miércoles, 8 de enero de 2014

El realismo en dificultades

■ENSAYO
LO QUE EL REALISMO NO PUEDE DECIR
por Alberto Chimal


En narrativa, el realismo es un subgénero.

La frase que antecede no tendría por qué molestar a nadie. Según la RAE y su Diccionario de la lengua española, la palabra subgénero significa solamente “Cada uno de los grupos particulares en que se divide un género”. Según la preceptiva tradicional, concentrada en los rasgos generales de los textos literarios, la narrativa es un género como la poesía, la dramaturgia o el ensayo (Goethe veía la división más añeja de poesía, narrativa y teatro como prolongación de la triada clásica de lírica, épica y drama).

Esa misma postura está en la acepción de género que propone el Diccionario en relación con las artes: “[…] cada una de las distintas categorías o clases en que se pueden ordenar las obras según rasgos comunes de forma y de contenido”. Sobre esas dos definiciones simples se puede basar una apreciación igual de simple y, más que normativa, taxonómica: subgénero como subconjunto. Y también se puede considerar que el realismo, entendido como el grupo de las obras narrativas cuyo objetivo central es sondear y representar a la vez la realidad objetiva y la experiencia de su propia contemporaneidad, es una parte bien delimitada del territorio mayor de la narrativa a secas, del mismo modo en que lo son la narrativa policial, la histórica, la de vaqueros o la de imaginación fantástica. No hay juicios de valor ni jerarquías que entren en la separación.

Sin embargo, como se sabe, el uso de la palabra subgénero en México —y en buena medida en el resto de Hispanoamérica— es muy diferente. Entre nosotros, la palabra es despectiva: el prefijo sub-, “abajo”, se interpreta en sentido figurado para denotar inferioridad estética y hasta moral. Una obra “de subgénero” es una obra indigna, menor. ¿Menor que qué? Menor que las obras que no son “de subgénero”. La diferencia se determina, en muchas ocasiones, desde fuera de las obras mismas y desde antes de leerlas; la etiqueta se asigna a textos que no se correspondan con una idea preconcebida de lo que “debe ser” un texto literario “válido”, es decir, que no traten los temas autorizados, que no utilicen las formas pertinentes, que no se distribuyan por los medios adecuados; en algunos casos, incluso, se juzga que la inferioridad se deriva de la popularidad de la obra, atendiendo a una concepción elitista de las artes. Desde luego, además de los prejuicios que admite, este concepto de subgénero es diferente del que ofrece el Diccionario porque atiende sobre todo a rasgos específicos y no a formas generales de las obras.

Una variante de la definición anterior está un poco más acotada: subgénero sería cualquier conjunto de obras –sobre todo, narrativas– que se producen y se comercializan en grandes cantidades, para explotar el gusto popular o impuesto en algún contexto determinado. Este punto de partida puede volver a conducir a un argumento elitista, pero también a los cuestionamientos de la Escuela de Frankfurt, que en el siglo XX criticó directamente la imposición de visiones del mundo unitarias, conformistas, hechas a modo y difundidas masivamente por medio de la literatura. La implicación de inferioridad sigue presente pero está al menos velada o matizada de otra manera. La definición, por desgracia, es causa de más confusión por la influencia actual entre nosotros de la cultura mediática en lengua inglesa.

En ésta, cada conjunto de esas obras de intención inicialmente mercantil, mediatizante y derivativa es llamada genre, es decir, se le nombra con la misma palabra que se utiliza para los géneros tradicionales. Sin importar el matiz –sin observar qué intención tiene la clasificación ni cómo se realiza–, el galicismo se traduce al español, siempre, del mismo modo, y el resultado es el caos: género es unas veces distinto de subgénero y otras veces su sinónimo; una argumentación taxonómica se lee como la condena de una obra, o viceversa…

Sólo el realismo se salva en alguna medida de estos líos, y lo ha logrado a costa de otra confusión. Tradicionalmente –desde el siglo XIX– la representación realista ha sido considerada el modo fundamental de narrar en muchas culturas occidentales, y en la percepción de muchos da la impresión de estar por encima de cualquier compartimentación o análisis: de ser la narrativa, o hasta la literatura entera. Pero de esto resulta que la crisis presente del realismo –que no puede con la realidad, se dice; que retrocede ante nuestra obsesión por lo “inmediato” y lo “documentado”– se convierte en una crisis general de la literatura. Por ejemplo, en un artículo reciente en la New York Review of Books, el narrador británico Tim Parks puede escribir de su incomodidad “con la gran novela tradicional, o más bien con la narrativa tradicional en general, incluyendo al cuento” y luego explicarla de este modo:

[…] la tendencia a reforzar en el lector el hábito de proyectar su vida como una historia significativa, una narración que probablemente se convertirá en una trampa, llevando a una decepción inevitable seguida de la muy apreciada (y, sospecho, sobrevaluada) sabiduría de la madurez, es prácticamente universal. Del mismo modo […] está la invitación a desviar nuestra atención del momento, de cualquier saborear la experiencia presente, hacia el pasado que nos trajo a este punto y el futuro que probablemente llegará. Al presente se le permite tener significación sólo como un punto en una secuencia de sucesos [a position in a story line]. Intelecto, análisis y cálculo se privilegian por encima del sentido y la percepción inmediatos. La mente entera es empujada a la incesante construcción de significados, de inteligibilidad narrativa, de estructura subyacente, sin la cual la vida se supone inimaginable o insoportable. [trad. de A.C.]

¿Realmente esto es todo lo que puede hacer una obra narrativa? Una ironía que escapa del texto de Parks es que, probablemente sin que su autor haya sido consciente de ello, atribuye a la narrativa en general defectos del realismo: problemas de la visión positivista, funcionalista, del realismo que heredamos del siglo XIX y que han sido criticados muchas veces a lo largo de más de cien años. Además de Theodor Adorno o Jürgen Habermas, Virginia Woolf, Albert Camus y muchos otros han señalado de diferentes modos las limitaciones de una narrativa excesivamente segura de su capacidad de crear una visión convincente, unitaria, de “lo real” (de lo “único” real: de una plenitud se nos pide abrazar unánimemente), y en la cual hay casi invariablemente la intención de imponer una visión particular del mundo: un “así son las cosas”, un “aquí nos tocó” que no admita réplica. En el fondo, Parks se está refiriendo al peor aspecto del realismo: al realismo como literatura mediatizante y, de hecho, casi siempre derivativa y muchas veces mercantilizada. El realismo como subgénero en, por lo menos, dos acepciones a la vez.

Parks y sus numerosos precursores apuntan en efecto a lo que el realismo no puede decir: a cómo su “distancia de la textura de la vida moderna” (como escribe Parks) lo separa de la experiencia fragmentaria y caótica de percepción que millones de personas en el mundo viven cotidianamente, expuestas como están a la sobresaturación embrutecedora de información que ofrecen los medios. Pero esto no significa que la narrativa entera, ni mucho menos la literatura como práctica del lenguaje, esté toda en esa misma dificultad.

Verlo no es tan fácil, por supuesto: aquí como en otros lugares, la noción más conservadora del canon literario –la lista de “obras esenciales” que merecen sobrevivir a su propia época– lo cierra a priori a cualquier autor u obra a la que se atribuya pertenecer a un subgénero (o género, o genre, o como decida llamarlo el crítico en turno), pues una “literatura menor” como esas sería incapaz, por definición, de lograr la debida mezcla de originalidad, potencia expresiva y logro estético: de superar lo que Harold Bloom llamó el conflicto –“agón”– con la tradición. Y aquí también el realismo se supone el modo esencial de la narrativa, del que todos los otros se “desvían”. La crítica conservadora no suele ir más allá de argumentar contra las “desviaciones”; mucho de la narrativa más interesante que se escribe ahora se le escapa del todo.


Alberto Chimal
es narrador y ensayista. Parte de su obra ha sido traducida al inglés, francés, húngaro y esperanto. Su última novela, La torre y el jardín fue finalista del premio Romulo Gallegos.


Tomado de http://www.tierraadentro.conaculta.gob.mx/lo-que-el-realismo-no-puede-decir/

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