Diego Peller
Cadáveres exquisitos*
La comemadre, de Roque Larraquy, Buenos Aires, Entropía, 2010.
La comemadre es, contra toda evidencia, un libro intempestivo. Ni actual ni inactual, ni realista ni fantástico: no se propone la reconstrucción de un verosímil histórico –pese a que la primera parte de la novela esté situada con precisión en 1907, en un sanatorio “en las afueras de Temperley, a pocos kilómetros de Buenos Aires”–, al mismo tiempo que carece de toda intención de “actualidad”, entendida como sumisión dócil a los mandatos temáticos y formales de la hora –y esto pese a que la segunda parte lleve por título “2009” y posea, en realidad, todo lo necesario para ser un relato en sincronía absoluta con eso que podríamos llamar vagamente “cultura contemporánea”.
Hay, por cierto, algo inquietante, incómodo, difícil de identificar en La comemadre; por lo cual, pese a tener todos los ingredientes necesarios para ser una novela histórica (la clínica sórdida y suburbana, los delirios positivistas y antropométricos), no es una novela histórica; y pese a tener, en apariencia, todo lo necesario para ser una “novela actual” (el cruce entre arte conceptual, sociedad del espectáculo y biopolítica; las zonas grises de la muerte, la enfermedad y lo animal como umbrales de lo humano), algo en su tono somete esa actualidad a un proceso de distanciamiento, tratándola como un cuerpo ajeno, extraño, ni del todo vivo ni del todo muerto.
Si se descuida este carácter intempestivo de La comemadre, resulta difícil asir la figura en dos tiempos que la informa; porque La comemadre es también –y esto sí es una evidencia– un libro doble. Dos partes (“1907” / “2009”), dos epígrafes (arriba –bien arriba– una cita del Curso de Ferdinand de Saussure, que señala la relatividad de lo nuevo: “Lo que domina en toda alteración es la persistencia de la materia vieja: la infidelidad al pasado es sólo relativa”; abajo –bien abajo– una profecía de Benjamín Solari Parravicini: “La clase media salva a la Argentina. Su triunfo será en el mundo”). Pero no es este un libro doble solo porque esté dividido en dos partes, o porque esas dos partes correspondan a dos momentos históricos claramente delimitados; La comemadre es un libro partido en dos en cada una de sus partes; un libro escrito todo el tiempo en dos tiempos, en dos series, en dos ritmos y en dos regímenes de significación y sensibilidad.
De un lado, el registro de lo alto, la alta cultura y la trascendencia, la ciencia y el arte como “políticas de la inmortalidad”, en términos de Boris Groys; del otro, el registro de las bajas pasiones como motor más o menos oculto de estas empresas de trascendencia, la fluidez del deseo, y la repugnancia de los cuerpos. Acompañando estos dos registros, dos series –separadas, en conflicto– la serie de los cuerpos, y la serie de los nombres.
Si empezamos –siempre es mejor así–, por los cuerpos, podemos afirmar, tomando prestadas las palabras del inquietante poema de Perlongher, que, en La comemadre, “hay cadáveres”.
De acuerdo con la etimología más aceptada, esta palabra, de origen latino, proviene del verbo cadere (caer), y se refiere a un cuerpo que, falto de vida, ya no puede sostenerse en pie, y cae. Otra hipótesis etimológica, altamente improbable, afirma que la palabra “cadáver” sería la abreviatura de la expresión latina “caro data vermibus” que se traduciría como “cuerpo dado a los gusanos”.
Sea en uno u otro de estos sentidos, hay cadáveres en la primera parte de la novela, como resultante, o como resto no deseado, del siniestro proyecto científico llevado a cabo en el Sanatorio Temperley. Partiendo de la siguiente premisa: “una cabeza humana –o animal– separada velozmente del resto del cuerpo, permanece viva y consciente durante nueve segundos”; el Doctor Quintana y sus colegas emprenderán su experimento con el objetivo de saber qué puede decirnos la cabeza en cuestión, en ese umbral que la separa de la muerte. La iniciativa presenta una cantidad de escollos técnicos, éticos, legales, y, por otra parte, deja un resto: esos “restos del cuerpo”, esos “descartes” de los que las cabezas son separadas y que van a dar a un depósito situado –no podía ser de otra manera– en el subsuelo, mientras un sistema de ventilación insufla aire (espíritu) a las cuerdas vocales para permitir que la cabeza se exprese.
¿Qué se hace con los cuerpos que caen? ¿Cómo proceder con los cadáveres, con los restos muertos –y no tanto– del pasado?, son algunas de las preguntas que despliega La comemadre. Y no es casual que sean las larvas de la planta que da nombre a la novela las que sirvan para resolver este problema.
Se trata de: “una planta de hojas aciculares conocida como comemadre, cuya savia vegetal produce (en un salto de reinos no del todo estudiado) larvas animales microscópicas. Las larvas tienen la función de devorar al vegetal hasta resecarlo por completo. Los restos se dispersan y fecundan la tierra, donde se reanuda el proceso”.
Las larvas de comemadre, hijas siniestras que devoran a su madre desde su interior, al ser inyectadas a un cuerpo (vivo o muerto, humano o animal), lo consumen por completo, de adentro hacia afuera, hasta hacerlo desaparecer sin rastros.
Pero “hay cadáveres” también en la segunda parte de la novela; no tanto “cuerpos que caen”, como partes de cuerpos que se pierden, se sacrifican, son robadas o separadas de su conjunto. El narrador anónimo, un artista conceptual argentino reconocido internacionalmente, se secciona voluntariamente un dedo como parte de una instalación realizada en el Palais de Glace; el dedo es robado el último día de la muestra. El mismo narrador se había “extirpado” en su adolescencia, no por cirugía sino a través de una estricta dieta, los cincuenta kilos de “grasa pura” que recubrían, según sus palabras, los setenta kilos correspondientes a su “yo más íntimo”.
No voy a hacer el catálogo completo de los cuerpos y miembros que pueblan la novela, me limito, para cerrar la serie, a las mascotas que este entrañable artista atesora en su escritorio: “Guardo mascotas en un cajón de mi escritorio. Hay un hámster que me compraron a los seis años y que duró dos días, flotando en un frasco con formol. A veces le doy envión con un lápiz y lo miro girar. Wright, la tortuga seca que sufrió el olvido familiar bajo el sol constante de un balcón, está en una caja que reviso cada tanto. Quizás su muerte es solo un letargo del cual regrese algún día, reclamando lechuga. (Todavía la conservo. Lucio bromeaba con exponerla en el Guggenheim.)”.
En paralelo a esta serie “baja” de los cuerpos sometidos a la descomposición y la dispersión, se dibuja otra serie, “alta”, formada por nombres y apellidos.
La decapitación es así la matriz formal de La comemadre: separa y produce lo alto y lo bajo, la “pura” cabeza y el cuerpo acéfalo, y como correlato engendra dos preguntas, o mejor dos series de preguntas. Una de estas series, la baja (llamémosla spinoziana) se interroga por lo que pueden un cuerpo y sus restos. En este sentido, la idea de “letargo”, que se reitera en el libro, es fundamental y conecta las dos partes y los dos tiempos del relato. Hay elementos de la primera parte que parecían “muertos” pero que, en realidad, estaban en letargo y, de forma más o menos azarosa, cobrarán vida nuevamente en la segunda parte de la novela. Del lado de arriba, y con un “pathos cartesiano” (son palabras de la novela) se formula otra serie de preguntas: ¿en qué medida se ve afectado el sujeto por la pérdida de su cuerpo? “¿Una cabeza cercenada sigue siendo Juan o Luis Pérez, por decir algún nombre, o es la cabeza de Juan o Luis Pérez?”¿Qué hay en un nombre?, ¿quiénes tienen y no tienen nombre propio?, y por último, la pregunta por la trascendencia: ¿cómo –y bajo qué circunstancias– un apellido deviene adjetivo?
En la primera parte, según el protocolo médico, los doctores (todos hombres), solo poseen apellido (no tener nombre, allí, es un plus): Gurian, Gigena, Quintana, Sisman, Ledesma. Mientras que las pacientes (mujeres, locas), solo tienen nombre: Silvia, Elsa.
Aquellos que escapan a esta distribución quedan, por ello mismo, marcados, son anómalos: Menéndez, la jefa de enfermeras, mujer entre los hombres, y el misterioso “médico del lunar en el mentón”, del que no se sabe nada, por empezar, se desconoce su apellido.
En la segunda parte, el artista y narrador, cuyo nombre desconocemos, comenta con sorna las interpretaciones de Linda Carter, abnegada investigadora norteamericana consagrada a escribir una tesis de doctorado sobre su vida y obra: “[Ella] dice que mi aporte al campo del arte es muy coherente y que no le sorprendería que mi apellido, a mediano plazo, se convirtiera en adjetivo.” Pero esta preocupación por la inscripción, por el devenir común del nombre propio, no es sólo de Linda Carter; ya estaba presente en el artista al momento de concebir su primera instalación: “A los 22, reconocido por el Estado como artista universitario, entiendo que las puertas de las que hablaba papá no están en las galerías menores, ni en el boca o boca, ni en los concursos, ni en las becas, sino en el nombre. Mi plan es tatuarlo en la frente de un público popular, ignorado por el mundillo del arte, y hacerlo crecer desde ese margen hacia adentro, hasta el umbral de los consumidores reales.”
Esta preocupación insiste en la segunda instalación que realiza, junto a su doppelgängerLucio Lavat, para la Bienal Internacional de Arte de Noruega, obra a la que llaman “Perón”. En Perón y en Evita, en el robo de las manos de él, en la desaparición del cuerpo de ella (convertidos en reliquias precisamente a partir de su sustracción), en la transformación del apellido de él en adjetivo (la más exitosa de la historia argentina), en la persistencia del nombre propio de ella, parece condensarse una obsesión que excede lo personal y encarna uno de los atributos de una irónica “argentinidad”.
Cuerpos / Nombres, pero… ¿Qué hay en el medio, conectando estas dos series? La respuesta que da La comemadre es tan contundente como enigmática: nosotros, la clase media argentina, aquella que, según la psicografía profética de Benjamín Solari Parravicini, salvará a la Argentina, y triunfará en el mundo. La clase media, efectivamente, parece debatirse allí, entre la vergüenza de los cuerpos y el deseo de trascendencia del nombre, y estar dispuesta a pagar los costos. A amputarse.
Dudo que la clase media argentina esté destinada a triunfar en el mundo, y no creo que debamos tomar demasiado en serio la profecía de Solari Parravicini; tampoco sé si me atrevería a vaticinar la conversión del apellido de Roque Larraquy en un adjetivo (que sería por cierto de difícil pronunciación), pero sí que su nombre, y su libro, que llegan –de manera absolutamente deliberada– desde afuera de los círculos y los juegos de salón literarios, van a resonar –ya se los oye– como un martillazo de aire fresco. Lo dicho: intempestivo.
* Texto leído en la presentación de La comemadre, de Roque Larraquy, Librería Prometeo de Palermo, 10 de diciembre de 2010.
(Actualización marzo- abril 2011/ BazarAmericano)
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