miércoles, 2 de abril de 2014

“cómo exploro o expando mis posibilidades de vida, cómo uso la potencia del cuerpo que declaro mío para abrir nuevas posibilidades de vida”

El cuerpo y sus poderes


02-04-2014 | Fermín Rodríguez, Gabriel Giorgi


Publicamos el texto que Fermín Rodríguez leyó en la presentación de Formas comunes. Animalidad, cultura, biopolítica, de Gabriel Giorgi.

Por Fermín Rodriguez.

Los argentinos que, al menos hasta los años de la última dictadura militar, fuimos alfabetizados por la escuela pública, conocemos bien esa capacidad de la vida animal de ser tomada a la vez figurativa y materialmente: como observa Juan Becerra, la vaca no sólo nos daba la carne, la leche, el queso y el cuero, sino también la letra, transmitida a través de rigurosos dictados o clásicas composiciones con Tema: la vaca. Generaciones de argentinos recibimos a través de esta ficción pedagógica las primeras articulaciones de nuestra escritura, tensionada entre la carne y la letra, entre la civilización y la barbarie, entre la naturaleza y la cultura, entre el cuerpo y el espíritu.

Pero mucho antes de convertirse en herramienta civilizatoria y encarnar cierta economía política y simbólica de lo argentino, la vaca como signo animal fue para la literatura del siglo XIX un índice de barbarie y de violencia estatal. En los orígenes ya no de nuestra propia escritura, sino de la mismísima literatura argentina, por aquello de “Va…ca…yendo gente al baile”, hay un gaucho, borracho y pendenciero, cortando una vaca al medio. Encarnando la negatividad de la violencia premoderna, el animal que mata y muere en la literatura clásica del siglo XIX era una bestia de carga simbólica que servía sobre todo para cercar y aislar con palabras e imágenes la vida eliminable de la vida reconocida políticamente que poblaría la nación de ciudadanos. El bárbaro era entonces el “animal con forma humana”–según una serie de sustituciones retóricas que organizó los antagonismos en torno a la división entre civilización y barbarie. Encabalgado en una metáfora animal, el bárbaro venía a perturbar los sueños civilizatorios y modernizadores desde afuera ya no de la cultura, sino de la especie humana, desde un estado de violenta naturaleza atravesada por fuerzas anticivilizatorias y antidemocráticas. Para el punto de vista de Formas comunes y de lo que bien podría ser una historia natural de la literatura, los animales del siglo XIX son algo así como bestias prehistóricas, antepasados remotos de las nuevas especies literarias que Gabriel descubre agazapadas entre las líneas de textos recorridos por intensidades políticas y potencias estéticas desconocidas, en conexión con el terreno donde opera silenciosamente la biopolitica moderna.


Digamos que el tigre cebado de Facundo pertenece aotraespecie que el yaguareté de Guimarãe Rosa en “Mi tío el yaguareté” o que la pantera-queer de Manuel Puig en El beso de la mujer araña; digamos que la carne eliminable que se produce en “El matadero” de Echeverría sabe distinto que la carne que se elabora en los mataderos de Martín Kohan o en los laboratorios de clonación de ganada artificial; digamos que en los cuadros naturalistas de William Hudson en El naturalista en el Plata no hay lugar para la cucaracha de Clarice Lispector en La pasión según G.H. o para el pueblo animal de Osvaldo Lamborghini, que desde las páginas de El Fiordo de Tadeissigue pidiendo insaciablemente que le den de comer y de coger; digamos que las cautivas barbarizadas del romanticismo no se reconocen en los cadáveres de trabajadoras asesinadas de la novela de Bolaño 2666 ni en los restos orgánicos de las víctimas de la violencia económica y social retenidos por la obra de Teresa Margolles.

Formas comunes comienza con una relectura y un ordenamiento de textos que giran alrededor de una pregunta teórica que tiene la forma inestable de un animal en fuga: la pregunta por el cuerpo y sus poderes. “¿Qué es un cuerpo? ¿Por qué ese horizonte de visibilidad y de sensibilidad del cuerpo es inseparable de un ordenamiento político?” (98) . Aproximadamente desde los años sesenta, o desde el momento en que la naturaleza dejó de ser “natural” porque no hay vida afuera del capital, ocurre en la literatura latinoamericana un repoblamiento de especies nunca vistas que, en su anomalía y poder de variación, dislocan los mecanismos de distribución de cuerpos y sentidos sobre el mapa de lo social. Porque los animales de Formas comunes vienen de adentro de la cultura, de muy cerca, de una zona de contacto y contigüidad que impide trazar con certeza el límite preciso de la vida humana. Son animales de la cultura, aunque no domesticables, vidas animales que abandonan la naturaleza e irrumpen en el interior de la casa, índices de desfamiliarización que aparecen entre los pliegues más íntimos de lo doméstico, en plena ciudad, en la cárcel, en la lógica del mercado, en la esfera de lo privado y de lo íntimo, según una nueva economía de la vida y de la muerte que se juega en un terreno eminentemente biopolítico donde la oposición humano/animal queda desplazada por la distinción menos rígida, más inestable y arbitraria, entre bios/zoé—entre la vida políticamente cualificada de lo que una sociedad reconoce como persona humana y la vida no personal del sujeto, la vida animal del cuerpo viviente.

De rondar en los márgenes de la sociedad, el animal que rastrea Formas comunes pasa a ocupar el centro reprimido de una imaginación de lo político quehace de lo viviente el núcleo de las preocupaciones de un poder selectivo y jerárquico de hacer vivir, de proteger, gerenciar y reforzar la vida, dejando morir, en el reverso de la ciudadanía y el individuo productivo, franjas de vidas indeseables abandonadas activamente a su suerte—vidas producidas como mero residuo o deshecho, incluida en el orden socioeconómico neoliberal mediante su invisibilización, su exclusión y precarización: en fin, su animalización.

Los cuerpos animales de Formas comunes son criaturas de superficie descargadas de peso metafórico, que palpitan, rondan o corren a la velocidad del sentido. No están en lugar de otra cosa, no tiran de ningún peso metafórico, no están encadenados a ninguna interpretación ni quieren decir nada; son, más bien, umbrales donde el querer decir se interrumpe, donde la forma se desfigura, donde el lenguaje es sometido a un trabajo de minorización y de arrastre que lo desterritorializa y abre los cuerpos a una red de contactos, intercambios, contagios y pasajes ineterespecies en los que el rostro humano se deshace en una arena eminentemente biopolítica. Ante un animal, o ante el costado animal de un cuerpo humano, Gabriel nunca se pregunta qué quiere decir, sino cómo funciona, a qué se conecta, qué pasa a través de ellos, en qué mezclas entra, si es el producto de un cálculo del capital, si es objeto de una violencia normalizadora, o si en su opacidad despliega una diferencia a la que no puede asignársele ningún orden porque ya no es inteligible bajo el signo de la oposición adentro/afuera, naturaleza/cultura.

A la clásica función de corte que le reservó la filosofía, donde el animal funciona para trazar las fronteras de una humanidad ideal, Gabriel opone una continuidad inquietante humano-animal y naturaleza-cultura, no para naturalizar la sociedad sino para desbaratar cualquier idea de una “naturaleza” o evidencia de lo humano que pueda ser separada de una gestión normativa de la subjetividad y de los cuerpos de una comunidad. Así, si el poder se transforma, no es a la manera de un darwinismo social, donde la naturaleza determina la política y lo político se disuelve en lo biológico. A la biologización de la política, Gabriel opone entonces una politización de la vida que mantiene la cuestión del poder en toda su actualidad—una política que, entre sus múltiples pliegues, tiene la forma de una estética, en tanto pone en juego regímenes de sensibilidad y de sentido que desafían las formas y reinventan el universo de lo biopolítico.

En este sentido, pareciera que para la literatura siempre hubo vida más allá de las palabras y las formas que el estado modernizador repite y el mercado reproduce; un rumor en busca de expresión que va abriéndose paso a través del umbral de lo reconocible y lo nombrable. De la frontera turbulenta e inestable entre las palabras y los cuerpos, allí donde lo humano desfallece y comienza el reino biopolítico del animal, no han dejado de brotar lo que Gabriel denomina “formas comunes” que, en sus desbordes y en la opacidad de sus lenguajes, desclasifican la supuesta naturalidad de los ordenamientos jerárquicos. Los animales de Formas comunes son entonces el índice de una política de lo viviente que desordena la frontera entre lo social y lo biológico para hacer ver que toda distribución humano-animal es política, siempre arbitraria, ambivalente, inestable y reversible, poniendo en entredicho, con un impulso radicalmente moderno, cualquier evidencia de lo humano como forma.

No se trata, sin embargo, de dotar de subjetividad o de interioridad al animal, a la manera de las operaciones de los llamados Animal Studies. El animal de Formas comunes no es un otro ético dotado de derechos, sino más bien un punto de vista, una perspectiva, un lugar donde entra en crisis las construcciones jurídicas y políticas del estado biopolítico. Revolviendo archivos en Río de Janeiro, Gabriel rescata la historia de 1937 de un “animal comunista”—la historia de un caso legal en el que un abogado invoca teatralmente los derechos de los animales para defender la vida de un preso político torturado y mantenido en condiciones infrahumanas por el régimen de Getulio Vargas. Si el cuerpo de un extranjero, judío y comunista no podía ser tratado bajo los derechos políticos de las personas humanas, que sea por lo menos reconocido y, por consiguiente, tratado bajo los derechos de esa flamante persona jurídica que era el animal. Lo que se afirma en la anécdota es que cuando el animal, la no persona por excelencia, ya no puede distinguirse del animal humano, el cuerpo se vuelve irreductible al discurso de los derechos.

La vida se juega allí donde el rostro humano se desfigura y el ser de lo humano desfallece en un umbral que no es tanto el de la muerte como el de una vida desustancializada, no dominada por el hombre como categoría ordenadora de la experiencia. Que los derechos que pronto van a denominarse “humanos” no terminen de dar cuenta de esa distancia que se abre entre la persona y su ser viviente, entre el sujeto y un cuerpo que ya no es exactamente suyo ni “propio”, no pone a las formas comunes que busca Gabriel del lado de cierto “humanismo animal” contemporáneo que hace del hombre, reducido a la condición de víctima, una especie amenazada en peligro de extinción. La fantasía soberana de un cuerpo despojado de toda potencia, de una vida precaria y desnuda que no corresponde a ninguna forma de vida, de un cuerpo aislado de toda comunidad, separado de lo que puede por una condición política que lo hunde en la noche de la vida biológica de la especie, se interrumpe cada vez que, bajo el signo del animal, los cuerpos ingresan en alianzas y tráficos de intensidades afectivas que se resuelven en formas de comunidad alternativa, modos de relación con el cuerpo y entre cuerpos mancomunados que en su apertura, no se acomodan a las distribuciones de especies, géneros, familias e identidades.

Siempre hay cuerpos que se resisten a ser fijados como especies sociales según el modo de las clasificaciones naturales. El animal llega a la cultura para impugnar el orden biopolíticodominante–es decir, los modos estabilizados y normativos de lo inteligible y de lo posible. Pero no es una política de la identidad, del subalterno, de la diferencia cultural, porque al desafiar la forma cerrada como mecanismo de significación, al no apuntar a la representación, impiden que el sentido se cierre y estabilice en torno a una identidad. Son más bien ficciones, hipótesis, “diagramas de multiplicidad y relación”, laboratorios del vivir juntos donde la cultura experimenta con modos alternativos de significar y “hacer cuerpos”—cuerpos inestables desplazándose por un campo irreductible a todo ser, a toda identidad, a toda positividad administrable y controlable.

No domesticado por la nostalgia premoderna, ajeno a cualquier tipo de comunidad primitiva, el animal de Formas comunes viene del futuro, de una modernidad alternativa, no actualizada, y sirve para pensar y elaborar nuevas retóricas y formas de visibilidad sobre los cuerpos según una imaginación estética que ensaya con otros modos de lo sensible. En ese horizonte donde se multiplica el ser sin ser de lo viviente, hay, en estado latente, una proliferación de biopolíticas alternativas que, en contraposición al orden biopolítico moderno, ponen en juego nuevas alianzas y formas de vida imperceptibles. Pero sin las decisiones de lectura de Gabriel, sin su entrega a los materiales, sin la intensidad de su escritura, sin los desbordes incesantes de su imaginación crítica y su vocabulario teórico, pasarían desapercibidas.

Finalmente, a las decisiones del poder sobre la vida, al mero hacer vivir en relación con el mercado, Formas comunes contesta con la cuestión del cómo me hago vivir, “cómo exploro o expando mis posibilidades de vida, cómo uso la potencia del cuerpo que declaro mío para abrir nuevas posibilidades de vida” (19)—mundos virtuales que en nombre de lo común y la igualdad interrumpen la lengua del estado y los cálculos del capital.


Tomado de http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2014/34519#more-34519

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