Vengo a pedir a todo el mundo que lea este libro. Por favor, dense ese regalo.
Llegué a Georgi Gospodínov de pura casualidad, pero gracias a Juan Forn. A veces, cuando estoy bloqueada, busco cualquier contratapa de Forn para leer, porque siempre son puertas hacia alguna cosa interesante o al menos contagian belleza. Así que el otro día puse “Juan Forn + contratapa” en Google y después de avanzar algunas páginas me llamó la atención el título “¿Qué sabemos de Bulgaria?/El pan de la tristeza”, quizás porque hace poco estuve fugazmente en ese país y me quedó pendiente mucho por saber.
En realidad, la contratapa de Forn apenas menciona el libro, pero sí cuenta la hermosa historia (además, magistralmente contada) que da origen a la novela, y el dato de que el autor búlgaro se sentó a escribirla después de leer el resultado de una encuesta publicada por The Economist, que decía que Bulgaria era “el lugar más triste del mundo”.
Física de la tristeza. Como para no quedarse fijada en ese título.
La contratapa de Forn y las primeras páginas que ofrece como adelanto la editorial española Fulgencio Pimentel en su página alcanzaron para que me pusiera en campaña para encontrar el libro. Lo conseguí al otro día (en otra ocasión hablaré de la increíble red de bibliotecas públicas de Barcelona), todavía enredada en el extraño nimbo en que me había zambullido Forn. Y el resto fue el puro disfrute.
Se trata de uno de esos libros armados como un rompecabezas de microhistorias diversas y dispersas que, sin embargo, por arte de magia (la magia de la buena escritura) van llevando adelante una trama. ¿De qué habla? De la tristeza, personal y colectiva, de sus formas, de los hilos que la tienden de una generación a otra, de una edad a otra; del laberinto oscuro y húmero que hay al fondo de aquello que a veces enterramos (por ejemplo, cuando respondemos con un mentiroso “bien” a la pregunta de “¿Cómo estás?”): “la tristeza, al igual que los gases y los vapores, no tiene un volumen y una forma propios sino que adopta la forma y el volumen del recipiente o el espacio que habita (…) La tristeza tiene olor y color. Es una especie de gas camaleónico que cambia todos los colores y olores del mundo, y a la que también todos los colores y olores pueden activar con facilidad”.
En el relato van desfilando la historia personal del narrador, pero también la colectiva, “saltando de una era a otra, de una identidad a otra”; mitos y ficciones, recuerdos y sueños propios y ajenos, entremezclados con filosofía, física cuántica, el amor, el humor (sí, con buenas dosis de humor). Ese saltar de una identidad a otra incluye, por momentos, cambiar de narrador en mitad de un párrafo, pasar de una persona gramatical a otra y de vuelta a la misma de forma extraordinaria o, incluso, escribir desde el punto de vista de una babosa.
Y es que el narrador, que la mayor parte del tiempo se llama igual que el autor, apela a una rara capacidad (enfermedad, le llama él) que descubrió de chico y con los años fue perdiendo: la de la extrema empatía involuntaria, al punto de poder sentir en mente propia el dolor de los demás (humanos, animales, ginkgos bilobas, no importa), de inmiscuirse en sus memorias y navegar en sus recuerdos dolorosos hasta terminar aplastado por un cúmulo de tristezas ajenas.
Ese túnel de memoria que arrastra al narrador cuando recuerda alguno de sus “episodios empáticos” a veces se bifurca en otros sucesivos túneles que él llama “pasillos laterales”. Un recuerdo que trae un recuerdo que trae un recuerdo, todo inmerso en el caldo laberíntico de la memoria propia y ajena. Así es también el libro, lleno de historias laterales que confluyen en una gran historia acerca de la tristeza y el paso del tiempo que nos aleja de la infancia (“Nadie ha inventado todavía una máscara antigás y un refugio antiaéreo contra el tiempo”).
“Dios es un insecto que nos observa. Solo las cosas pequeñas pueden estar en todas partes”, piensa Gospodínov cuando se recuerda como niño solitario que ya empieza a mirar el mundo de forma poética. Y cuando se inmiscuye, como a través de una herida no del todo cicatrizada, en los recuerdos dolorosos del niño que fue su abuelo, describe cosas como esta: "Entonces brota el miedo, siente que lo llena por dentro como cuando llenan en la fuente el pequeño cántaro, el agua crece, empuja el aire hacia fuera y rebosa. El chorro del miedo es demasiado fuerte para su cuerpo de tres años y lo colma enseguida, amenaza con dejarlo sin aire. Ni siquiera puede llorar. El llanto necesita aire, el llanto es una larga y sonora exhalación del miedo. (...) Brotan las lágrimas, ahora es su turno, su único consuelo. Al menos puede llorar, el miedo las ha liberado, el cántaro del miedo rebosa. Las lágrimas fluyen por sus mejillas, por mis mejillas, se mezclan con el polvo de la harina en la cara: el agua, la sal y la harina amasan el primer pan de la pena. El pan que no se acaba nunca. El pan de la tristeza que nos alimentará durante los años venideros. Su sabor salado en los labios. Mi abuelo traga. Yo trago también. Tenemos tres años".
En otro momento el narrador habla sobre las cápsulas de tiempo que estuvieron de moda en cierto período del mundo, y dice: “Imagino un libro en el que haya un poco de cada clase y de cada género. Desde el monólogo, y pasando por el diálogo socrático y la epopeya del hexámetro, hasta el cuento, el tratado y la lista. Desde la Alta Antigüedad hasta las instrucciones para los mataderos. Todo puede caber y ser transportado en un libro así”. Todo eso y más es precisamente este libro. Una cápsula del tiempo como la del Voyager, donde es posible encontrar de todo, una caja con historias, una extraña y bella muñeca rusa de historias cuyas cóncavas partes, a la manera de un Frankenstein hecho de tiempo, fueron fabricadas unas en una infancia de la Bulgaria socialista, otras en el Berlín de los 2000, otras en un invierno en Helsinki, o en un museo de Ruan, o en el espacio, o en un lejano laberinto de la mitología griega. Fragmentos de relatos con múltiples desvíos, callejones sin salida, regresos (“No puedo ofrecer una narración lineal porque tampoco lo son los laberintos ni las historias”).
Este es uno de esos libros que dan ganas de citar de a páginas enteras. Pero si sigo, siento que arrebato algo de placer a los lectores. Lo que recomiendo es ir en busca de él (se consigue también en formato ebook). Solo agrego que no es un libro para ansiosos, para los que quieren llegar rápido al final. Sus casi 400 páginas son un laberinto que demora la llegada al punto final. Pero un laberinto del que no se quiere salir.
Como última nota, y la mejor noticia, es que, en mi caso, acabo de descubrir a un autor que tiene varios otros títulos en su haber. Gospodínov es de hecho el escritor contemporáneo más reconocido y premiado de Bulgaria. Ganó un montón de premios y fue traducido a una veintena de idiomas (¿cómo es que no lo conocí antes? ¿Cómo nadie me lo recomendó?, me pregunto, y me consuelo con eso de que los mejores descubrimientos se dan así, por casualidad). Antes de Física de la tristeza (2011; traducido al español en 2018) publicó Novela natural (2009), y acaba de salir Las tempestálidas (2022), todos publicados en español por Fulgencio Pimentel. Y, como ya lo sospechaba, es también poeta, autor de una quincena de libros de poesía. Ojalá se los pueda conseguir pronto en castellano (teléfono para alguna editorial).
Todas las reacciones:F
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