Cónsul honoraria
Paulina Vinderman
Te escribo desde la nada,
pequeña oscura funcionaria que ni siquiera ve el río.
La cúpula rota se refleja en los charcos
cuando llueve
y es el único sitio en que brilla el destierro,
la única moneda que parece de oro.
A la hora del café todos hablan de nada,
se espera una tormenta (que pueda desprender el esmalte
del aire) o la notificación de otro destino.
Me siento como un cónsul en mi propia ciudad:
un poema reseco debajo del informe, la mitad
de una carta, una invitación para la fiesta en el muelle.
Esa mujer con los ojos muy pintados debo ser yo,
la que saluda bajo la luz naranja
de los faroles de papel e imagina a una goleta
amarrada a unos pasos
y a su escritorio flotando en alta mar.
El viento es débil
y la humedad de las plantas el punto de impresión.
Una ciudad, otra ciudad, se inclinan sobre mi vida
con su historia (y no lloran la mía)
Nombres tan fuertes como árboles,
tienen razones para llegar al cielo e intentar
resistir al huracán (que también gime un nombre)
La vieja furia por no saber donde piso está presente
(como un clásico)
Una niebla que se levanta del agua y oculta
el horizonte.
Veo mis pies, veo el repliegue,
la noche que termina sin haber empezado,
un cuaderno de notas en los hospitales del mundo.
Una locura de cristal, acuartelada.
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