Alicia Salinas: cómo transformar lo efímero en duradero
"Hace siglos, otra sombra encendía/ una luz expectante en el árbol/ de mi familia, sobre teclas antiguas, dice Alicia Salinas (Rosario, 1976), y más adelante: Cae sobre el futuro una lluvia pesada,/ la tarde en que recuerdo este instante". El transcurso y el devenir del tiempo -personal e histórico- tiende el hilo a lo largo del cual Luz de giro, este nuevo libro de Alicia Salinas editado por el sello rosarino Baltasara, va insertando, con destreza, sus dijes. Mensajes grabados en piedra de lo que ya ocurrió, pesan como profecías: sedimentos de aquellos hechos impactan, inevitablemente, sobre lo que somos. Pero también, como anuncio de lo inevitable, visiones presentidas, imaginadas, del futuro, anticipan las distintas instancias de lo posible. No puede saberse, entenderse, lo que hoy pasa y nos pasa, por afuera de una línea continua de tiempo que va uniendo puntos, trazando derroteros, escribiendo la historia.
Sobre este lienzo temporal se despliega la trama de este libro, en el que campea, como tema subyacente, el conflicto perpetuo de la palabra dicha y escrita, su lucha permanente por desentrañar el aspecto más significativo de las cosas que nos afectan o conmueven, por atrapar y moldear en materia duradera lo que se presenta como efímero, y enfrentando la frustración a la que intentan condenarla sus propios límites, extraerle el poema a la palabra, poner en marcha ese mecanismo inquietante y maravilloso que se presenta ante nosotros, abriéndose paso hacia la pregunta que gravita sobre todo intento humano de hacerse entender mediante la palabra, y elaborar belleza a través de ella: ¿Habremos aprendido de la arena/ o resbalamos entre dedos que van a tocarnos/ dentro de miles de años, sin asumir/ la insumisión del estallido?
Luz de giro es el quinto libro de poemas de Alicia Salinas, además periodista y docente. La obra resultó ganadora en la última convocatoria editorial del sello rosarino Baltasara, que la publicó este año.
Tres poemas de "Luz de giro"
Frente a una caja de cartón
¿De qué rincón proviene
la dureza mineral de esas miradas
en la moto negra por la noche roja?
Dos chicos de brazos flaquísimos
por el confín sur cruzan a mi padre
—nació en invierno con los ojos pegados,
cómo lo pudo atravesar el curso de las piedras
que unas hondas proyectaron desde una coda
donde el arroyo se conmueve, allá,
en el fondo. El escape humea,
mi padre vuelve a casa de un asado.
Sietemesino en la Argentina del cuarenta,
lo colocaron en una caja de zapatos.
¿Se habrá cruzado a los abuelos de estos niños
cuyos dedos lo rozan, no para abrazarlo
ni para preguntarle el nombre de una calle
de barrio? Mis amigos fuman en el centro
junto al río donde el arroyo se desuella.
Mi abuela no tenía leche
y buscó una matrona de San Francisquito
—luego el bebé llegó a la universidad,
el primero de la familia—. En noches heladas
la modista inmigrante rezaba frente a la caja
de cartón, para que sobreviviera.
¿Quiénes tocaron a estos niños?
Las piedras surcan la avenida
para encontrarse con el saludo de un viejo
después del pollo y la sangría —lejos
me convidan un cigarrillo—. Mi padre cae
golpeado por el caño de un revólver.
“¿Sobrevivirá?”, preguntaba mi abuela
al ángel guardián y clavaba la aguja
en la tela. Las piedras se ponen más duras,
un perro ladra, la ceniza se dispersa,
suena el teléfono. “No se asuste, señora”.
El río fluye como la noche, la moto, la sangre.
Una sombra se cernió sobre mi padre
—más frágil que una rama se ha quebrado—.
Los amigos tiran la colilla, nos reímos
en un intento por resistir los traspiés.
Amanece en Rosario.
Frente a la hoja amarilla de un fresno
Nos cubriremos con el oro de no tener nada.
César Vallejo
Tan delicada se mece la brisa,
su cadencia eclipsa todo vértigo
y vuelve la vida simple
—levísimos movimientos
producen grandes cambios.
A veces también arrecian
formas brutales de la naturaleza
que intentamos alterar; en vano,
porque ningún control desmiente
cada destino, aun minúsculo,
en el concierto del universo.
La tarde en el otoño del abrazo perfecto
llama a la calma y suscita sin embargo
un estremecimiento. Nos toca por fin
como a los pobres de Montale
la porción de riqueza que asigna la divinidad,
pienso, y el ejercicio de imaginar
acerca a la felicidad tan esperada
—así una hoja diminuta del fresno
se desprende amarilla, casi en silencio,
sin que nadie se percate si sufre.
Frente al faro de un auto
En el centro del bosque,
una criatura grácil; su pelo
se parece a la piel, su piel
funda lo sagrado.
Del nido neural al que confluye
la esencia de la vida
surge el salto
sin auditorio.
En ese punto húmedo, revestido
de musgo, la tersura del pelaje
le presta vestimenta al aire
cuando irrumpe alquímica.
El ciervo sabe este secreto,
por eso reina elegante, tan seguro
en su paso veloz como en su dureza,
corona que reclama la avidez
de la caza, el arma capaz
de acabar con su inocencia.
En la oscuridad del sueño,
anuncia peligros nuevos
bajo los mismos arquetipos.
Traza la estatura del enigma
en el reflejo de las astas
que tuve tan cerca,
si hasta pude tocarlas.
En extremo sensible,
al ciervo onírico lo alarma
el mínimo ruido extraño
pero frente al faro de un auto
su cuerpo de los dioses, incólume,
muere sin resistencia.
Eludir el problema o reaccionar
ante el relámpago imprevisto.
Tarea que en el dolor
emancipa.
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