lunes, 13 de enero de 2014

Prólogo a Levrero


Me acuerdo


10-01-2014 | 

El prólogo que Felipe Polleri escribió para Irrupciones, de Mario Levrero (Criatura).


Prólogo del prólogo

irrupcionesCuando me propusieron escribir este prólogo pensé (ya que debo sostener mi absurda e inexistente fama de malvado y maldito) solo en mi conveniencia. Que los demás revienten. Pero, ¿me convenía? Sin duda. En realidad, me estaban dando la oportunidad de seguir ahondando la herida que me dejó la muerte de Mario. A pocas personas quise tanto y querré tanto como a Mario Levrero, amigo y «padre y maestro mágico». Porque me niego a creer que está muerto, a resignarme a su ausencia, un prólogo es, también, por qué no, otro motivo para seguir llorándolo (y muy bien acompañado por los lectores de este libro). Acepté, también, porque necesito los honorarios respectivos. Pero el dinero es algo secundario. Mis razones, ya lo dije, son infinitamente más personales y egoístas.
Tengo, entonces, que trabajar. A Mario y a mí el trabajo, la simple palabra trabajo (poco dinero a cambio de mucho tiempo) nos daba horror. Habíamos elegido por vocación, o vaya uno a saber por qué, dedicarnos a escribir y a no ganar un peso. Cumplimos. Él mejor que yo porque, al final de cuentas, siempre fui un padre de familia que se sentía responsable, o al menos culpable, si las arcas estaban vacías. Pero llegó el tiempo en que ambos sufrimos, estoicamente o sin ningún estoicismo, los problemas y las humillaciones que conlleva tamaño suicidio (en vida); claro que el demonio de la autodestrucción es muy convincente. Además, si nuestras enfermedades coincidían en un punto era en esa feroz alergia a hacer lo que nos mandaban, a obedecer, a materializar esos inconfundibles y malignos disparates que la mayoría de la gente califica de útiles e, incluso, de necesarios. Como este prólogo, sin ir más lejos. ¿Es útil y necesario este prólogo? Lo dudo, sobre todo porque lo estoy escribiendo yo. Pero como tengo ganas de acordarme de mi amigo, continúo tranquilamente. Cierta vez alguien calificó de «no necesario» a un libro y me sorprendí mucho. Un libro de ficción debe ser no necesario, inútil y absurdo (y casi delictivo) para tener cierto valor. Debe ser un atentado a la diosa razón, al sentido común, etcétera. Un libro de ficción debe ser percibido (y así fueron percibidos los libros de Mario durante su vida y más acá) como un insulto a lo hecho y a lo que debería hacerse para construir una patria justa y solidaria. Este prólogo, para hacerle justicia, también debe ser irritante. Y estoy seguro de que muchos de los irritados dirán y se dirán: ¿quién se cree este boludo para hablar del gran Mario Levrero como si fuera su igual? El gran Mario Levrero era un loquito y nada más cuando yo lo conocí, y juntos fuimos un par de loquitos de mala muerte durante nuestra larga amistad. Dejo al GRAN Mario Levrero GRAN para los oficialistas de última hora. Ellos lo estudian o fingen estudiarlo, lo admiran o fingen admirarlo. Yo lo quise. Yo lo extraño.
La investigación
Debo aclarar que para escribir este prólogo no realicé la menor investigación. Me limité a leer las Irrupciones en orden y a otra cosa. Digamos, sí, que llegué a la siguiente conclusión: Irrupciones es el título de 126 textos, más o menos, que aparecieron en la revista Posdata y luego en el suplemento Insomnia de dicha revista. Por cada texto él recibía cierta cantidad (desconocida) de dinero. Se trataba, en fin, de un trabajo. Claro que del más agradable de los trabajos para alguien como Mario. Pero un trabajo es un trabajo es un trabajo es un trabajo. Y de hecho suspendió la columna por un tiempo cuando creyó que una novela estaba llamándolo. Por otra parte, no dudo de que trabajó en sus Irrupciones más y mejor que cualquiera. Aunque no investigué nada, sé, por conocerlo, que trabajó cada texto con la minuciosa responsabilidad que asumía frente a un compromiso. Sé, también, por haber hecho cosas semejantes, que escribir para una fecha pactada es una pesadilla y que a menudo las musas se niegan a bajar, aunque uno las convoque y las provoque con todo el surtido.
Aquí hay, en consecuencia, textos mayores y menores. ¿Se trata, pues, de un libro desparejo? No creo. Es, como él mismo declara, «un hipertexto» donde los puntos aparentemente más débiles son tan necesarios como los más fuertes. Apunta Mario: «en cualquier orden que se lean estos fragmentos se notará, creo, que todo está ligado y forma parte de lo mismo, como en un holograma». Lo «mismo» es Mario Levrero con su voz inconfundible haciéndonos participar de su vida cotidiana. (Agreguemos que hay Irrupciones donde puede leerse al mejor Levrero: 54, 59 y 60, 65 a 67, 24, 29, 31, por citar algunas. Ya la 1 es una verdadera belleza, con su tierna y a la vez ligeramente macabra versión de Caperucita y el lobo que viene y vendrá. O, en seguida, la relación entre las cajas de fósforos y el fin del mundo. O, insisto, todas esas páginas donde se nos invita a pasar a convivir con el Levrero de andar por casa.)
Levrero en camiseta
Puedo hablar mucho sobre el Mario que nadie conoce. ¿Quieren que hable de ese Levrero secreto? ¿Quieren mirar por el ojo de la cerradura? Por supuesto que sí. Chismorreemos sobre ese famoso escritor maniático y disfuncional, que veía a los fantasmas y estaba loco de atar. Lamento desilusionarlos, pero era un perfecto caballero, generoso, leal, sabio, viril (las señoras y señoritas caían a sus pies con solo verlo, aunque fuera un gordo pelado, o con solo escuchar su voz baja y grave), involuntariamente carismático, muy divertido y sí, tal vez, algo excéntrico y siempre dispuesto a reírse de sus excentricidades. Era duro. Era firme. Era insobornable. Y a la vez misteriosamente tierno; todos sus amigos, nos conozcamos personalmente o no, nos consideramos familia: Marcial Souto, Juan Ignacio, Leo Maslíah, Elvio Gandolfo, Alicia, Pablo Casacuberta, el querido Nicolás y tantos y tantos otros con los que ya nos encontramos, o nos encontraremos algún día.
Irrupciones sonoras y visuales
Acompañemos a Mario. Porque no solo lo escuchamos. También lo vemos en la épica búsqueda de un buzo, o de un baño en un edificio público, o fumando (alegría que compartíamos) con o sin culpa, o estudiando diferentes clases de hormigas caseras, odiando el calor y los mosquitos que lo picaron (a los otros, sin pruebas fehacientes, era incapaz de matarlos), luchando contra los eslóganes publicitarios y el ruido infernal de Montevideo, apiadándose de un gato, consolando a un chiquilín, adelantándose al minucioso observador que escribiría (o ya había escrito o estaba escribiendo, es decir, no adelantándose) El discurso vacío y La novela luminosa.
Sea como fuere, en estos textos uno se encuentra dos por tres con el realismo entre comillas de esas dos obras maestras; aquí y allá está presente el mismo tono pausado, seguro, de quien atestigua lo cotidiano con el mayor de los cuidados, con esa precisión quirúrgica que no ahorra un solo paso de cualquier proceso porque sabe que, en realidad, ese proceso no es más ni menos que la vida que pasa paso a paso.
Nada menos que un sueño
Ya se habló demasiado del Levrero 1, del Levrero 2, del Levrero 3, etcétera, de la influencia de Kafka, de la originalidad deslumbrante de sus últimas novelas. Pero hay un solo Levrero, el autor de un hipertexto lleno de abismos, de cimas, de humor (y el humor cuenta mucho en este libro), de sueños. Cualquiera de las Irrupciones podría ser intercalada en La novela luminosa sin el menor esfuerzo. Muchas de las Irrupciones podrían ser cuentos de La máquina de pensar en Gladys o fragmentos de sus primeras novelas o de las últimas. Lo digo por centésima vez: cuando estamos frente a un gran escritor toda su obra se une (lo quiera o no) a sus espaldas, porque viene del mismo lugar, todo forma parte del mismo gran sueño, del mismo ensueño, del mismo Espíritu, que para Levrero a veces tenía la forma de un gorrioncito (Diario de un canalla) o de dos palomas. Ese gran soñador de cuentos y novelas que fue Levrero (después se encargó de pasarlas al papel), ese gran soñador escribió Irrupciones. ¿Qué es Irrupciones? Nada menos, nada menos que un sueño.
«Justo frente a mí hay algunas palomas en un pretil de azotea de ese mismo edificio de la araña. No hacen nada; están allí paradas. Una se revisa las plumas. Las otras parecen dormir, o simplemente descansar. Me pregunto si las palomas comerán arañas. Creo que no. Las palomas no sirven para nada», escribió en Irrupciones. Quien haya leído las impactantes y conmovedoras páginas que Levrero dedica a las palomas sabe que Levrero supo para qué servían. Sabe que el soñador vio (o el escritor soñó) que las palomas eran una manifestación del amor, del Espíritu, en un mundo en descomposición. Algunos dirán que no fue nada más que un sueño. Mario diría que no fue nada menos, nada menos que un sueño.
Salú, maestro.



Tomado del blog de Eterna Cadencia

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