Dice Mauricio Kartun en feis:
A las cinco de la tarde. De la arde. A las cinco en punto como en aquel mayúsculo Lorca, se cortó la luz en mi zona y cagamos. A las 10 ya no había agua (salvo en los tres previsores baldes de rigor) y la casa era -acá minga de metáforas- un horno. De mayúsculo lorca. Con minúscula.
Me acoste a las 12 y a la hora desperté sofocado. Y sudado. La cama era una pelopincho. Y en ella me ahogaba. Como me conozco la nerviosidad operística no esperé a acumular ni un segundo más de ansiedad, me despegué de las sábanas, metí la cabeza en el balde, oriné como es de rigor al pasar por allí, saqué al balcón el sillón articulado, corrí plantas y me instalé a dormir a la intemperie.
En boxer sauvage.
Cabo de vela. Y abanico sevillano. Material de cortesía de un curso que dí allá hace años, y que recupero cada tanto congratulando la pulsión acumuladora.
Miré a las tinieblas del barrio y fui descubriendo de a poco que no estaba solo en esas alturas de Villa Crespo. Otras llamitas en balcones vecinos, sombras, cuchicheos. Y hasta una tos cercana, arriba, que fui espantando a abanicazos cada vez, con más aspavientos que locomía.
Éramos muchos balconeando. La noche estaba clara. La parejita de enfrente, despechugados los dos y ella de pelo empapado, chorreante, como una Coca Sarli de Atlanta. Una familia unos balcones abajo, sentados juntitos, inmóviles, en un cuadro de duelo que daba ganas de llorar. Sillitas petizas de playa. Rodillas a la altura del mentón.
Aquí y allá cuerpos brillosos, desconcertados. Esperando la luz como al mesías.
Y el perrito de mierda de cada noche, que estaba esta noche más de mierda todavía con tanto para ladrar.
El aullido de los bomberos del cuartel de Corrientes nos estremecía a cada rato y volvíamos a mirarnos, a reconocernos.
Me levanté mucho. Gaseosa de pomelo tibia. Y de cabeza otra vez al balde, que a esa altura ya era además bebedero de mis gatos.
Dormité. Sobresaltado. Medio duro del cuello. Intentando todos los recursos del botiquín mental contra el insomnio. Imágenes de plantitas sobretodo -como en un powerpoint- que me serenan más que un rivo. Finalmente planché.
Amaneciendo, los chillidos de unas cotorras entre las macetas me sacaron del sopor. Plaga pérfida que me corta por pura maldad los botones de flor de mi ají amarillo. No eran del powerpoint. Las espanté como a fantasmas y volví a contactar lagañoso a la comunidad balconera. Los fueguitos ya apagados, humeantes, uno que otro termo de mate. Se habían agregado presencias aquí y allá. Medio en bolas todos. Algún corpiño despreocupado, algún slip tophouse sin vergüenza.
Acampando, la tribu, entre maceteros de plástico.
Perplejos.
Alucinados.
Pensé.
La noche de enero en que volvimos a ser horda primigenia.
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