Historia nocturna
Magia / DOSSIER / Marzo de 2022
Carlo Ginzburg
Probablemente en ningún caso fue tan grande la distancia entre acusados y jueces como en un proceso celebrado en Bressanone en 1457. El proceso se ha perdido, pero podemos reconstruirlo parcialmente gracias a la versión latina de un sermón pronunciado por el obispo Niccolò Cusano durante la cuaresma de dicho año. El tema del sermón (por cierto, reelaborado por su autor mientras lo traducía) eran las palabras dirigidas por Satanás a Cristo para tentarlo: “Si te postrares ante mí, todo esto será tuyo” (San Lucas, 4:7). Cusano ilustró el tema a los fieles con un caso reciente. Le habían sido presentadas tres ancianas del valle de Fassa, dos de las cuales habían confesado pertenecer a la “sociedad de Diana”. Ahora bien, se trataba de una interpretación de Cusano. Las dos ancianas habían hablado simplemente de una “buena señora (bona domina)”. Pero su identificación ofrecía a Cusano el punto de partida para una serie de referencias que permiten reconstruir el complejo filtro cultural a través del cual habían sido percibidos los discursos de las dos mujeres. La referencia a Diana —la divinidad adorada en Éfeso, de la que hablan los Hechos de los Apóstoles (19, 27, 22)— venía sugerida, naturalmente, por el Canon episcopi, citado en una versión de la cual se desprendía que los seguidores de la diosa “la veneraban como si fuese la Fortuna (quasi Fortunam)” y son llamados, en lengua vulgar, Hulden (de Hulda). Seguía una cita del texto compuesto sobre la base de las informaciones de Pedro de Berna (se trata del Formicarius de Nider), en el que se habla de un “pequeño maestro” que no es otro que Satanás; y, finalmente, un pasaje de la vida de san Germán (probablemente leído en la Leyenda áurea de Jacopo da Varazze) sobre ciertos espíritus llamados “buenas mujeres que vagan por la noche”, cuya naturaleza diabólica el santo había desenmascarado. En un rápido inciso Cusano pronunció el nombre que había adquirido el demonio en el valle de Fassa. “Aquella Diana que dicen que es la Fortuna” era llamada por las dos viejas en lengua italiana Richella, esto es, la madre de la riqueza y de la buena suerte. Y Richella, seguía con inagotable erudición, no era sino una traducción de Abundia o Satia (una figura mencionada por Guglielmo d’Alvernia y Vincent de Beauvais). “Del homenaje que se le presta y de las necias ceremonias de esta secta” Cusano prefería no hablar. Pero al final del sermón no se privó de hacerlo. Contó que había interrogado a las dos ancianas y que había llegado a la conclusión de que estaban medio locas (semideliras); no sabían ni siquiera el Credo. Habían dicho que la “buena señora”, esto es, Richella, había acudido a ellas de noche y en un carro. Tenía el aspecto de una mujer bien vestida, pero no le habían visto la cara. Las había tocado, y desde aquel momento se habían visto obligadas a seguirla. Tras haberle prometido obediencia, habían renunciado a la fe cristiana. Después habían llegado a un lugar lleno de gente que bailaba y celebraba una fiesta: algunos hombres cubiertos de pieles habían devorado hombres y niños que no habían sido bautizados según las reglas. A este lugar acudieron durante algunos años, en las cuatro témporas, hasta que por su bien habían hecho el signo de la cruz; entonces habían dejado de ir.
Para Cusano todo esto eran necedades, locuras, fantasías inspiradas por el demonio. Intentó convencer a las dos mujeres de que habían soñado, pero fue inútil. Entonces las condenó a penitencia pública y a la cárcel. A continuación debió decidirse sobre el modo de comportarse con gentes como aquellas. En el sermón explicó los motivos de su actitud tolerante. Quien crea en la eficacia de los maleficios alimenta la idea de que el diablo es más poderoso que Dios; la persecución se extiende y el diablo consigue su objetivo, porque se corre el riesgo de matar a dos viejas trastornadas totalmente inocentes. Por ello es preciso proceder con cautela, más que con la fuerza, para no acrecentar el mal en el intento de erradicarlo.
Esa exhortación a la tolerancia era introducida por medio de una amarga pregunta retórica. ¿No habían sido quizás venerados y festejados Cristo y los santos en aquellas montañas (dijo Cusano a los fieles reunidos para escucharle) casi solamente para tener más bienes materiales, más cosechas, más ganado? Pues con el mismo ánimo —daba a entender— las dos ancianas del valle de Fassa se habían dirigido, en vez de a Cristo y a los santos, a Richella. Para Cusano, rezar a Dios con el corazón impuro significaba ya sacrificarse al demonio.
Pero la erudición, la voluntad de comprender y la misericordia cristiana de Cusano no podían abarcar el abismo que lo separaba de las dos ancianas. Su oscura religión estaba destinada a permanecer, en el fondo, incomprensible para él.
El caso que acabamos de presentar nos pone ante una dificultad recurrente en estas investigaciones. A pesar de la solidaridad emocional que experimentamos por las víctimas, tendemos a identificarnos, desde un punto de vista intelectual, con los inquisidores y los obispos, aun cuando no se trate de Niccolò Cusano. El fin que nos mueve es en parte diferente, pero nuestras preguntas coinciden en gran medida con las que se planteaban. A diferencia de ellos, no estamos en condiciones de fomulárselas directamente a los acusados. Y por ello consideramos la documentación, cuando la encontramos, como un dato. Nos vemos obligados a trabajar sobre libretas de apuntes que registran las investigaciones de campo llevadas a cabo por etnógrafos muertos hace siglos.
Naturalmente, la comparación hay que tomarla al pie de la letra. Muy a menudo los acusados, oportunamente guiados por las sugestiones o por la tortura, confesaban una verdad que los jueces no se preocupaban por buscar, pues ya la tenían. La convergencia forzada entre las respuestas de unos y las preguntas o expectativas de los otros hace que gran parte de estos documentos sea monótona y predecible. Solo en casos excepcionales encontramos una separación entre preguntas y respuestas que hace brotar un estrato cultural sustancialmente no contaminado por los estereotipos del juez. La falta de comunicación entre los interlocutores subraya entonces (en una paradoja solo aparente) el carácter dialógico de los documentos, si no su rareza etnográfica.
Los procesos contra los seguidores de la diosa nocturna se configuran como un caso intermedio entre esas dos posibilidades extremas. La embarazosa contigüidad entre el intérprete de hoy y los artífices de la represión revela entonces sus implicaciones contradictorias. Las categorías cognitivas de los jueces han contaminado sutilmente la documentación; pero no podemos dejar de prestar atención a dichas categorías. Intentamos distinguir a Oriente o a Richella de las traducciones, más o menos prevaricantes, sugeridas por los inquisidores milaneses o por Cusano; pero al igual que ellos (y también gracias a ellos) creemos que el confrontamiento con Diana o Habonde está basado en una analogía iluminadora. Nuestras interpretaciones son en parte resultado de la ciencia y de la expectativa de aquellos hombres. Ni la una ni la otra, como ya sabemos, eran inocentes.
Las incrustaciones diabólicas que surgen al final del relato de las dos ancianas del valle de Fassa repetían el pacto con Lucifer que había sido establecido medio siglo antes por Pierina, seguidora de Oriente. Se registra un desliz forzado de las viejas creencias hacia el estereotipo del aquelarre entre mediados del siglo XV y principios del XVI, en los dos extremos del arco alpino y en la llanura padana. En Canavese, el valle de Fiemme, Ferrara y los alrededores de Módena la “mujer del bon zogo”, la “sabia Sibila” y otras figuras femeninas similares asumen poco a poco rasgos demoniacos. También en la región del Como el aquelarre se superpone a un estrato de creencias análogas: las reuniones nocturnas, como registró el inquisidor Bernardo da Como, eran allí llamadas “juegos de la buena sociedad’ (ludum bonae societatis)”.
Un fenómeno equivalente tuvo lugar, mucho más tarde, en una parte de Europa completamente distinta: en Escocia, entre finales del siglo XIV y finales del XV. Varias mujeres procesadas como brujas contaron haberse reunido con las hadas —la “buena gente”, los “buenos vecinos”— y con su reina, quizás apoyada por un rey.
Estaba en DawnieHills —dice una de estas mujeres, Isabel Gowdie— y la Reina de las Hadas me dio carne, más de la que podía comer. La Reina de las Hadas viste espléndidamente, con ropas blancas y moradas… y el Rey de las Hadas es un hombre apuesto, con el rostro alargado…
Los puntos suspensivos señalan los momentos en que el notario, desde luego por indicación de los jueces (el pastor y el sheriff de Auldern, pueblo a las orillas del río Moray Firth), considera inútil transcribir semejantes fantasías. Era en 1662. Nunca conoceremos la continuación de la historia. Los jueces querían saber de las brujas, del diablo; e Isabel Gowdie les contentó sin hacerse rogar, restableciendo la comunicación momentáneamente interrumpida.
En ocasiones (pero más raramente) esta mezcla de viejas y nuevas creencias aflora en procesos contra hombres. En 1597 Andrew Man contó a los jueces de Aberdeen que había prestado homenaje a la reina de los elfos y al diablo, quien se le había aparecido en forma de ciervo, saliendo de la nieve en un día de verano, durante la cosecha. Se llamaba Christonday (Domingo de Cristo). Andrew Man le había besado el culo. Creyó que se trataría de un ángel, un hijo de Dios, y que “tenía todo el poder por debajo de Dios”. La reina de los elfos era inferior al diablo, pero “conocía bien el arte (has a grip of all the craft)”. Los elfos tenían mesas bien guarnecidas, cantaban y bailaban. Eran sombras, pero con el aspecto y las ropas de seres humanos. Su reina era muy hermosa; Andrew Man se había unido carnalmente con ella.
Los jueces de Aberdeen consideraron estos relatos “puras y simples brujerías y diabluras (plain witchcraft and devilrie)”. Nosotros reconocemos en ellos una estratificación más compleja. La sutil capa diabólica que los envuelve se explica fácilmente por la circulación europea de los tratados de demonología, basados en los estereotipos que habían ido cristalizándose en los Alpes occidentales entre finales del siglo XIV y mediados del XV.
Probablemente fueron los jueces de Aberdeen quienes solicitaron, con preguntas y torturas, en el curso de los interrogatorios (que por otra parte no se han conservado) detalles como el homenaje al diablo. Pero los elementos cristianos que surgen de modo contradictorio en las confesiones de Andrew Man (el diablo Christonday, ángel e hijo de Dios) no pueden ser remitidos a una circulación de los textos.
En las confesiones de algunos benandanti de Friuli o de un viejo licántropo de Livonia hallamos afirmaciones análogas: combatían, afirmaban, “por la fe de Cristo”, eran “perros de Dios”. Parece difícil atribuir estas afirmaciones convergentes a expedientes defensivos extemporáneos, urdidos en el curso del proceso, tal vez se trataba de una reacción más profunda e inconsciente que tendía un velo cristiano sobre un estrato de creencias más antiguas, superpuesto a un ataque frontal que lo desnaturalizaba en sentido diabólico. En el caso de Andrew Man, se trataba de las creencias en los “buenos vecinos”: los elfos, las hadas. Sobre ese mundo de sombras, donde se celebran banquetes, se canta, se baila, reina la reina de los elfos, ya reducida (como la “mujer del bon zogo” en los procesos trentinos de principios del siglo XVI) a una posición subordinada respecto del diablo.
“Me parecieron decrépitas y locas”, dice Cusano en su sermón a los fieles de Bressanone al referirse a las dos ancianas del valle de Fassa.
Habían hecho ofrendas a Richella —añade—; le habían tocado la mano, como se hace cuando se establece un contrato. Dicen que su mano es peluda. Con las manos peludas les había tocado las mejillas.
Este detalle ha llegado hasta nosotros por caminos tortuosos: la traducción latina del sermón pronunciado por Cusano en lengua vulgar, basado en el proceso perdido (y quizás también en latín) en que un notario habría registrado, de modo presumiblemente sumario, las confesiones que las dos ancianas, intimidadas y atemorizadas, habrían mascullado en el dialecto de su valle, posiblemente ante un clérigo que hacía de intérprete, intentando describir con palabras el acontecimiento misterioso que las había visitado: la manifestación de la diosa nocturna de los muchos nombres.
Para las dos ancianas no se trataba sino de Richella. A pesar de las insistencias del obispo de Bressanone, tan docto y poderoso, se habían negado con obstinación a renegar de ella. A ella le habían hecho ofrendas y de ella habían recibido caricias afectuosas y promesas de riqueza; con ella habían olvidado periódicamente, durante años, las fatigas y la monotonía de la vida cotidiana. Un exemplum incluido en el manuscrito del siglo XV de la biblioteca de Breslavia cuenta de una anciana que, en pleno deliquio, soñaba que era transportada volando por “Herodiana”; en un trance de alegría (leta) había abierto los brazos, volcando un vaso de agua destinado a la diosa, y se había encontrado tirada en el suelo. Un adjetivo que se le escapa a un narrador que ostentaba con irónica distancia su propia superioridad cultural nos comunica una brizna de la intensidad emotiva que debió de acompañar también a los éxtasis de las dos seguidoras de Richella.
En su sermón, Cusano había hablado de Diana, o mejor de Ártemis, la gran diosa de Éfeso. Solo ahora empezamos a comprender cuánta verdad encierra, a pesar de ello, esta identificación. Tras Diana-Ártemis hemos visto que se perfila Richella, la diosa dispensadora de prosperidad, ricamente vestida, que rozaba con la pata hirsuta las mejillas rugosas de las dos ancianas en éxtasis del valle de Fassa. En Richella entrevemos a una diosa similar a Artio, representada en la otra vertiente de los Alpes, más de mil años antes, en la doble forma de osa y matrona propiciadora de la prosperidad, con el regazo lleno de fruta. Tras de Artio se abre un abismo temporal vertiginoso, en el fondo del cual vuelve a aparecer una vez más Ártemis, la “señora de los animales”, quizás; o quizás también una osa.
Solo una mediación diurna, verbal, pudo perpetuar tan largamente una religión carente de estructuras institucionales y de lugares de culto, hecha de silenciosas iluminaciones nocturnas. Ya Reginone di Prüm lamentaba que las seguidoras de la diosa, hablando de sus propias visiones, ganaran nuevas adeptas a la “sociedad de Diana”. Tras las descripciones de estas experiencias extáticas hemos de imaginar una larguísima cadena hecha de relatos, confidencias y chácharas, capaz de superar desmesuradas distancias cronológicas y espaciales.
Historia nocturna, Alberto Clavería Ibáñez (trad.), Muchnik Editores, Barcelona, 1991, pp. 88-92 y 110-111. Se reproduce sin aparato crítico.
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