CHICAS MALAS.
Mujeres de letras en el siglo XIX: A diferencia de su contraparte masculina, la tradición de las escritoras se desarrolló a la sombra de la razón falocéntrica.
Publicado en edición impresa de PERFIL
Mujeres a contracorriente
Las antiguas
Lector: ¿qué escritoras argentinas del siglo XIX conoce o ha leído? Una pequeña editorial cordobesa se ha tomado el trabajo de rescatarlas a todas y aquí son presentadas.
Por Juan Fernando Garcia | 30/03/2013 | 22:09
Imaginemos una encuesta entre lectores fervorosos y constantes de literatura argentina. Dividamos el grupo entre aquellos que leen por placer –por puro y desinteresado placer– y aquellos otros que tienen una formación más o menos formal, más o menos académica. La pregunta es la misma: ¿qué escritoras del siglo XIX conoce?, ¿a cuáles ha leído? Y extremando un poco más la requisitoria: ¿existían mujeres escritoras en el siglo de Echeverría, Sarmiento, José Hernández y Mansilla?
Los del primer grupo –los fervorosos lectores, a secas– puede que no arriesguen ningún nombre y que, ante el listado canónico, sólo atinen a decir que las mujeres del siglo XIX no escribían. Los del segundo grupo tal vez puedan mencionar un par y, de entre ellas, alguna obra o algún parentesco. En la gran mayoría de los programas de las carreras de Letras las mujeres brillan por su ausencia, ni qué decir en las escuelas medias. Esto, desde luego, no es nuevo. Lo sabemos: el canon es predominantemente masculino. Las figuras emblemáticas que hemos nombrado antes tienen muy bien ganado ese lugar, con obras que perviven y que han descolocado la escritura de su tiempo y llegan sanos y salvos al presente. Quizás algunas poetas han lidiado con el “permiso” de escribir versitos, pero ¿las narradoras?
Frente a este síntoma, sólo queda pensar que el borramiento ha sido por fin desvelado con una colección que viene alimentando el acervo con autoras y títulos olvidados o perdidos en los anaqueles de una Biblioteca Nacional Ideal llena del polvo del siglo que se fue. Las Antiguas forma parte del sello cordobés Buena Vista Editores, y está dirigida por la narradora Mariana Docampo. Con once títulos en su haber, ha echado luz sobre autoras que produjeron en su sitio y en su tiempo. Leídas a contrapelo de los vaivenes históricos, estas “antiguas” se vuelven “modernas”, en comparación –con similitudes y diferencias– con sus pares varones.
Y siempre vuelve una pregunta, fruto de las aguas del feminismo que ha corrido bajo el puente de la historia literaria: ¿sólo por ser mujer y algún viso literario tienen valor per sé? La respuesta, sin dudas, es no. Su valor está dado por el lugar que también ocuparon en su época, en su clase social, donde se hace evidente que la mayoría no se encuentra apoltronada en sus herencias; y en algunos casos, la conciencia de ese lugar. Escribe, en 1878, Juana Manuela Gorriti: “¿Por qué tan perezosas las literatas de Lima?”, cuando al leer los diarios locales la escasez de firmas es flagrante muestra de esa borradura. Al ser leídas en el presente, sostienen una calidad que, más allá del gusto, las vuelve inexorablemente escritoras. Con una decisión acertada, las “lectoras” del presente, las prologuistas de cada volumen, son escritoras activas que no vienen exclusivamente del mundillo literario universitario, dando cuenta de su propia experiencia de lectoras, sirviéndose de esa libertad que exige la presentación de las olvidadas. A la escasez de estudios e investigaciones bibliográficas, la dirección editorial rinde homenaje a un volumen emblemático e insoslayable: el Diccionario biográfico de mujeres argentinas de Lily Sosa de Newton, de quien toman los datos que enmarcan la presentación de cada autora.
El listado editado hasta el presente lo integran: Juana Manuela Gorriti, Juana Manso, Lola Larrosa, Rosa Guerra, Eduarda Mansilla, Emma de la Barra (cuyo seudónimo era César Duayen), Elvira Aldao y Agustina Palacio.
En sintonía con las preguntas que abren esta nota, Mariana Docampo prologa la colección, adjudicándole “cierta inercia e incluso pereza de lectores y canonizadores para quienes abordar la literatura de escritoras puede resultar una complicación insospechada” y piensa la reedición “en forma desjerarquizada” para ofrecer quizás a esos mismos lectores “la oportunidad de leerlas a la luz de una nueva época que exige ampliar los márgenes de lo escrito para expandir la propia identidad cultural”.
La colección hizo su aparición en la mesa de novedades allá por 2011, con el título más reconocido y reeditado: la Cocina ecléctica de Juana Manuela Gorriti, que recoge una variedad insospechada de recetas que constituirían la cocina criolla en el amplio espectro latinoamericano. El gesto es el de la compiladora atenta a sus amistades y conocidas que le envían distintas preparaciones y Gorriti las envuelve de su narratividad entretenida, contando alguna anécdota o enmarcando la receta en una crónica breve, con lo que el lector recordará a otra prócer contemporánea, Blanca Cotta. El libro es, sencillamente, delicioso, ameno y rico en platos más o menos conocidos, más o menos fáciles de preparar: ¿quién podrá atreverse a la sopa de tortuga, a los pichones a la negrita, a la cuajada a la Balmoral; quién, a los riñoncitos a la radical, al sábalo a la mimosa? Adentrarse en el universo doméstico y culinario es también una certera forma de aprehender cierta sociología de los consumos del siglo XIX, más allá de la indudable curiosidad.
Gorriti es la que sostuvo una escritura. Atenta a su tiempo (había nacido en Salta en 1816; murió en Buenos Aires en 1892), su obra estrictamente ficcional la componen cuentos de raíz fantástica, así como diarios íntimos y memorialistas, y una labor periodística inédita en su época. No en vano, de ella también decidieron editar La tierra natal y Lo íntimo, que son relatos autobiográficos que cuentan el regreso a su Salta natal, en el primer volumen, y un recorrido por distintas épocas, sobre el filo de su muerte, en el segundo. Me detengo en el prólogo exquisito de Lo íntimo, fechado en julio de 1892. Como un sopapo a las nimiedades de la literatura actual que hace de lo autobiográfico su razón de ser, sosteniendo un yo que, las más de las veces, no es ni tan siquiera interesante, Juana Manuela Gorriti, consciente de su final en ciernes, subraya: “Huésped retardado en la jornada de la vida, avergüénzame de ocupar todavía, en perjuicio de otro, un puesto en el hogar…”, y luego asevera: “Huyendo del intolerable yo, eliminé de mis libros y hasta de El mundo de los Recuerdos muchos sucesos inseparablemente ligados al enfadoso pronombre, resuelta a pasarlos en silencio, por más que anhelara confiar a un oído amigo, gratas o dolorosas memorias”.
El volumen de Juana Manso (Buenos Aires, 1819-1875) es una pieza tremenda. Acostumbrados a leer las plumas recargadas de antirrosismo de los próceres, Los misterios del Plata constituye otra mirada sobre los episodios históricos durante el gobierno de Rosas, alrededor de 1846, a tono con los exiliados (el lector recordará que las furibundas páginas del Facundo son de 1845). Precursora del feminismo, educadora y pedagoga, Manso elige la ficción histórica y el folletín para contar las vicisitudes del joven Marco Avellaneda. Pinta el terror rosista con inigualable efectismo. Recordemos que Sarmiento renegaba de las mieles de la imaginación para contar los horrores de la realidad política. Y ahí va Juana Manso, a quien el sanjuanino había escrito: “Una mujer pensadora es un escándalo y usted ha escandalizado a toda la raza”, cita atinadamente Mercedes Araujo en el prólogo.
En la misma línea de novela histórica, colega de Juana Manso, la educadora y periodista feminista Rosa Guerra (Buenos Aires, 1834-1864) elige el mito de Lucía Miranda: el del amor de la española y dos indios timbúes, alrededor de la fundación del fuerte Sancti Spiritu por Sebastián Caboto, para contar la barbarie alrededor de la Conquista. La primera noticia sobre este mito la da Ruy Díaz de Guzmán en La Argentina manuscrita. Luego, tomado como verdadero, el mismo es recreado como si el triángulo amoroso hubiera sido verdad. Recreado y desmentido, llega a la mesa de Guerra, quien no se aleja de la ficción y entra en la línea fundadora de un género tan en boga en el presente.
Del lado de la ficción costumbrista se encuentran El lujo de Lola Larrosa (Uruguay, 1859-Buenos Aires, 1895) y Stella de César Duayen (Emma de la Barra; Rosario, 1861-Buenos Aires, 1947). Como en una bovarista escena de campo, Rosalía, la protagonista de la novela de Larrosa, pretende la vida que se representa en las novelas que lee, y ese mundo ilusorio será arrancado como un plantín por la madre que quemará esos libros, desterrará los lujos. En ese acto tajante hay una clave para leer la novela toda y la vida de una mujer culta en el siglo XIX. Con inteligente mirada, la psicoanalista y escritora Vanesa Guerra, teoriza en el prólogo: “El pasaje que habilita el exilio dentro de una mujer es el pasaje que la lleva de un acto moral a un acto ético; por tanto no se resuelve en un pasaje de opuesto a opuesto; el motor de la búsqueda que ha precipitado ese movimiento no se agota en ese vaivén, en esa oscilación. Por eso es necesario el efecto de la navaja, del corte”.
Stella, la singular novela de Emma de la Barra, firmada con el seudónimo César Duayen, constituyó un verdadero best seller en su época. Y como tantos sucesos, después de conocer los brillos del éxito y hasta una adaptación cinematográfica, pasó al olvido. El misterio alrededor del nombre y una historia de amor dispar en su argumento constituyeron una atractiva mezcla que preveía los cambios sociales y vinculares a principios del siglo XX. Pocos ejemplos, como el de George Sand, obtuvieron fama en volumen impreso, ya que la mayoría que esgrimía un seudónimo lo desplegaba en las páginas de un periódico.
Las memorias de Agustina Palacio (Santiago del Estero, 1821-1863), que llevan como subtítulo La heroína del Bracho, cuentan la suerte de su marido José Ma. Libarona a manos de un caudillo santiagueño. Libro de penurias, esta memoria también integra el corpus vivencial de los que padecieron la censura y la persecución política. El estudio preliminar de la especialista Marta Palacio, familiar directa de la autora, merece especial atención. Los Recuerdos de viaje de Eduarda Mansilla (Buenos Aires, 1834-1892), hermana del autor de Una excursión a los indios ranqueles, parecen responder a ese modelo femenino que atisba la escritura desde el permiso, por el lugar social en el que se desarrolla, pero al adueñarse despliega un estilo propio que le permite tornarse en testigo privilegiada de los Estados Unidos en el siglo XIX.
Los dos volúmenes de Elvira Aldao (Rosario, 1858-Mar del Plata, 1950; hija del caudillo liberal Camilo Aldao), Recuerdos de antaño y Veraneos marplatenses, son frescos de una época desde una mirada de honda fidelidad a su clase; relatan los cambios y transformaciones de la ciudad de Rosario, en su infancia y juventud y del sitio del veraneo argentino por excelencia, antes de su masiva socialización, entre 1887 y 1923. Melancólicos por momentos, en ambos hace gala de una pluma culta, refinada y no exenta de cierto lirismo. Tal vez, las crónicas playeras puedan leerse como el reverso de otras maravillosas, contemporáneas a las de Aldao, las de Juan José de Soiza Reilly, que fueron oportunamente compiladas en Pecadoras: dos miradas de un mismo sitio, desde promontorios diferentes. En tiempos de crónicas al por mayor, ambas constituyen perlas del género que merecen ser revisitadas.
Once títulos hasta el presente. Once mujeres lectoras, las prologuistas, que dan un paso más allá y habilitan su posibilidad desprejuiciada, “desjerarquizada” al decir de Docampo. Alejándose de la exégesis para curiosos, con la firme convicción de que cada libro busca su lector. Y puede que en sucesivas entregas las lectoras cedan su lugar a los varones que leemos en el sitio que ellas nos habilitan, hoy.
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