“Es muy difícil ser joven” dice Deborah Eisenberg en una charla que dio, junto con su marido, el actor y director Wallace Shawn, en la Drama School de Nueva York ante un auditorio bastante ecléctico. Vestida de negro, con las manos largas y finas, el pelo blanco y los ojos saltones, remató después de unos largos segundos de pensar sobre la misma idea: “me hubiera gustado tener alguna de las capacidades que tengo ahora, en aquel momento, una época que recuerdo con muchas ansiedades, terror, dolor, frustraciones”. Nacida en Chicago, en 1945, Eisenberg es una escritora tardía, como lo es su colega, la candiense Alice Munro (con quien comparte muchos puntos de unión e interés), que, luego de tener un breve paso por las artes escénicas, empezó la tarea de escribir cuentos debido a “la amenaza finalmente insoportable del sinsentido existencial que me llevó a enfrentarme a la perspectiva de la vergüenza aniquiladora que siempre es (o quizá debería ser) el coste de intentar escribir algo”.

La publicación de La venganza de los dinosaurios, por parte de la editorial Chai, viene a completar y a cerrar un círculo de tres volúmenes que ofrecen una parte de la mejor producción cuentísitica de Einsenberg, cuyos títulos anteriores fueron Taj Mahal y RelatosLos cuentos acá reunidos mantienen una misma línea temática y estilística, en los cuales la autora suele depurar y trabajar durante tiempos prolongados (cada cuento le lleva un año, según comentó en una entrevista televisiva con Charlie Rose). Relatos de largo aliento, cuentos largos y extensos que suelen no encontrar un final, un poco a la manera que planteaba el padre de todos los cuentistas, Anton Chejov, Eisenberg escribe novelas condensadas, aunque no se apoya en los resortes narrativos o los momentos claves que en una novela permiten avanzar sobre zonas que quizás parecen de ripio. Esos lugares son, justamente, los que a Eisenberg le interesa narrar; el material con el que trabaja los relatos parece extraído de una zona porosa e incómoda. De este modo, el enamoramiento de una chica de 17 años con uno de 27, en el “Cómo era verse con Cris”, se convierte en una oscilación emocional intensa, que carece de todo punto de anclaje. No son las acciones las que definen a los personajes, sino que en muchos casos son arrastrados por las acciones que suelen tomar a destiempo.

La experiencia interior de los personajes define su lugar en el mundo. Eisenberg es heredera de cierta tradición cuentística norteamericana, como John Cheever, Raymond Carver y bastante más acá Lorrie Moore y Ann Beattie. comparte con muchos de estos autores las experiencias urbanas, la ciudad como forma más que como fondo, los vínculos que se construyen entre rascacielos, particularmente una ciudad como Nueva York, cuya herencia literaria ha constituido un género en sí mismo, con la forma narrativa de la revista The New Yorker como faro (el último relato narra los eventos del atentado contra las Torres Gemelas del 11 de Septiembre del 2001). En ese sentido, los personajes de Eisenberg, como la pareja que discute con unos amigos en el cuento “El Robo” o la amistad tóxica entre una chica y un chico en “Peligros como estos”, no están alejados de las maneras frías y neuróticas que tienen los personajes de Woody Allen para relacionarse; estableciendo distancia en la cercanía, juicios de valor en la falta de certezas y en muchos casos una sobre intelectualización de las emociones.

Aunque, a diferencia del mencionado Allen (o incluso de Lorrie Moore), Eisenberg se reserva un espacio importante en su imaginación literaria para analizar la confusión emocional que se crean, estallan y cruzan en los vínculos aleatorios, diversos o elegidos por sus personajes, como si ella los estuviera auscultando, o mejor, como si se tratara de una química que elige mezclar y lanzar a sus personajes a contextos extraños para observar sus reacciones. En la mirada infantil de una niña que observa a una familia puesta en crisis en “Sirenas” o en las relaciones familiares empujadas ante la luz del prisma de la decadencia inevitable en el cuento que lleva el título de la selección, Eisenberg encuentra vestigios narrativos para lo que más le interesa: tensar las frases. Cada frase parece puesta al servicio de reinventar la frase anterior. En esa tensión entre deriva y contención, entre indagación dramática y profundidad psicológica, es donde encuentra el tono narrativo que define sus relatos.

Por ejemplo, en “Sirenas” dice la narradora: “Para Kyla, las vacaciones venían avanzando hacia ella desde hacía semanas y semanas, primero como un puntito en la periferia de su visión, después como algo cada vez más grande, más cerca y más rápido, hasta que llegaron como una tromba, barriendo con todo lo demás, y su madre ya la estaba dejando en la casa de los Laskey donde la esperaban”. Como si se tratara de un ejercicio de desplazamiento y condensación, los cuentos de Eisenberg parecen bordear el mundo desde una percepción de ensueño, ligeramente dislocada y desfasada. El simple hecho de irse de vacaciones se convierte en qué hace el personaje con ese torrente emocional que las vacaciones producen en ella. Hay algo de “sabiduría” en esa forma de narrar estas vidas condensadas que la autora ejecuta sin ejercer moralismos sobre sus personajes con una mirada compasiva, sobre todo cuando narra en tercera persona. Eisenberg guarda la distancia justa, entre cercanía y lejanía, como si supiera, gracias al tiempo que acumula experiencia detrás de una vida, que lo que se vive comienza como algo que creemos muy grande y veloz, y termina por convertirse en un puntito más en la periferia de nuestra visión.