martes, 11 de enero de 2011

¿Qué pasó con el futuro?

La ciencia ficcion: un género en baja

Antes había más futuro

El crítico y escritor pone en palabras una tendencia que se hace notar: cada vez se editan –y también se exhiben y se comercializan– menos libros de ciencia ficción. Lejos de la nostalgia y la queja, Gandolfo evidencia un estado de situación recorriendo locales de usados, y al mismo tiempo advierte que no todo está perdido: la CF está en pleno proceso de reciclaje.

Por Elvio E. Gandolfo

Clásicos. Autores de ayer y hoy, que suelen faltar en las librerías. De izquierda a derecha y de arriba hacia abajo: Jonathan Carroll, Michael Moorcock, Philip Dick y Olaf Stapledon.

La Cooperativa del Cordón es la librería de viejo más abundante de la calle Tristán Narvaja, en Montevideo. Durante muchos años tuvo una pared bastante amplia, entrando a la izquierda, dedicada a la ciencia ficción y la fantasía. No hace demasiado, todo ese material se trasladó al final, a la izquierda, y bajó de precio. Como por arte de magia, los títulos se redujeron en cantidad y también en calidad. Creció en cambio la sección dedicada al terror. En Buenos Aires, entretanto, hubo un par de períodos en librerías de saldo con material abundante de Minotauro en su versión española: con tapas duras y pliegos cosidos, más la mejor selección de títulos, por lejos. En Dickens (calle Corrientes casi esquina Uruguay, destino de los saldos de Planeta y sus satélites) había mucho de ese material. Deparaba un placer indefinible adquirir títulos incluso cercanos (como los dos tomos dedicados a las novelas de Jerry Cornelius de Michael Moorcock, o La última y la primera humanidad de Olaf Stapledon), que resultaban una fiesta. Hete aquí que también ese sector no sólo se redujo, sino que además se mezcló con la “fantasía industrial”, por así llamarla, no por el tema sino por su condición de libros fabricados en serie (una de sus últimas encarnaciones fue una colección de kiosco provista de hijos, sobrinos, nietos y lisos plagiarios de Tolkien).

Hace poco compré para un amigo uruguayo un libro por Mercado Libre en la red de redes (que no hay que confundir con el rey de reyes) y tuve que ir a buscarlo a una librería más bien pequeña de Cabildo al 1000. Por las dudas pregunté por la ciencia ficción. “Mirá, corré un poco aquella escalera (estaba apoyada contra los estantes) y abajo hay un par de góndolas”, me dijo el librero. “Te aviso –agregó, meditabundo–, está mezclada con otras cosas.” Corrí la escalera y descubrí que la mitad de los pocos libros eran de Stephen King. Algo siempre preferible a los momentos en que la ciencia ficción se mezclaba no sólo con fraudes “reales” con platos voladores, sino también con los ángeles (en el sentido “new age”), informes sobre la auténtica Atlántida y otras menudencias.

Ajustes. Puede decirse, sin exagerar, que Minotauro ha desaparecido. Fue un proceso progresivo pero rápido, a partir de su venta a Planeta. Las tapas pasaron a ese estilo de diseño internacional (imágenes frías, como sacadas todas de Image Bank); los sucesivos ganadores del Premio Minotauro resultaron más bien fallidos. Me dicen que ahora la dirige un ex de Timun-Mas, sello dedicado a las sagas en varios volúmenes de tono indistinguible. En Corrientes, pasando Callao hacia el barrio de Once, hubo durante mucho tiempo otra librería chica donde era frecuente encontrar material agotado o raro. Hasta quien atendía parecía, en su mezcla de bonhomía y extrañeza, salido de los cuadritos de Sherlock Time, el personaje de Oesterheld y Breccia. Ahora cerró.

Lo inesperado y bienvenido es la brusca aparición de la biblioteca de un aficionado en venta. Ahí uno puede ir pasando tapas de colecciones como Nebulae (de valor histórico profundo) y la nueva pero ya esfumada Nebulae (de títulos mucho mejor elegidos), de la colección Azimut de Intersea (sello argentino que sacó títulos excelentes en presentación gráfica horrenda), y alguno que otro número perdido de la revista española Nueva Dimensión o la argentina Más Allá. Encontrar algún número lujoso y suculento de El Péndulo no tiene demasiada gracia. Como pertenecía a la estructura de una editorial de kiosco como La Urraca (la de Humor), hubo y sigue habiendo números sobrantes. Fenómeno que se repite con la muy anterior Más Allá, de la que se encuentran números sueltos a no más de 20 o 30 pesos (la cosa cambia si están los 48 completos: en Mercado Libre la colección cotiza entre 3 mil y 4 mil pesos).

Más de una vez encontré en esos lugares algo que buscaba para releer desde hacía tiempo. Y más de una vez me sorprendí al descubrir que lo que tenía el resplandor otorgado por la pátina del tiempo y la memoria se había desteñido demasiado. Si Los genocidas de Disch mantiene hoy su energía, en cambio La casa de la muerte (o Campo de concentración) quedó detenido en aquel tiempo de ideas liberales de izquierda que parecían eternas, y no lo eran. Los ajustes son continuos y debo reconocer que no me provocan la menor depresión o nostalgia: lo mismo me ha pasado con películas, supuestas grandes obras literarias o fugaces cumbres de géneros como el jazz y el rock.

En todos esos planos uno va haciendo ajustes a medida que los géneros o tendencias van sufriendo o gozando el paso del tiempo, como uno mismo. Sólo cuando nos encontramos con un viejo amigo, Marcial Souto, y nos vamos a tomar un café, caemos en panegíricos o lamentos relacionados con la ciencia ficción. Pero a medida que nos seguimos viendo (hace unos años volvió a la Argentina, casi clandestino), cada vez más lo hacemos como si fuera la rutina de actores muy entrenados, como Jack Lemmon y Walter Matthau en tanta comedia disfrutable. Volvemos a ser en cambio nosotros mismos cuando hablamos de otros asuntos. Cada uno de los dos sigue leyendo mucho, o comunicando al otro lecturas del pasado reciente.

Nuevos. Obviamente lo principal de la ciencia ficción no eran las naves espaciales y los futuros distópicos solamente, sino acaso –sobre todo– las ideas brillantes y las formas de ver la sociedad o la historia que escapaban de las ilusiones y castigos de la ideología, y que hacían ver mejor. Se ha hablado demasiado del “sentido de lo maravilloso” (o sense of wonder). Pero había un toque especial del “sentido de la extrañeza”, que no tenía que ver con lo fantástico. En ese sentido, una indicación de Marcial me hizo conocer a Jonathan Carroll, un yanqui curioso, de quien encontré al fin un libro en la librería de saldos Libertador (Corrientes entre Uruguay y Talcahuano). Los dientes de los ángeles produce una sensación poco frecuente: la incomodidad. Es mucho más fácil enganchar al lector con trucos probados que mediante la silenciosa pregunta: “¿adónde va este tipo?”.

Como suele suceder en estos casos, la abundancia de detalles me fue haciendo dejar de lado un eje clave: en ningún momento la progresiva borradura del género en colecciones o revistas especializadas me preocupó. Lo que estaba ahí se fue dispersando. A tal punto que uno de los rasgos notorios de la reciente literatura en castellano de países como España, Uruguay o la Argentina ha encontrado por fin voces que hablan distinto. Que nombran incluso la ciencia ficción pero, lejos de ejercerla, la convierten en un ingrediente más de un guiso nuevo, que no genera revistas especializadas o fanatismo excluyente, sino lectores, al salirse tanto del marco de género como de las líneas supuestas de cada literatura nacional. Gente como Manuel Vilas, Leandro Delgado, Pedro Mairal, Carlos Rehermann, J.P. Zooey, Javier Calvo o Damián González Bertolino, cada uno en la suya, están en otra cosa. Pero ésa es otra historia.


Tomado de

http://www.diarioperfil.com.ar/edimp/0537/articulo.php?art=26396&ed=0537

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