la ciénaga
«Una madre es siempre una ciénaga.»
Osvaldo Bossi
Preguntaste si tenía miedo. Mejor dicho,
nada preguntaste. Una madre nunca pregunta
lo que realmente quisiera saber. Me miraste
y algo en tu mirada me decía ¿tenés miedo?
Yo, a veces, no encuentro la respuesta y callo
como si mi corazón fuera un reloj cuyas agujas
se detienen cada vez que tu mirada, ansiosa,
lo consulta. Algunos pájaros
sobrevolaban la piscina de aguas verdosas,
contaminadas. Tendrías que haber renovado el agua
al terminar el último invierno, me dijiste. Quizá es
imposible
resistir la tentación de dejar pasar el tiempo, abandonar,
quedarnos sentados en la orilla mirando el deterioro.
Presenciar cómo, lentamente, la simpleza
del agua cristalina se transforma
en la complejidad de una ciénaga. Tal vez
la única libertad posible sea
la de negarse a mover un dedo, aunque se te vaya
la vida en ello. Preferiría no hacerlo,
como el personaje del cuento. Preferiría no moverme.
Vi una vez, aquí, cerca del pueblo, un animal
agonizante. Había caído dentro de un pozo
de agua estancada. Imaginemos:
el animal va muriendo día a día, de a poco.
No puede moverse. El agua podrida le llega hasta el cuello,
¿le preguntarías a ese animal si tiene miedo?
Las tragedias son vulgares, ocurren todo el tiempo.
¿Podrías hablarme hasta que la noche caiga
y llegue el sueño? Quisiera que el rumor
de tu voz me adormezca, como si fuera
la música perezosa de las cigarras en pleno verano,
y después callarnos los dos, una madre
y su hijo callados, sentados en las sillitas
de plástico despintadas, para que el tiempo
pase cerca nuestro, apenas rozándonos,
y todo esté tan silencioso que no advierta
que estoy esperando que su paso me ignore
y me deje aquí, al lado tuyo,
abandonado.
Claudia Masin
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