03/02/2017
Poesía
Fenómenos del tiempo y algunos misterios felices
El nuevo libro de Laura Wittner filtra, por medio de una percepción sutil, pequeños sucesos.
Por Osvaldo Aguirre
En el curso de una entrevista, Laura Wittner dijo que escribir era para ella “un misterio feliz”. Se refería a un oficio sin horario ni método seguro, que pone en suspenso cualquier conocimiento previo y del que poco puede saberse, por lo menos hasta su realización. Sin embargo, tampoco se trata de un arcano inescrutable: al contrario, las palabras y los asuntos de la poesía provienen de la vida cotidiana. El punto de incertidumbre es aquel donde algo que forma parte de lo conocido y familiar comienza a transcurrir en un orden diferente, extrapolado por una sutil percepción de las cosas.
La altura permite apreciar ese pasaje quizá como ningún otro libro de Wittner. Está compuesto por 32 poemas breves, que se atienen a situaciones y registros de un universo hogareño. El encuentro con una vecina a través de la ventana, la contemplación de la familia mientras disfruta del mar, el goce de una noche agradable, entre otros pequeños sucesos, están formulados con la entonación afectiva y los giros de la conversación de entrecasa. Las vacilaciones, los interrogantes, las dudas afirman la singularidad de la voz, capaz también de encontrar una salida a través de la ironía cada vez que se cierne un pensamiento inquietante.
Pero los poemas no son simples actos de observación, ni una colección de curiosidades. Lo que parece desatar la escritura es la percepción inesperada de un aspecto del entorno, un descubrimiento que toma por asalto al sujeto y no lo deja necesariamente más esclarecido sino, en todo caso, con preguntas.
En la playa, la sucesión desordenada de una serie de incidentes (un perro cargoso, una pareja en el agua, las formas cambiantes de la arena) lleva así a un desenlace desconcertante: “¿Qué se arrasa por dentro de los moldes/ y convulsiona y en lo químico muta/ mientras una tan campante veranea?”. En otro poema, “Los chicos juegan en la plaza”, lo que subsiste es la conciencia, como decía Borges, del hecho estético, de una revelación que se produjo en un instante y se perdió. A la caída del sol, con la luz menguante sobre los edificios urbanos, el trinar de un pájaro permite entonces una súbita y fugaz comprensión de lo que se sustrae a la mirada diaria y no se puede comunicar. Al respecto, un tercer poema, “Un cantero”, puede jugar con el humor: la observación precisa de lo que parecen ser rosas requiere que use anteojos “para verlas en serio”, pero cuando se los pone ya está distraída en otra cosa.
El estado del tiempo es una referencia constante. Pero la lluvia, el viento (los dos poemas más importantes del libro llevan ese título), la niebla y el cielo nocturno son también, y sobre todo, informaciones del estado anímico. No porque haya paralelismos: “el matrimonio se desmoronaba/ y el viento construía otras cosas”, dice Wittner de un vendaval que se desplegaba dentro y fuera de la casa, y pudo ser conjurado por la fuerza de una sola palabra. La confrontación con los fenómenos meteorológicos puede ser reparadora en “Placeres nocturnos”, donde la llovizna es el factor que libera cierta plenitud, o catártica en el gran poema final: ante la tormenta desencadenada, “salimos a gritar al balcón/ mis dos hijos y yo, porque fue un año duro/ y pensé que lo merecíamos”.
La altura, Laura Wittner. Bajo la luna, 48 págs.
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