Ahora resplandece (Chernobyl, 2022, 60 pág.)es un libro en que conviven amorosa y (acaso por eso mismo) también trágicamente, el movimiento y la penumbra, la certeza y la fragilidad, la entrega y la restitución; formas en danza que se acomodan en el concierto del poema para pronunciarse, para hacerse-ver en este Ahora que no puede prometernos más que su precariedad. Así se abre el poema 17: 

Un dios daría por un poco de fe.
Por creer que el amor salvará. (…) 
Lola Castro Olivera

En un recorrido de 37 poemas, la poeta encarna la voz como un ejercicio de la respiración y del entendimiento; quiero decir, anuncia una correspondencia en la que cada poema logra una propiedad y, al mismo tiempo, una integración con los demás. 

A medida que se avanza en la lectura -esto es, en la medida en que oímos-, la voz de la poeta se va revelando en su espesura: una sustancia diáfana y rotunda que se deja ir sobre la conciencia de un poema siempre penúltimo. Dice el poema 25:

Observá tus palabras
observá lo que decís, con la humildad y la miseria
de quien puede estar enunciando algo hermoso
que no oirá nadie. (…)

Ni sobre el vivo ardor del fuego en sus lenguas, ni desde la melancolía lejana y agónica, la poeta templa su voz justo ahí donde el Ahora es un punto de llegada, este instante impreciso pero seguro en que, como una iluminación negativa, las heridas, las pérdidas, la incomprensión, indican no sólo el oficio de antiguas muertes sino, más profundamente, la actuación de un recogimiento con que se vuelve al nido, se habita el nido, y es el nido su mayor pasión.    

No es azaroso que situados en el umbral, el libro se abra con dos epígrafes que, por un lado, señalan la clave de lectura (esto es, el modo en que habrá de disponerse el ánimo para insuflarle aliento a estos poemas); dice Juana Bignozzi: “todo dolor importante tiene testigos, // aunque sea un perro, el sol, o las mentiras”.

Y por otro lado, nos instalan ante la serena manifestación de lo terrible: sola voz, desnuda voz, encarnada en otra anterior y sin embargo genuina en su entrega. Dice Libertad Demitrópulos: “Soy un monstruo, // y me silba un chalchalero”.De este modo, monstruo y dolor se inscriben por igual en el mundo para decirnos -quizá como una diminuta revelación- que no estamos completamente solos, que en este mismo mundo urdido en la gran madeja del desamparo todavía hay algo que nos anuncia que amanece aunque la noche y sus presagios no dejen de venir sobre nosotros.   

La voz que busca el nido

Anuncia el poema 35 

(…) De eso hablaremos:
de este rescoldo de palabras,
rescoldo de odios, afectos, ausencia y paisaje. 

La escritura de estos poemas es generosa pues persigue un movimiento que semeja la metonimia; obra por quiebres, saltos, desplazamientos. No lo dice todo, antes bien, convida y exige una lectura comprometida que involucra al lector de un modo sutil y sincero. Dice el poema 22: 

(…) No te aparto
si no te asusta mi pobreza moral
podemos fabricar con esta precariedad
un asiento para que reposes
ver un cielo que no sabe que miramos.

Es el lector quien debe completar, o mejor aún, continuar su silenciosa enunciación justo donde la voz queda suspendida, y es este un camino de amable seducción por el que la poeta y el lector van descendiendo a una profundidad que se aloja aquí donde el cuerpo se levanta. Un adentro velado y certero donde madura, incesante, toda la orfandad.

Dice el poema 37: 

No he hecho otra cosa que intentar atrapar las migas cuando sacudías el mantel. Como si dijeras: hija, esto es lo único que podrás tener. 

O el poema 19:

No es morir sola
sino que mi último día suceda entre desconocidos
mi miedo dice
mientras vuelve a guardarse entre mis piernas.

Incluso el mundo y sus afanes habitan los poemas como un elemento próximo y ajeno a la vez. Pedacitos de mirada donde se recortan el recuerdo, la nostalgia, la ilusión de un futuro como una promesa que la vida no siempre cumple, y también, claro, las muertes cotidianas. Como un telón en que se realizan las sombras y las luces, el mundo se encarna y arrastra en su insistencia otra posibilidad, otra geometría, que se acompasa con el ritmo del poema, el ritmo de la voz:

Dice el poema 1:

Las migas, el día
hacen sombra en el mantel
ah, este viejo mundo

Miro la casa con la piedad de quien sabe que los huesos
son harina de memoria y calcio (…)

Visto así, el mundo y su fortuna es la arcilla en que la voz va dejando su huella. La voz de la poeta se arroja, impenitente, en la búsqueda de un trasfondo en donde cree hallar la resonancia de lo que, verdaderamente, persiste en sí, en su mismidad: una palabra poética hecha de puro aliento replicando en el afuera lo que retumba en el adentro.  

De esta manera se produce el pliegue, un modo del retorno que, siendo devolución es, asimismo, diferencia. Como un eco perdido de su primera articulación, la voz anhela un cuerpo, cuerpo otro, hasta hacer nido en el cuerpo del poema.    

El cuerpo como una ofrenda a destiempo   

Dice el poema 2: 

(…) déjame mostrarte también los agujeros de mi media
             canto mi parte más pobre y más infantil
los parches que he fabricado
todo en mí tiene el solo sentido de conmover (…)

Ahora resplandece sobre el cuerpo. Frente a tanta incertidumbre e anhelos fallidos, frente a tanto mundo esquivo, lo que aparece -y se nos muestra- como certidumbre es “esto que toco”, este solo cuerpo.

Una materia extensa y tibia, erguida y sin embargo frágil, capaz de sanar, curar, andar, abrazar y creer. Un núcleo sintiente donde se pronuncia un lenguaje distinto, primario, anterior pero sabido, reconocido cuando se hace el silencio. Vibra en la sustancia del silencio. 

Dice el poema 3

Mientras, tu cuerpo baja la calle de mi casa y lo bendigo (…)
luego el ardor se disuelve en una taza de té. 

El cuerpo no sólo es refugio sino anunciación. Él articula un lenguaje que sigue el mismo oficio del rumor. Se parece al rumor: hay en el cuerpo un arrastre indiscernible pero que hace sentido, un acarreo confuso que no deja de aparecer entre las palabras, por debajo de las palabras; como una corriente subterránea que late y que suena. El cuerpo nos dice el rumor: abierta música de eso que estando callado nunca logra hacer silencio. 

Dice el poema 10:

Al paso, piso paso y verde que te quiero canto pero
no aprendí a competir,
nunca supe qué es ganar.
Ande, déjeme pasar. 

O el poema 15

Te meceré
Ya entrarás en mi brazo como el corazón de una flor,
Nos veremos llegar y reiremos con torpeza y lejanía,
De lo que dijimos hacer y lo que somos. 

En estos poemas, Castro Olivera nos convida una palabra poética en que nace y se recupera la conciencia de su voz, del cuerpo que la profiere, del rumor que las imanta. 

Pero esa conciencia va andándose sobre la base de intuiciones, pequeños descubrimientos que cada quien irá ensayando. No hay en estos poemas verdades cerradas, ni métodos, ni recetas sobre estas aproximaciones al rumor del cuerpo; acaso cuanto más, breves destellos, retazos, puntas del ovillo que aseguran un remanso tan ligero como la lectura misma. 

Dice el poema 27: 

Voy por ahí con los pies oblicuos
desde un pasado que me harté de escarbar.
 Voy hacia tus ojos
como quien pide azúcar
como quien pide pan (…)

Ahora resplandece traza el itinerario de una pérdida -que es igual a todas las pérdidas, es cierto-, pero también el de una claridad: el canto amoroso sobre la cicatriz, sobre su signo que obra la identidad y la memoria.  Cicatriz luminosa que nos dice en cada verso que todavía hay algo que late, que aún hay algo empecinado que no deja de tender hacia la vida.