Cinco poemas de Sabrina Barrego
PAISAJES CON VACAS
soy de los que se quedaron acá
oyendo el corazón de las vacas
Alejandro Smichmidt
Tu abuela se muere. Luego reencarna en una vaca que pasta frente a las vías del ferrocarril. Entonces, dejás de ingerir carne de cualquier tipo durante años (aunque no sepas bien porqué). Años después te leerán una runa y te contarán la historia de una vaca primigenia, que, lamiendo hielo y sal, reveló la forma de un hombre al que finalmente liberó (digo un hombre y no una mujer). En Chernóbyl manadas de vacas viven silvestres recuperando sus costumbres en los bosques, entre el frio y la radiación. En el momento de abandonarlas, sus dueñas, que sobrevivieron a las guerras, al estalinismo y a la tragedia, dicen que las vacas lloraban, vieran como lloraban…
DOÑA ANA
Renacerás desde tus cenizas en un país extraño. Los niños a quienes vestiste durante generaciones se irán olvidando de tu nombre poco a poco, las letras desdibujándose de a pares, pero no así los números tatuados en tu muñeca. No sé porque insisto con este juego cada vez más brutal de recordar los detalles de esos días que aparecen como cuerpos porosos y mi madre rellena contenta ahora que le pregunto. Nuestra memoria compartida se parece a las hojas del otoño que se desprenden mostrando su lado oculto. * Quiero escribir un poema que hable de vos a los catorce años en un Campo cosiendo para los nazis, salvando tu vida entre los tanques apenas con una aguja. Quiero escribir un poema que hable de tu escape casándote con un viejo por encargue a una empresa de putas que traía chicas rubias a Sudamérica. Cuando la guerra terminó estabas viva pero sola, como quien ha estado en el infierno, ida y vuelta muchas veces. Recuerdo el color de tus ojos y el cabello blanco asomándose por tu pañuelo, esa puntada invisible que reúne a los recuerdos con sus sombras.
4.9
Di mi primer paso entre el polvo.
Inge Müller
Los vecinos salen a la calle. Los muebles tiritan como las teclas de un viejo piano. Las paredes se estremecen. Hay un anillo brumoso rodeando la luna; va a haber viento mañana, dicen las viejas. Los perros aúllan y se detienen, aúllan y se detienen; las aves se guarecieron antes. Lejos, se congelan las cañerías de las casas. La helada camina por el monte con los pasos de una madre que, suelta para liberar, no la interrumpen ni las llamas danzando en el hueco de las chimeneas. La ciudad es más grande y desierta, crece sobre sus ruinas con la fuerza de lo prohibido. Pero, si sabemos oírlos y esperar, los muertos se nos develan: en los lomos de los gatos que se arquean en los temblores, en las ramas de los álamos que ceden los días fríos, en los rieles de los trenes que dejaron hace rato de pasar. Y, cuando eso sucede, el silencio te rodea con un solo brazo, como el anillo plateado de la luna. Los vecinos regresan a sus viviendas con el sismo atrapado entre los huesos. La amiga llama, tarde, por teléfono: dice que piensa en el suicidio.
PRIMAVERA VERANO OTOÑO INVIERNO Y OTRA VEZ PRIMAVERA
Fuiste un pequeño aprendiz de monje atravesando la puerta por caminos borrascosos de ídolos minerales, distinguiendo entre la hierba la línea divisoria de lo vivo y lo mortal. No, la piedra unida por una soga al dorso de un pobre pez despojado de su gracia para nadar ondulante. No, la piedra unida con una soga tirante en el lomo de una rana impedida de saltar. La rama que arrastraba una serpiente prohibida de escaparse, morder o huir. ¿Rana, pez o serpiente venenosa? ¿El charco de sangre que contuvo a cada ser inanimado? ¿La voz que vaticinaba: si uno solo de esos seres está muerto vas a llevar para siempre la piedra en el corazón? ¿Qué soy yo? ¿Las agallas, las escamas del cuerpo suave y alargado? ¿Las nervaduras de las plantas arrancadas con crueldad? ¿El viento que las mece? ¿Cada mínima porción de vida que tomaste para vivir? No seré el corazón endurecido, el peso cinchado a tu espalda. ¿Acaso no se lo hiciste al pez, a la serpiente y a la rana? Yo no soy la medicina adecuada. Soy la mano que sana y libera.
Yo quería dar un salto en el poema,
que mis palabras pedregosas
fuesen livianas y sueltas,
tan ancianas como el mundo
despegándose
de los cuerpos torturados de las viñas,
del fuego horadando las picadas,
del cabello de mi hermano,
canoso desde muy pronto,
de las cajas de los camioncitos
cargadas de trabajadores.
Mi hijo sabe que nuestra casa,
ahora, queda hacia el norte.
Mis parientes me dan noticias
de los vecinos muertos
por la enfermedad.
Cuando fui a la estación,
mi corazón latía desbocado.
Pero en cuanto llegué
a lo que quedaba del viejo galpón,
me arrodillé y lloré.
Quise tirarme sobre sus cenizas
derramando mi pena
sobre cada astilla, cada hierro retorcido.
Pero me fui.
Fiel a mi tradición de no dejar detrás
más que tierra arrasada.
No me volteé
ni por decir adiós,
ni por miedo
de transformarme en un cúmulo de sal
sobre mis rodillas.
Caminé,
caminé,
caminé
solo porque no se puede
hacer otra cosa.
Inéditos 2020-2021
Sabrina Barrego nació en Luján, Buenos Aires, Argentina, en 1987. Actualmente reside en Mendoza. Algunos de sus textos fueron publicados en medios digitales del país y el exterior, como también en la revista El viajero indeciso de Ediciones Culturales de Mendoza y en Op. Cit. Revista de poesía. Fue antologada por Susana Szwarc en Puentes poéticos (Desde la Gente, 2018). Participó también en la antología La juntada (Ediciones La guillotina, 2018). En Flotar (Editorial Camalote, 2020) y en Martes verde federal, de la colectiva Poetxs por el aborto. En 2019 se editó Trinchera, por Ediciones culturales de Mendoza, ganador de una mención en el Certamen Literario de Vendimia. Es editora y redactora en la revista La intemperie. Forma parte de proyectos de experimentación sonora textual y visual. Es co-editora de La fanzinera del sur. Participa de espacios de artistas mujeres y disidentes autónomxs. Participó de la muestra gráfica y de poesía El pulso del volcán, junto a la artista Carolina Simón en el museo Carlos Alonso de la ciudad de Mendoza. Dicta talleres de lectura y escritura desde su espacio Botánicas Textuales.
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