desde su experiencia, su narración nos acerca a su realidad y la hacemos nuestra, buscando aquellas similitudes que hacen que nos sintamos próximos a ella.
Retrocediendo en el tiempo, Ernaux nos habla de la infancia de su madre en Yvetot, lugar en el que nació en 1906. Una infancia sumida en la pobreza, con «un apetito nunca saciado», un cuarto común para todos los hermanos y una cama compartida con una de ellas y vestidos que pasaban de una hermana a otra, pero también la alegría vivida por una vida de juegos en el campo, paseos a caballo y patinaje en la charca helada. Nos habla de la escolarización obligatoria hasta que empieza a trabajar muy joven en un taller. Y la religión, siempre presente. Una vida con dificultades económicas y una sociedad encerrada en unas ideas ya antiguas. Horarios de trabajo muy amplios, el de su marido en la construcción, el de ella en una tienda de alimentación que compraron. Y el poco tiempo libre de su madre dedicado a la lectura, para «evolucionar»; esa era la ambición de la madre de Ernaux: el deseo de evolucionar, mejorar el lenguaje y el modo de vestir, refinarse, que contrastaba claramente con el de su padre, acostumbrado ya a la vida de campo. Así lo narra la propia autora afirmando que «elevarse, para ella, era aprender (…) y nada era más hermoso que el saber. Los libros eran los únicos objetos que manipulaba con precaución. Se lavaba las manos antes de tocarlos».
Ernaux nos narra la evolución vital de su madre y el cambio que sufrió, por medio del alcohol y la frustración y por un deseo imbatible de que a su hija no le faltara nada (o nada de lo que a ella le faltó), pero en una situación en la que la solvencia económica no era a veces suficiente para alcanzar tal objetivo y entonces la frustración, el enfado, las broncas y los golpes aparecen mezclados entre abrazos y caricias: «Tenía dos caras, una para la clientela, otra para nosotros»; amable con los clientes, tosca y enfurruñada como la familia tras horas de desplegar esfuerzos de sonrisas y simpatías.
El libro expone de manera diáfana, la relación difícil entre ella y su madre, una relación que ya vimos en «No he salido de mi noche», una relación distante y diferente, como los caminos hacia dónde dirigir su propia vida por unas costumbres y unos modos tan diferentes entre ellas que distaba un mundo, el mundo de una aspiración a la alta y cultivada sociedad a la que aspiraba Annie y la frustración de su madre por elevar una vida que probablemente ella misma aborrecía. La frustración o la envidia, la vergüenza o el desagradecimiento, la distancia entre maneras de ser, pero también por un pasado que marca aspiraciones, pero también puntos de partida de futuros fracasos y del deseo, en el fondo, de que Annie pudiera llegar donde ella no podría, estando «dispuesta a cualquier sacrificio para que yo tuviera una vida mejor que la suya» y que Ernaux reconoce al afirmar que «estaba segura de su amor y de esta injusticia: ella servía patatas y leche de la mañana a la noche para que yo estuviera sentada en un anfiteatro oyendo hablar de Platón».
El libro nos narra las diferentes vidas de dos generaciones de la misma familia y sus conflictos internos, pero se torna especialmente triste cuando entra en escena el maldito Alzheimer; el carácter de su madre cambia, por la enfermedad y sus consecuencias; una enfermedad que, con pocas palabras Ernaux resume a la perfección, afirmando que «no tenía más sentimientos que la ira y la sospecha», una enfermedad que hacía que estuviera constantemente perdiéndose en su casa, no encontrando cosas, sin ya ni entender lo que leía. «Perdió los nombres», afirma Ernaux, e «intentaba agarrarse al mundo» y «se aferraba a algunos objetos». Y, al empeorar, en su vuelta a una residencia, «entró definitivamente en aquel espacio sin estaciones». Son fragmentos duros, muy duros de leer, para los que, por desgracia, han vivido algo parecido cerca de ellos, y que, con todo el pesar, pero con tremenda sinceridad, Ernaux confiesa que «cada vez que iba a verla, la misma angustia por temor a encontrarla menos “humana”. Lejos de ella, me la imaginaba con sus expresiones, su aspecto de antes, nunca como se había vuelto».
Concluye Ernaux, en una de las últimas frases del libro, que a su madre «le gustaba dar a todo el mundo, más que recibir. ¿Acaso escribir es una forma de dar?». Personalmente, creo que sí, que a través de la escritura damos, ya no únicamente una opinión o el tiempo que dedicamos a ello, sino también unas reflexiones, unas emociones, unos sentimientos; algo de nosotros. Y es posible que eso sea lo que genere esos vínculos tan estrechos entre lectores y obras.
Tomado de http://unlibroaldia.blogspot.com/2020/10/annie-ernaux-una-mujer.html
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