Dice en feis Felix Bruzzone
Querida Clienta Rubia del barrio cerrado al que fueron a parar los adoquines que Macri sacó de San Telmo:
Limpié tu pileta. No estabas. Agarré el sobre con el pago del mes que dejaste abajo del bidón de cloro. ¿Sigue sin trabajo tu marido o ahora lava guita con bidones de cloro? ¿Me vas a aumentar, o espero al año que viene? Es difícil aumentar en invierno porque se corre el riesgo de que te digan “vení cada dos semanas”, “vení cada tres semanas”, “vení una vez al mes”, o lo peor: “te voy llamando, ¿dale?” Otra preguntita: ¿en el colegio del Opus Dei carísimo al que mandás a tus hijas te dieron media beca, beca completa o becas? Y otra más, te juro que la última: ¿las vacaciones que te tomaste del 15 de enero al 15 de febrero quién las pagó?
No pienses que soy un resentido. Son preguntas que haría cualquiera. Uno siempre encuentra la salida a su dolor y a su resentimiento sin necesidad de ejercerlo en forma directa. Hoy, por ejemplo, aproveché que en tu casa no había nadie y me regocijé en la lectura de los fascículos que coleccionas con consejos del Papa Francisco. Estaban sobre la mesa de la galería. Una cosa extraordinaria. Menos mal que existe el diario Clarín que los publica. ¿Sabías que el Papa Francisco fue citado a declarar a la megacausa ESMA y como no quiso ir le tomaron declaración en su despacho de la Curia metropolitana? (https://www.youtube.com/watch?v=kaYF7OMIS2A) Quizá ibas a usar los fascículos para hacer un asadito. ¡Cuidado!
La cosa es que, en eso, me dieron ganas de mear, y como no había ningún fascículo que aconsejara cómo mear en casa ajena sin pedir permiso, casi te riego una planta. Tranquila, justo vi que ahí nomás habías dejado un paquete de cigarrillos, y como a mí fumar me saca las ganas de mear te saqué uno y me lo prendí. ¿No te enojás, no? Si hubieras estado te pedía el baño, o un cigarrillo. O las dos cosas.
Es muy lindo fumar en tu casa. Con el cigarrillo en mis labios pensé que mis labios tocaban algo que vos ibas a tocar, alguna vez, pero que ya nunca tocarás. Sentí que te robaba un novio, o que yo mismo me convertía en tu novio. Un beso rallado, o raspado, por la diferencia témporo espacial más jodida, que es la del amor que no se da. Me acordé entonces de la vez que nuestros dedos se amaron, cuando aquel viernes de verano me curaste la uña levantada del dedo gordo de mi pie derecho. Aquello fue amor doloroso y maternal. A mí me dolía y vos eras mi madre. Lo del cigarrillo, ahora, era como escribirte esta carta con humo.
Pero me asusté, podías volver en cualquier momento y entonces corrí a fumar a lo de tu vecino Wilfredo. Y en eso estaba cuando se me acercó un caniche blanco. ¿Era tu caniche? Yo fumaba y él entró rápido en confianza. Yo, que odio a los caniches, de golpe entendí por qué la gente los busca tanto. Una pequeña ovejita al alcance de la mano, suave, “tan blando por fuera que se diría todo de algodón, que no lleva huesos”. Lástima que, de la confianza, el perro pasó a la confianza extrema, y empezó a morder. Poca cosa, mordiditas, pero que dejaron unas buenas marcas en mis manos. Aún así el perrito no perdía sus encantos, parado en las patas de atrás, cual zuricata.
Terminé el cigarrillo y lo apagué en el pasto. El caniche olfateó los restos, lamió. Podía ser tu caniche, después de todo. Son todos tan parecidos, los caniches… También las rubias son todas tan parecidas… Pensé, lógico, que el caniche eras vos, y que venías a lamer lo que quedaba de nuestro beso. Yo acababa de robarme un cigarrillo y por un momento pensé en robarme también al perro. No me costaba nada. Pero hubiera sido un acto maligno. Nadie se merece algo así. Ni siquiera los caniches, ni siquiera las rubias, ni siquiera yo.
Cuando empecé a limpiar la pileta de Wilfredo, tenía las manos mordidas y los pulmones llenos de humo. Wilfredo estaba tildado con los problemas de salud de su mamá y me habló de alzhéimer, demencia senil y cosas así. Yo trataba de olvidarme de todo, y un poco, al final, me olvidé.
Limpié tu pileta. No estabas. Agarré el sobre con el pago del mes que dejaste abajo del bidón de cloro. ¿Sigue sin trabajo tu marido o ahora lava guita con bidones de cloro? ¿Me vas a aumentar, o espero al año que viene? Es difícil aumentar en invierno porque se corre el riesgo de que te digan “vení cada dos semanas”, “vení cada tres semanas”, “vení una vez al mes”, o lo peor: “te voy llamando, ¿dale?” Otra preguntita: ¿en el colegio del Opus Dei carísimo al que mandás a tus hijas te dieron media beca, beca completa o becas? Y otra más, te juro que la última: ¿las vacaciones que te tomaste del 15 de enero al 15 de febrero quién las pagó?
No pienses que soy un resentido. Son preguntas que haría cualquiera. Uno siempre encuentra la salida a su dolor y a su resentimiento sin necesidad de ejercerlo en forma directa. Hoy, por ejemplo, aproveché que en tu casa no había nadie y me regocijé en la lectura de los fascículos que coleccionas con consejos del Papa Francisco. Estaban sobre la mesa de la galería. Una cosa extraordinaria. Menos mal que existe el diario Clarín que los publica. ¿Sabías que el Papa Francisco fue citado a declarar a la megacausa ESMA y como no quiso ir le tomaron declaración en su despacho de la Curia metropolitana? (https://www.youtube.com/watch?v=kaYF7OMIS2A) Quizá ibas a usar los fascículos para hacer un asadito. ¡Cuidado!
La cosa es que, en eso, me dieron ganas de mear, y como no había ningún fascículo que aconsejara cómo mear en casa ajena sin pedir permiso, casi te riego una planta. Tranquila, justo vi que ahí nomás habías dejado un paquete de cigarrillos, y como a mí fumar me saca las ganas de mear te saqué uno y me lo prendí. ¿No te enojás, no? Si hubieras estado te pedía el baño, o un cigarrillo. O las dos cosas.
Es muy lindo fumar en tu casa. Con el cigarrillo en mis labios pensé que mis labios tocaban algo que vos ibas a tocar, alguna vez, pero que ya nunca tocarás. Sentí que te robaba un novio, o que yo mismo me convertía en tu novio. Un beso rallado, o raspado, por la diferencia témporo espacial más jodida, que es la del amor que no se da. Me acordé entonces de la vez que nuestros dedos se amaron, cuando aquel viernes de verano me curaste la uña levantada del dedo gordo de mi pie derecho. Aquello fue amor doloroso y maternal. A mí me dolía y vos eras mi madre. Lo del cigarrillo, ahora, era como escribirte esta carta con humo.
Pero me asusté, podías volver en cualquier momento y entonces corrí a fumar a lo de tu vecino Wilfredo. Y en eso estaba cuando se me acercó un caniche blanco. ¿Era tu caniche? Yo fumaba y él entró rápido en confianza. Yo, que odio a los caniches, de golpe entendí por qué la gente los busca tanto. Una pequeña ovejita al alcance de la mano, suave, “tan blando por fuera que se diría todo de algodón, que no lleva huesos”. Lástima que, de la confianza, el perro pasó a la confianza extrema, y empezó a morder. Poca cosa, mordiditas, pero que dejaron unas buenas marcas en mis manos. Aún así el perrito no perdía sus encantos, parado en las patas de atrás, cual zuricata.
Terminé el cigarrillo y lo apagué en el pasto. El caniche olfateó los restos, lamió. Podía ser tu caniche, después de todo. Son todos tan parecidos, los caniches… También las rubias son todas tan parecidas… Pensé, lógico, que el caniche eras vos, y que venías a lamer lo que quedaba de nuestro beso. Yo acababa de robarme un cigarrillo y por un momento pensé en robarme también al perro. No me costaba nada. Pero hubiera sido un acto maligno. Nadie se merece algo así. Ni siquiera los caniches, ni siquiera las rubias, ni siquiera yo.
Cuando empecé a limpiar la pileta de Wilfredo, tenía las manos mordidas y los pulmones llenos de humo. Wilfredo estaba tildado con los problemas de salud de su mamá y me habló de alzhéimer, demencia senil y cosas así. Yo trataba de olvidarme de todo, y un poco, al final, me olvidé.
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